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¿Una gran ilusión? (Taurus, traducción de Victoria Gordo del Rey), un ensayo de Tony Judt basado en una serie de conferencias sobre Europa que dictó en mayo de 1995 en el Centro John Hopkins de Bolonia. "Estas fueron transformaciones irrepetibles, únicas", escribe sobre lo que ocurrió tras terminar la Segunda Guerra Mundial. "Es decir, Europa occidental probablemente nunca volverá a tener que recuperarse de treinta años de estancamiento económico o medio siglo de declive agrario, o reconstruirse tras una guerra devastadora. Ni volverá a unirse por la necesidad de hacerlo, o por la coincidencia de la amenaza comunista y el apoyo estadounidense. Para bien o para mal, las circunstancias de la posguerra, que actuó como la comadrona de la prosperidad de Europa occidental a mediados del siglo XX, fueron únicas; nadie volverá a tener la misma suerte". Vaya, que los hechos que facilitaron la consolidación del Estado de bienestar en ese ámbito singular que llamamos Europa fueron excepcionales. No pueden darse por descontados. Y la simple conservación de lo que se consiguió entonces exige por tanto hoy políticas imaginativas y gestos de largo alcance y una multitud de difíciles y delicados compromisos.
Tony Judt comenta que muchas de las preguntas y respuestas que plantea en su libro podrían caracterizarlo como un euroescéptico y, sin embargo, confiesa ser un europeo entusiasta. ¿En qué quedamos? Pues seguramente en el desafío de pensar a contracorriente, hurgando en las contradicciones del proyecto europeo, sacando a la luz sus lacras e insuficiencias, y revelando que el mito de un continente próspero, unido, democrático y cosmopolita está atravesado por fuerzas populistas y provincianas, ancladas todavía en un pasado profundamente traumático, abocadas a la descomposición. Judt puso en escena sus dudas e interrogantes hace ya más de quince años. Todavía no se habían incorporado a la Unión Europea los países del Este, no existía la moneda única y, por tanto, aún era inimaginable una crisis de la eurozona como la que padecemos ahora. ¿Tienen sentido, con semejante distancia,
las reflexiones de Judt? Seguramente sí: tocan asuntos medulares a los que en muchos sentidos no se ha dado respuesta y reconstruyen los claroscuros de un proyecto que se enfrenta hoy a un horizonte sombrío. "Si vemos la Unión Europea como una solución para todo", dice Judt, "invocando la palabra 'Europa' como un mantra, enarbolando el estandarte de 'Europa' frente a los recalcitrantes herejes 'nacionalistas' y gritando '¡abjurad, abjurad!', un día nos daremos cuenta de que, lejos de resolver los problemas de nuestro continente, el mito de 'Europa' se habrá convertido en un impedimento para saber reconocerlos".

Lo que a Judt (la fotografía es de Luis Magán) le preocupaba en el momento de preparar sus conferencias era la ampliación de la Unión Europea hacia el Este. ¿Tenía sentido, era solo una ilusión, un simple gesto paternalista de los países más desarrollados? Si el bienestar había sido el gran logro de la Europa occidental en las últimas décadas, ¿era posible proyectarlo y afianzarlo en esos Estados que venían de un pasado reciente comunista y que habían ido acumulando hondas heridas por no haber podido ser, a lo largo de su historia, suficientemente europeos, siempre marcados por su condición oriental, condenados por su marginalidad?
Judt analiza lo que pasaba entonces. Los datos de un estudio de 1994 le advierten de que la incorporación a la UE de Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría va a resultar más cara de lo que percibían por entonces juntas España, Portugal, Grecia e Irlanda. Pero hay más indicadores: aumenta el desempleo, el crecimiento se paraliza, suben los precios. Y paisajes inquietantes, como son esas poblaciones satélites desoladas, los suburbios deteriorados y los deprimentes guetos urbanos que van imponiéndose en las grandes ciudades del viejo continente. Más cosas: los europeos están envejeciendo y una creciente población de personas mayores descansa sobre los hombros de un grupo cada vez menor de jóvenes. Los votantes empiezan a inclinarse por posturas de extrema derecha y los partidos conservadores tradicionales ya no ven con tan malos ojos los excesos ultranacionalistas y xenófobos.
¡Judt escribía en 1996, parece que habla de hoy mismo!
Y lo que quería entonces era señalar las progresivas carencias democráticas del proyecto europeo, que seguramente hoy son mayores que entonces. Bruselas se sostiene en un ideal de gobierno eficiente, universal, carente de particularismos y regido por el pensamiento racional y el Estado de Derecho. Por tanto, si es necesario saltarse las decisiones de unos parlamentos nacionales un tanto más reaccionarios y que no se ajustan al modelo, pues habrás que saltárselas. El viejo despotismo ilustrado.
Tony Judt, sin embargo, no aplaude que se vayan imponiendo esos derroteros y lo que reivindica entonces es… ¡la nación-Estado! Al fin y al cabo, es la más moderna de las instituciones políticas, dice, y subraya que cualquier unidad transnacional suele pecar de déficits democráticos. "También puede ser cierto que la vieja nación-Estado sea una forma mejor para asegurar lealtades colectivas, proteger a los desfavorecidos, promover una distribución más justa de los recursos y compensar el efecto perturbador de los patrones económicos transnacionales", escribe. Cuanto se manifestaba en la segunda mitad de los noventa de manera embrionaria, se ha multiplicado vertiginosamente en los tiempos que corren. Judt ya hablaba de una Alemania arrolladora y de una Francia en declive. Su ensayo
¿Una gran ilusión? sigue ofreciendo materiales de primera mano para enfrentarse al presente. No se lo pierdan.