Imogen Cunningham compró en 1906 su primera cámara fotográfica para hacer un curso por correspondencia, y una de sus primeras imágenes se titula Pantano al amanecer. Aparecen ahí los troncos de los árboles, la vegetación, el agua: hay poca luz, y el paisaje tiene un aire misterioso, inquietante. La imagen choca con casi todas las demás fotografías (unas doscientas) que se exhiben en la exposición antológica que la Fundación Mapfre le dedica en Madrid. Y choca porque las fotografías de Imogen Cunningham son, sobre todo, claras y limpias. La luz es rotunda, las sombras están marcadas, casi se reconoce cada uno de los cabellos de una melena, cada estambre de una flor, cada pliegue de una sábana. Y, sin embargo, hay algo en común entre aquel pantano medio en brumas y lo que vino después: el afán de una mujer por expresarse con voz propia, más allá del estilo, más allá de los recursos técnicos, más allá de sus influencias inmediatas. Quizá por eso la comisaria de la exposición, Celina Lunsford, se ha olvidado de la cronología y ha ordenado las fotos por temas: paisajes, flores, desnudos, retratos. Una imagen de los años veinte convive junto a otra de los sesenta. El paso del tiempo no es estrictamente relevante.
El trabajo de Imogen Cunningham coincide con el siglo XX. Empezó a hacer fotos a los pocos años de que arrancara y no paró prácticamente hasta su muerte, en 1976. El "corto siglo XX", la era de los extremos –como apuntó Hobsbawm–, lleno de muerte y desolación, con dos guerras mundiales a las espaldas, los campos de concentración, el Holocausto. Lo que podría esperarse de un trabajo que resume esa centuria debería estar relacionado, por tanto, con esas sacudidas que tanto dolor produjeron. Y, sin embargo, en la obra de Cunningham no aparecen los soldados que van al frente ni tampoco están las largas colas de parados que produjo la crisis de los años treinta. No hay signos de los regímenes totalitarios, ni los rostros de los personajes históricos que marcaron la política. Sí hay personajes conocidos, entre los que destacan un montón de fotógrafos. Ansel Adams, medio perdido en uno de esos espectaculares paisajes que su cámara recogió para cantar la grandeza de la naturaleza y la pequeñez de la criatura humana, o Lisette Model, atrapada en una calle cualquiera –en el escenario privilegiado donde encontró a sus personajes más fascinantes–, o August Sander, colocado delante de su casa para que precisamente, al contemplarlo junto a su hogar, aflore la intrigante personalidad de ese caballero que se ocupó de hacer un registro completo de los oficios más variados de su época, o el elegante y distante rostro de Alfred Stieglitz, uno de los grandes maestros que convirtió la fotografía en arte.
Paisajes, desnudos, retratos, pero lo que más llama la atención de la muestra de Imogen Cunningham son sus flores. Magnolias (como la de la imagen), calas, alforfones silvestres, aráceas, cactus, siemprevivas, estarpelias: ahí están, atrapadas por su cámara, en todo su esplendor. Son flores, si puede decirse así, que están posando, que deliberadamente lucen sus mejores galas para la sesión de fotografía. Como si antes se hubieran ocupado de peinarse adecuadamente, de buscar el vestido o el traje que las favorece más, un toque de carmín en los labios, la sugerencia de un escote. Cunningham realiza una cuidadosa puesta en escena con cada una de ellas: las sombras refuerzan en alguna sus ángulos más amables, otras veces busca el primer plano, en aquélla lo importante es subrayar su talle. La naturaleza, en las imágenes de Imogen Cunningham, se convierte en puro artificio. Y de esa manera consigue reforzar esa vieja idea de que lo más superficial, lo que aparece de inmediato a la vista, es siempre resultado de una larga y prolija y concienzuda elaboración. Como apuntaba Nietzsche: lo superficial es lo más profundo. Nada se oculta: cada pliegue de nuestro rostro nos delata.
Cuando Timothy Snyder y Tony Judt hablan en Pensar el siglo XX (Taurus) sobre el papel de Keynes a la hora de buscar el equilibrio en las economías a través de medidas contracíclicas, comentan que una de las conquistas de la centuria pasada fue que la gente puede tener una vida privada en las sociedades estables. No hay guerras ni campos de concentración en las imágenes de Imogen Cunningham. Pero fue una artista del siglo XX por abrir márgenes cada vez mayores a sus asuntos propios. Los desnudos de su marido, la ingravidez de sus bailarines del Mills College, la austera belleza de sus Dos graneros y una chimenea. Junto a la desolación, en mitad del infierno, el gesto de conquistar la vida. No en vano una de sus primeras imágenes fue desnudarse y posar sobre la hierba para su propia cámara.
Hay 4 Comentarios
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Publicado por: Towmin | 15/12/2012 16:29:21
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Publicado por: Ernesto | 26/11/2012 21:55:18
Más que en el detalle o en el artificio y el tiempo he pensado en la lente; en la necesidad de poder llegar a ver lo que no se ve a simple vista.
Me ha impresionado por su capacidad crítica, la fotografía Another arm.
Agradecer cómo trató la belleza del movimiento o la del erotismo, la gracia. Los temas me encantan. Gracias.
Publicado por: Belén Mtnez. Oliete | 23/11/2012 13:47:33
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Publicado por: Antonio Corbalan | 21/11/2012 11:13:16