El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

La noche oscura y la paz interior

Por: | 30 de noviembre de 2012

La tarea de la filosofía es, según Gilles Deleuze, la de inventar conceptos. "Durante mucho tiempo, los conceptos han sido utilizados para determinar lo que una cosa es (esencia)", comentó hace ya años el pensador francés en una entrevista —recogida, en Conversaciones (Pre-Textos, 1995)— en la que también participaba su amigo y colaborador Felix Guattari. "Por el contrario, a nosotros nos interesan las circunstancias de las cosas —¿en qué caso? ¿dónde y cuándo? ¿cómo?, etc.—. Para nosotros, el concepto debe decir  el acontecimiento, no la esencia". Vienen ahora a cuento las ideas de los autores del Anti-Edipo y Mil mesetas porque en Algunos lugares de la pintura, el libro de María Zambrano, la filósofa española parece aplicar rigurosamente esas exigencias. Se enfrenta ahí a las obras de arte como espacios donde se producen un sinfín de acontecimientos, y entiende que su trabajo pasa por intentar decir qué es lo que está ocurriendo ahí. En Sueño y destino de la pintura, uno de los textos del libro, María Zambrano escribe: "Nace la pintura, como es sabido, en las cavernas para expresar mágicamente algo que huye y se escapa, las almas de los vivientes codiciados. Fuera la caza o cualquier otra forma de apropiación el ansia que acuciaba a aquellos ‘pintores’ —a aquella sociedad, más bien— se trataba de arrancarle el alma a aquellos seres y tenerla allí ni viva ni muerta: viva, más desprendida, apresada". Inventar conceptos que digan el acontecimiento, no la esencia, tiene que ver con ese afán por atrapar a las almas que huyen y se escapan. Algunos lugares de la pintura, recuperado ahora por la editorial Eutelequia, se presentó ayer en La Fugitiva, una librería de Madrid. Estuvo Amalia Iglesias, que trabajó hace años con María Zambrano para armar este libro con los textos que la filósofa dedicó al arte, y Pedro Chacón, responsable de esta nueva y rigurosa edición. 

Campin, St. BarbaraSon muy diversos los textos reunidos en este libro, y en todos ellos laten las obsesiones y grandes temas de María Zambrano: el vacío y la muerte, el margen de maniobra de la palabra para decir lo que no puede ser dicho, los extraños cortocircuitos entre lo divino y lo humano, la herida terrenal que azota a las criaturas. En La destrucción de las formas, por ejemplo, recorre la historia de la pintura para intentar comprender ese momento que lo que aparece en el cuadro parece pulverizado por la virulencia del tiempo y queda reducido a lo mineral, en el cubismo, mineral (el cubismo) o al balbuceo sin palabras, en el dadaísmo o el surrealismo. La descripción que hace de toda la destrucción que el arte de entonces recogía resume aquella época convulsa: no hay que olvidar que se trata de un texto escrito en los años treinta. "Estamos en la ‘noche oscura de lo humano", dice María Zambrano. "Se esconde tras de la máscara, y el mundo vuelve a estar deshabitado. Son los paisajes lunares: tierras secas y blancuzcas, paisajes de ceniza y sal. Playas gigantescas tras de la retirada marina, vegetación mineral, flores calizas y caracolas, algas informes, criaturas amorfas de un reino que no es la vida ni la muerte. Y es también el desierto, la extensión sin término. Y los residuos de lo humano; objetos gastados por el uso: zapatos viejos, cepillos sin cuerdas, cajas irreconocibles de cartón, todo deshecho".

Ceniza, sal, desierto, residuos. Hay otros textos, en cambio, en que no se sumerge en las sacudidas de su época sino que apunta al propio acontecimiento de vivir. María Zambrano, que le decía cuando era joven a su novio de entonces, Gregorio del Campo, en las Cartas inéditas que hace unos meses descubría la editorial Linteo "tú ya sabes que yo necesito una vida activa, espiritual", visitó de nuevo El Prado un par de años después de su regreso del exilio para ocuparse de la Santa Bárbara (en la imagen) de Robert Campin, el  maestro de Flémalle, uno de los cuadros que, confiesa, había llevado siempre consigo. Y se dirige con estas palabras a esa mujer que parece estar leyendo en el cuadro del artista flamenco: "...estás en tu ser, en la sustancia, eres tú misma...", y también:  "Tú no pretendes nada, estás en tu ser, en tu interior". Cuenta la filósofa malagueña que de niña le había preguntado "¿qué es un santo?" a una criada segoviana, y que había recibido como respuesta: "Alguien que está al mismo tiempo al lado de Dios y junto a nosotros, muy cerca".

En las alturas y clavada en los conflictos del presente, así la obra de María Zambrano. En Algunos lugares de la pintura, en fin, hay también piezas sobre sus contemporáneos. Por ejemplo, del artista mexicano Juan Soriano. "Cosa de otro mundo, cosas del otro mundo sentí que son las pinturas de Juan Soriano, y que aparecen en este como una herida", escribe. "No hay arte que no hiera, porque el arte es como el pensamiento, como la verdad. El signo de la verdad es herir. Lo que es luz viva hiere. Hiere la luz desde por la mañana, y si no es así será perdido el día". De esa manera, pues, procede la filósofa en estos textos. Y por malas que sean estas épocas, y tan poco tengan que ver con el recogimiento que exige su pensamiento, la obra de María Zambrano sigue ahí. Esa mujer que, como anotaba José-Miguel Ullán en el magnifico retrato que hace en el relato que abre la antología que él mismo seleccionó en Esencia y hermosura (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), se le apareció cuando la conoció "pequeñita y frágil, mas crecida en malicia chispeante y firme en delicadeza". Cuenta también que "hablaba como nadie y fumaba en larga boquilla y tosía…". ¿No la están escuchando ahora? ¿No sigue ahí, llena de sugerencias, en sus textos sobre pintura?

Una época convulsa

Por: | 28 de noviembre de 2012

Se compara con bastante frecuencia el desolador paisaje de nuestros días con los tiempos convulsos de los años treinta del siglo pasado. La crisis económica que estalló en 1929 desató una larga cadena de trastornos, que empobrecieron a millones de familias, y provocó una serie de episodios conflictivos que, de alguna manera, estuvieron detrás de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. Lo que no tiene sentido es hacer comparaciones facilonas o establecer nexos causales donde no los hay. Por eso conviene volver sobre aquel periodo para despejar la tentación de establecer paralelismos que no siempre son afortunados. Una buena fórmula es acudir a los libros. Por lo que se refiere a cuanto sucedió en este continente, el año pasado el historiador Julián Casanova publicó en Crítica una rigurosa síntesis de esa época crucial. Europa contra Europa, 1914-1945 se sumerge en las complejas tramas de aquel periodo y permite, con un afán pedagógico que lo honra y con un pulso narrativo muy efectivo, hacerse una idea bastante completa de lo que ocurrió entonces. No es fácil resumir en 200 páginas la crisis y el desarrollo de la llamada Gran Guerra, la revolución bolchevique, la llegada del fascismo a Italia, la crisis de la República de Weimar y la emergencia de la arrolladora maquinaria del nacionalsocialismo o, en fin —entre otros sangrientos y no tan sangrientos episodios—, la trágica deriva a la que llevó el fallido golpe militar de Franco y otros militares rebeldes en España. Casanova lo consigue: combina la narración e interpretación de los hechos con abundantes citas que les van dando color y con las imprescindibles cifras que impiden cualquier especulación gratuita. El 28 de julio de 1914 Austria declaró la guerra a Serbia y, unos años después, aquel mundo de vastos imperios territoriales gobernados (casi todos) por monarquías hereditarias se había ido a pique.

Julian casanova gorka lejarcegiLa sucesión de conflictos fue vertiginosa. Pronto el mundo entero se llenaba de sangre con la guerra que estalló tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo. No había pasado mucho tiempo cuando la monarquía de los Romanov caía estrepitosamente en Rusia y se abría un periodo de vandalismo, crímenes, saqueos y violencia generalizada: la chusma ajustaba cuentas de siglos con la nobleza. La República de los Soviets de Trabajadores no tardaría mucho en consagrarse a la violencia para combatir a sus enemigos: "La revolución, la guerra, el terror, el hambre y las enfermedades llevaron a la tumba a diez millones de personas entre 1917 y 1922", escribe Casanova (la foto es de Gorka Lejarcegi) a propósito de lo que ocurrió en Rusia.

La violencia formaba parte de la atmósfera de la época. La idolatraban los jóvenes y la celebraban algunas vanguardias artísticas. En Italia se galvanizó alrededor del fascismo. Mussolini concentró todo el poder en enero de 1925 y pronto la aceptación popular consagró su autoridad a través de la fórmula "credere, obbedire, combattere". En Alemania, la frágil República de Weimar entró con la crisis económica en un fulgurante proceso de descomposición. En julio de 1932, los nazis obtuvieron más de trece millones de votos: el 37,4% del total. La mayoría procedía "de los distritos rurales, de las pequeñas y medianas ciudades, de los terratenientes y medianos propietarios de tierra". El 30 de enero de 1933, Von Hindenburg entregó el poder a Hitler. El nuevo canciller contaba con un partido de masas totalmente subordinado y podía disponer de la violencia de su organización paramilitar que reunía a cientos de miles de hombres armados. No iba a pasar mucho tiempo para que Alemania se quitara la espina del Tratado de Versalles, y se aplicara a conquistar el mundo. Polonia fue invadida en septiembre de 1939. La aniquilación de los judíos empezó poco después.

Todo suena a sabido: Rusia, Italia, Alemania, la Guerra Civil en España y la brutal represión de la dictadura; los totalitarismos del siglo XX; la debilidad de las democracias; la brutal crisis económica y sus aciagas consecuencias. Todo suena a sabido (lo que no siempre es asÍ), pero todo vuelve a tomar vida en el libro de Casanova con el rigor que procede de una síntesis ágil y que recoge las últimas investigaciones. Se dice que conviene conocer la historia para no volver a repetirla. Quizá no sirva de mucho ser tan solemnes o ambiciosos: jamás se repite la historia tal cual, los hechos suelen enmascararse para presentarse con el brillo de la novedad. Hay que conocer lo que ha pasado simplemente para tener mejores herramientas para entender el presente. Este libro las ofrece. Y, créanme, son cada vez más necesarias en un mundo que naufraga al tiempo que arrincona los viejos saberes. Lo que ocurrió entre 1914 y 1945 confirma que la peor pócima es la que mezcla miedo e ignorancia. El mejor caldo de cultivo para la explosión de los peores y más letales populismos nacionalistas.  

Desnuda sobre la hierba

Por: | 20 de noviembre de 2012

Imogen Cunningham compró en 1906 su primera cámara fotográfica para hacer un curso por correspondencia, y una de sus primeras imágenes se titula Pantano al amanecer. Aparecen ahí los troncos de los árboles, la vegetación, el agua: hay poca luz, y el paisaje tiene un aire misterioso, inquietante. La imagen choca con casi todas las demás fotografías (unas doscientas) que se exhiben en la exposición antológica que la Fundación Mapfre le dedica en Madrid. Y choca porque las fotografías de Imogen Cunningham son, sobre todo, claras y limpias. La luz es rotunda, las sombras están marcadas, casi se reconoce cada uno de los cabellos de una melena, cada estambre de una flor, cada pliegue de una sábana. Y, sin embargo, hay algo en común entre aquel pantano medio en brumas y lo que vino después: el afán de una mujer por expresarse con voz propia, más allá del estilo, más allá de los recursos técnicos, más allá de sus influencias inmediatas. Quizá por eso la comisaria de la exposición, Celina Lunsford, se ha olvidado de la cronología y ha ordenado las fotos por temas: paisajes, flores, desnudos, retratos. Una imagen de los años veinte convive junto a otra de los sesenta. El paso del tiempo no es estrictamente relevante.

Imogen cunningham magnolia, 1925.
El trabajo de Imogen Cunningham coincide con el siglo XX. Empezó a hacer fotos a los pocos años de que arrancara y no paró prácticamente hasta su muerte, en 1976. El "corto siglo XX", la era de los extremos –como apuntó Hobsbawm–, lleno de muerte y desolación, con dos guerras mundiales a las espaldas, los campos de concentración, el Holocausto. Lo que podría esperarse de un trabajo que resume esa centuria debería estar relacionado, por tanto, con esas sacudidas que tanto dolor produjeron. Y, sin embargo, en la obra de Cunningham no aparecen los soldados que van al frente ni tampoco están las largas colas de parados que produjo la crisis de los años treinta. No hay signos de los regímenes totalitarios, ni los rostros de los personajes históricos que marcaron la política. Sí hay personajes conocidos, entre los que destacan un montón de fotógrafos. Ansel Adams, medio perdido en uno de esos espectaculares paisajes que su cámara recogió para cantar la grandeza de la naturaleza y la pequeñez de la criatura humana, o Lisette Model, atrapada en una calle cualquiera –en el escenario privilegiado donde encontró a sus personajes más fascinantes–, o August Sander, colocado delante de su casa para que precisamente, al contemplarlo junto a su hogar, aflore la intrigante personalidad de ese caballero que se ocupó de hacer un registro completo de los oficios más variados de su época, o el elegante y distante rostro de Alfred Stieglitz, uno de los grandes maestros que convirtió la fotografía en arte.

Paisajes, desnudos, retratos, pero lo que más llama la atención de la muestra de Imogen Cunningham son sus flores. Magnolias (como la de la imagen), calas, alforfones silvestres, aráceas, cactus, siemprevivas, estarpelias: ahí están, atrapadas por su cámara, en todo su esplendor. Son flores, si puede decirse así, que están posando, que deliberadamente lucen sus mejores galas para la sesión de fotografía. Como si antes se hubieran ocupado de peinarse adecuadamente, de buscar el vestido o el traje que las favorece más, un toque de carmín en los labios, la sugerencia de un escote. Cunningham realiza una cuidadosa puesta en escena con cada una de ellas: las sombras refuerzan en alguna sus ángulos más amables, otras veces busca el primer plano, en aquélla lo importante es subrayar su talle. La naturaleza, en las imágenes de Imogen Cunningham, se convierte en puro artificio. Y de esa manera consigue reforzar esa vieja idea de que lo más superficial, lo que aparece de inmediato a la vista, es siempre resultado de una larga y prolija y concienzuda elaboración. Como apuntaba Nietzsche: lo superficial es lo más profundo. Nada se oculta: cada pliegue de nuestro rostro nos delata.

Imogen cunningham autorretrato, 1906Cuando Timothy Snyder y Tony Judt hablan en Pensar el siglo XX (Taurus) sobre el papel de Keynes a la hora de buscar el equilibrio en las economías a través de medidas contracíclicas, comentan que una de las conquistas de la centuria pasada fue que la gente puede tener una vida privada en las sociedades estables. No hay guerras ni campos de concentración en las imágenes de Imogen Cunningham. Pero fue una artista del siglo XX por abrir márgenes cada vez mayores a sus asuntos propios. Los desnudos de su marido, la ingravidez de sus bailarines del Mills College, la austera belleza de sus Dos graneros y una chimenea. Junto a la desolación, en mitad del infierno, el gesto de conquistar la vida. No en vano una de sus primeras imágenes fue desnudarse y posar sobre la hierba para su propia cámara.

Encontrar la propia voz

Por: | 15 de noviembre de 2012

"Lo más descorazonador sin duda fue el momento en que mi voz se alzó de repente hasta un chillido agudo propio de un niño (o quizá de un lechón). Después empezó a aparecer por todas partes, desde un susurro ronco y áspero a un balido quejumbroso". Son algunas de las observaciones que incluye Christopher Hitchens en Mortalidad (Debate; traducción de Daniel Gascón), donde cuenta la temporada final de su vida, los diecinueve meses que padeció el cáncer que terminó por llevárselo a la tumba. Apunta enseguida, siempre refiriéndose a su voz: "Y a veces amenazaba, y ahora amenaza cada día, con desaparecer por completo". Quizá en este pasaje del libro esté contenida la última lección de este provocador escritor y periodista, al que muchos consideraron una verdadera fiera en la discusión directa, en el cara a cara: un maestro a la hora de debatir, un artista de la polémica. El 8 de junio de 2010, en medio de las actividades de promoción de sus memorias (Hitch-22), se empezó a sentir mal, acudió a un hospital, y no tardó en precipitarse en el infierno. Pasó a formar parte de lo que llamó Villa Tumor e inició los protocolos para enfrentarse a la bicha. Cuando el cáncer se puso a fastidiarle la voz, Hitchens entró en pánico y redactó algunas de las reflexiones más reveladoras sobre su oficio. Podía quedarse sin voz, pero lo que temía perder era también la escritura. Recordó entonces las observaciones que le hizo Simon Hoggart, de The Guardian, tras leer uno de sus primeros trabajos: estaba bien armado pero era aburrido. Le aconsejó, "enérgicamente", que escribiera "más como hablas". Y eso hizo. En Mortalidad, Hitchens explica cuán importante es saber hablar. Construir una conversación, encontrar los momentos propicios para la ironía o el sarcasmo, tener la habilidad suficiente para traer a colación una cita, rapidez de reflejos, fluidez en los argumentos. El gran desafío lo resume así: "encuentra tu propia voz".

1351885723_386887_1351885916_noticia_normal"Me oprime terriblemente la persistente sensación de desperdicio", escribió durante la primera fase de su enfermedad, poco después de conocer que el cáncer que le atacó originalmente en el esófago se había extendido por sus nódulos linfáticos. La sensación de desperdicio por todas las cosas que había ido poniendo en marcha y que ya no podría llevar a cabo. "En la guerra contra Tánatos, si hemos de llamarla guerra, la pérdida inmediata de Eros es un  enorme sacrificio inicial", observa poco después. Más tarde se refiere a su entorno: "Los ciudadanos de Villa Tumor sufren el asalto constante de curaciones y rumores de curaciones". Pronto lo azota el abatimiento cuando le informan de que no puede acceder a uno de los tratamientos que acaba de descubrirse y que resulta particularmente eficaz. "Uno casi desarrolla una especie de elitismo acerca de la singularidad de su propio trastorno personal", apunta. Y, bueno, están los dolores, las incomodidades, los cada vez más frecuentes fallos en un cacharro que había funcionado hasta entonces con bastante corrección, pese a los excesos: "No es divertido apreciar por completo la verdad de la tesis materialista que postula que no tengo un cuerpo, sino que soy un cuerpo".

Hitchens (la fotografía es de William Coupon, de Corbis) aprovecha para volver, en esa situación, sobre la existencia de dios y sobre la crueldad de una religión, el cristianismo, que se sirve del miedo y la duda de los hombres para forzarlos a "creer en lo imposible". Van cayendo algunas de sus viejas convicciones y se ve obligado a prescindir de una afirmación con la que antes comulgaba: "Lo que no me mata me hace más fuerte". En el prólogo de sus memorias había escrito: "Personalmente, quiero ‘hacer’ la muerte en voz activa y no pasiva, y estar allí para mirarla a los ojos y estar haciendo algo cuando venga a buscarme". En la fase final, sin embargo, tiene que aceptar otras consideraciones. "Así que nos quedamos con algo bastante inusual en los anales de las aproximaciones no sentimentales a la extinción: no el deseo de morir con dignidad sino el deseo de haber muerto".

Mortalidad es la crónica de una despedida. La mujer de Hitchens, Carol Blue, habla en el epílogo de su capacidad de resistencia. No claudicó: mantuvo el humor, las ganas de cultivar polémicas, el gusto por la conversación, el afán por seguir leyendo y escribiendo ("A menudo me digo de forma grandilocuente que escribir no es solo mi forma de ganarme la vida, sino mi verdadera vida, y es verdad"). Hay un momento en el que se acuerda de un poema de W. H. Auden, y cita: "Lo único que poseo es una voz". A través de ella intentamos comprender, procuramos contar, buscamos combatir el mal y armar como sea las preguntas pertinentes. Lo más difícil es, aun teniéndola, encontrar la propia voz. En esas andamos.

El País

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