Están por lo pronto esas hermosas mujeres (en la imagen: Nevermore), que parecen absolutamente indiferentes a cuanto tenga que ver con la muerte, el dolor y la caída, y que más bien prometen un extraño mundo en el que la calma y la voluptuosidad se reparten a partes iguales el gobierno del tiempo. Nada hay que pueda turbar el curso de las cosas, porque nadie nos ha apartado en realidad de ese curso, estamos fundidos con las horas, el futuro es una entelequia que a nadie importa.
Gauguin era un respetable caballero casado con una mujer danesa y tenía cinco hijos y un buen trabajo en la Bolsa, así que vivía cómodamente instalado en la burbuja impoluta de la burguesía de su tiempo. Hasta que un día rompió con todo y se dedicó a la pintura. Unas cuantas clases, un poco de técnica, pero sobre todo una salvaje pasión por la salvaje. Romper lazos, tirar por la borda las falsas seguridades e irse a Bretaña, luego a la Martinica y por fin a las islas polinesias a fundar un taller de pintura, como había soñado con su amigo Vincent van Gogh, en contacto íntimo con lo más primitivo. Cogió un barco, llevaba un cuaderno. Ahí pegaba fotos, hacía dibujos, pintarrajeaba y escribía. Anotó: "Comenzó entonces la vida plenamente dichosa. Cuando salía el sol salían también, juntos, la felicidad y el trabajo, radiantes como él. El oro del rostro de Téhura llenaba de claridad y alegría nuestra casa y el paisaje de alrededor. Ella ya no me estudiaba, ni yo la estudiaba a ella. Había dejado de ocultarme que me amaba, y yo de decirle que la amaba. ¡Vivíamos así, los dos, en la más perfecta sencillez!". Y celebra pocas líneas después: "¡Paraíso tahitiano, nave nave fenua: tierra deliciosa!".
"Espesura verde y rojiza, tierra color de ámbar, todo bajo una luz ultraterrena". "Tierra y agua, feracidad, verdor. Idea de abundancia; idea del jardín encantado". Todo eso está en el Gauguin que decide vivir a su manera en Tahití. En su pintura liquidó la concepción tradicional de la perspectiva y procuró que sus lienzos se cargaran de colores planos. Emborracha su sensualidad, y luz y agua parecen fundirse en sus obras al compás de la marcha del tiempo. Nada chirría. Como ocurre también en tantos viajes afortunados con las drogas, como observaba Huxley. Salir pitando de los rígidos márgenes de la civilización y precipitarse en la verdadera vida: ese fue el desafío de Gauguin y de tantos otros. No todo lo que encontró en Tahití colmó sus expectativas. Estuvo muy enfermo. Lo terminó pasando mal. Pero sigue su obra ahí: como una bendición, como un soplo de aire fresco, como una sacudida eléctrica de puro color.