El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

La flecha del ojo

Por: | 27 de marzo de 2013

Los poemas no se dejan explicar fácilmente. No cuentan historias, salvo en contadas excepciones. Tampoco son necesariamente metáforas, símbolos o alegorías de otras cosas, a las que se puede llegar con solo dar un salto. Los poemas son poemas. Una colección de palabras. Digamos que alguna vez te impactan, otras veces te acarician o tan solo te tocan, o te sacuden o te interpelan o te cabrean. Etcétera. En el ensayo que Octavio Paz escribió a propósito de Manuel Álvarez Bravo, Instante y revelación, se ocupa al principio de sostener que la fotografía es también un arte, pese al desprecio con que la trataron poetas de la enjundia de Baudelaire. Luego entra ya en la obra del mexicano para sostener que la suya es una fotografía poética. Entre los versos que le dedica en Cara al tiempo, están estos: "Manuel fotografía / (nombra) / esa hendedura imperceptible / entre la imagen y su nombre, / la sensación y la percepción: / el tiempo. / La flecha del ojo / justo / en el blanco del instante". En la Fundación Mapfre, en su sede de General Perón (Madrid), puede visitarse ahora una exposición que reúne una formidable selección de 152 fotografías de Manuel Álvarez Bravo, más ocho proyecciones de películas filmadas en formato de 8 mm y súper 8. Nada más entrar se puede ver un colchón, una cortina, una esquina, sus figuras de papel, el estudio de un árbol que parece una vulva. Poemas todos. Formas abstractas, si se prefiere. Fotografía pura, la llamaron un tiempo, cuando la practicaban Edward Weston o Tina Modotti, los primeros maestros que influyeron de manera decisiva en el mexicano. Conviene conservar en la retina estas imágenes que están al inicio de la muestra porque reflejan de manera diáfana la mirada de Álvarez Bravo. Y es que inmediatamente después se podrán ver referencias concretas a México: a sus paisajes, sus gentes, sus calles. Pero el trabajo de Álvarez Bravo nada tiene que ver con la mexicanidad o lo exótico (así lo ven los que miran desde lejos). Lo suyo son siempre las formas y la luz: pura poesía. En su célebre imagen del obrero asesinado, por ejemplo, no hay afán de contar historia alguna ni de conseguir un impacto social, de denuncia, sino más bien otra cosa. "El realismo de esta imagen es sobrecogedor y podría decirse, en el sentido recto de estas palabras y sin el menor fideísmo, que roza el territorio eléctrico del mito y lo sagrado", escribe Octavio Paz. "El hombre caído está bañado en su sangre y esa sangre es silencio: ha caído en su silencio, en el silencio". 

Manuel alvarez bravo el ensueñoEn un breve documental, Recursos hidráulicos, en el que Manuel Álvarez Bravo trabajó entre 1948 y 1952 vuelven a emerger sus maneras. Una imponente presa, pero también la soledad de unas dunas de arena tocadas por el viento o un cactus, y siempre la originalidad de la composición: la caída del agua o los chorros que salen con una arrolladora violencia. La exposición se divide en ocho partes: formar, construir, aparecer, ver, yacer, exponerse, caminar, soñar. Los títulos son escuetos, pero expresivos, y ayudan a definir las preocupaciones del mexicano. Él mismo fue un maestro a la hora de dar nombre a sus fotografías: Bicicleta al cielo, Los agachados, Los novios de la falsa luna… De nuevo Octavio Paz: "Los títulos de Álvarez Bravo operan como un gatillo mental: la frase provoca el disparo y hace saltar la imagen explícita para que aparezca la otra imagen, la implícita, hasta entonces invisible".

La imagen que lo dio a conocer, Tríptico cemento-2, que supone la incorporación de la fotografía mexicana a la corriente moderna, tiene algo de pieza constructivista. Nada más que líneas rectas, gradaciones de grises, texturas diferentes. Pronto incorporó las calles de México a su imaginario, pero lo hizo a su manera. Carteles, números y letras, dibujos de caballos, maniquíes, corbatas, reflejos. Su forma de acercarse a las cosas siempre fue peculiar, tirando a la sobriedad, haciendo de la sencillez su personalísima marca de estilo. Sus imágenes de desnudos tienen también una rara intensidad. Tapa algo para reforzar lo que descubre. Unas cuantas vendas cubren algunas partes del cuerpo de una mujer yacente. Un seno junto a al echarpe que cubre el resto del cuerpo.

Si hubiera que elegir un único punto en el que detenerse a lo largo de la exposición, quizá podría ser el punto de luz que toca el hombro de la muchacha de la fotografía El ensueño (en la imagen). Con una delicadeza extrema Álvarez Bravo apunta ese pequeño lugar, lo ilumina y calla. A partir de ahí surge todo lo demás, como escondido en la penumbra: la naturalidad del gesto de apoyar la cabeza en su mano, la flor en el cabello, el pliegue del vestido, el discretísimo movimiento de la pierna. Luego está el marco: la rejas de la barandilla, la pared del fondo, las baldosas del suelo, la puerta. Lo dijo también el gran muralista Diego Rivera, un artista cuya mirada está justo en las antípodas de la de Manuel Álvarez Bravo: "Se desprende de sus fotografías una profunda y delicada poesía, una ironía sutil y desesperada, como esas partículas que, suspendidas en el aire, hacen visible la luz que penetra en una habitación sumergida en la oscuridad". Nada más que un punto para verlo todo.

Un final que nada finaliza

Por: | 21 de marzo de 2013

Los personajes que estuvieron el martes de la pasada semana en el escenario del Teatro Real de Madrid lo pasaron francamente mal. Fue uno de los días en que se representaba la puesta en escena que el director de cine Michael Haneke ha hecho de Così fan tutte, la ópera de Mozart estrenada en enero de 1790, con dirección musical de Sylvain Cambreling (el día 12 dirigió la orquesta su asistente, Till Drömann). Ya conocen la historia: dos muchachos un poco sobraditos aceptan el reto de un filósofo travieso de poner a prueba la fidelidad de sus amadas. Los chicos están convencidos, claro, de que las chicas los adoran, y de que jamás los traicionarán. Don Alfonso piensa en cambio que las pasiones tienen un componente volátil y que, a poco que se moleste, se va a embolsar los 100 cequíes de la apuesta ya que siempre es más fácil caer en la tentación que resistirse a ella. Así que se pone manos a la obra con Despina, la doncella de las damas, y juntos van armando la trama en que va a producirse el enorme patinazo de unos jóvenes que se pasan buena parte del tiempo sufriendo. Sufren de retortijones, podría decirse a la manera de Schopenhauer: la vida está llena de complicaciones, convendría no complicarla más. Y luego está Haneke. Es posible que otro artista pudiera tomarse más a la ligera el asunto. Es una apuesta, es una broma, son cosas que pasan, todos estos líos amorosos son moneda corriente. Pero el director de películas como Cinta blanca o Amor es amigo de la cosa tremenda, y tampoco está mal que así sea. El caso es que convierte esa trivial historia en una sacudida existencial. Toma el meollo de la cuestión y hace que sus personajes se sumerjan en él. ¿Puede el amor de verdad ser duradero?, ¿qué consistencia tienen los compromisos?, ¿existen afinidades espirituales profundas que pueden dinamitar los lazos que vienen de lejos?, ¿por qué es tan fácil regocijarse con lo grato y tan difícil mantener la palabra? 

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Si en las indicaciones que hizo Lorenzo da Ponte en el libreto de Così fan tutte sugería un montón de escenarios –el interior de un café, el jardín de una villa a orillas del mar, una habitación amueblada y con sillas, una sala riquísima…–, Haneke los reduce de un plumazo a uno solo. La casa, la habitación única, valga decir tus propias tripas: así que pone toda la atención en los retortijones. Mozart lo permite todo. Su música puede ser perfectamente ligera, pero también es capaz de abrirse a los abismos más sombríos. El montaje de Haneke apunta a estos últimos. Por eso los muchachos que estuvieron en el escenario del Teatro Real el pasado martes lo pasaron tan mal. Celebran convencidos el amor, tanto de los chicos a las chicas como de las chicas a los chicos, hacen aspavientos sobre la hondura y duración de sus sentimientos, se ufanan de la seriedad de sus intenciones y, poco a poco, van comprobando que tanta palabrería es humo, que son capaces de amar a otra, que nada cuesta al fin la traición y la pura celebración del presente. Don Alfonso y Despina se comportan como dos diablillos laicos: facilitan las tentaciones para que las criaturas caigan. Juegan con ventaja: conocen la naturaleza humana.

"Mozart retrata un mundo lucreciano amoral, en el que el poder tiene una lógica propia no domesticada por consideraciones de piedad o verosimilitud", escribió Edward W. Said en el comentario que hizo del montaje de Peter Sellars de Così fan tutte, y que está recogido en Música al límite (Debate; traducción de Efrén del Valle). Y Eugenio Trías, que adoraba esta ópera –"esta pieza extravagante, magníficamente cínica, deliciosa en su inocuidad banal, asistida por la naturaleza sencillamente sublime de la composición musical…"–, apuntó en La imaginación sonora (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg) que Fiordigili, una de las chicas, es el personaje esencial: "Sólo sabe vivir de forma convulsiva su infidelidad, que se le presenta con todo el dramatismo de una caída y de una falta moral".

Haneke consigue transmitir todo ese dramatismo con una propuesta que sabe penetrar con finura en los vertiginosos cambios de unos jóvenes que pierden la inocencia. En su lectura las criaturas de Mozart y Da Ponte van pasando por esos instantes de extrema credulidad y máximo desconcierto fuertemente tocados por sus íntimos retortijones. Desarmados, frágiles, perdidos en las artimañas de Don Alfonso y Despina. Sobre todo Fiordigili, y más en ese momento, el más importante de la trama, en que se quiebra y se rinde: "Por piedad, amor mío, perdona el error de un alma enamorada…". Los sutiles manejos de Don Alfonso y Despina forman parte de un juego perverso, pero en ese juego hay quien se asoma al precipicio. Y comprende seguramente que la vida está hecha de muchos finales que, como decía Trías refiriéndose a Così fan tutte, "nada finalizan".

El retortijón de tripas

Por: | 12 de marzo de 2013

El traspié (Anagrama), la pieza teatral que Fernando Savater acaba de rescatar un cuarto de siglo después de que escribiera su primera versión, lleva como subtítulo Una tarde con Schopenhauer. Y de eso trata justamente, de pasar un rato con el filósofo. La visita tiene lugar en 1859 en Frankfurt, donde se instaló en 1830 y se impuso unas rutinas maniáticas, muy propias de un carácter obsesivamente metódico: por la mañana escribía a lo largo de tres horas y luego dedicaba otra a tocar la flauta. Salía a comer, casi siempre en el Englische Hof, uno de los lugares más elegantes de la ciudad, donde daba rienda suelta a su apetito y donde se entretenía en la sobremesa con quien pillara desprevenido charlando sobre lo divino y lo humano. Luego se iba al gabinete de lectura de la Sociedad del Casino a ojear la prensa ("No me gusta acostarme sin leer el Times", dice en la obra de Savater) y, cuando terminaba, tenía todavía un rato para dar un paseo antes de regresar a casa. Cuenta Rüdiger Safranski en la biografía que dedicó al pensador que solía ir acompañado de un perro de aguas y que andaba tan abstraído que hablaba en voz alta, para regocijo de los chavales que se cruzaban en el camino de personaje tan atrabiliario. Por las noches salía de tanto en tanto al teatro, a la ópera o a algún concierto. Poca cosa más. Empezaba a ser mimado por la fama, tras ser un total desconocido a lo largo de su vida, y solo cultivaba ya unos pocos placeres muy discretos. En El traspié, Savater se sirve de la joven escultora Elizabet Ney, que realizó un busto del pensador ya casi al final de su vida (Schopenhauer murió en 1860). El anciano posa, la muchacha trabaja. Y conversan. Llama la atención la coquetería del viejo caballero: en cuanto puede le enseña a Elizabet unos antiguos daguerrotipos que le habían hecho hace algún tiempo. Y tiene mucho interés, sobre todo, en que vea una foto en la que aparece casi a la misma edad que tiene la joven escultora en ese momento, unos veinticuatro años, la época en la que se sumergió en la escritura de su magna obra, El mundo como voluntad y representación. Lo que le interesa subrayar es que, pese a los colores de la imagen, él nunca fue pelirrojo. De hecho, lo escribió detrás del retrato para prevenir a la posteridad de un error que podría ser imperdonable: "Yo nunca tuve los cabellos rojos".

Schopenhauer1Eso es lo que pasa cuando se va de visita a casa de un personaje célebre, que se le conocen las costuras. Savater pone en escena a lo largo de la conversación entre el viejo y la joven todas sus minúsculas vanidades, el afán del anciano por seguir despertando admiración, su gusto por la frase afilada y rotunda que produzca un impacto inmediato. Y la muchacha se deja seducir: celebra las ocurrencias del personaje, le aplaude las gracias, permanece a su lado. Pero ella está en otra historia y, en cuanto aparece Rodrigo de Zuñiga, el viajero español que visita a Schopenhauer (en la imagen) para pedirle autorización para traducir su obra, no tendrá inconveniente en aceptar los traviesos toqueteos que le prodiga el recién llegado, mientras reclaman la presencia de un espíritu y han tenido que apagar las luces.

En 1850, el filósofo había concluido Parerga y Paralipomena, los escritos en los que estuvo sumergido seis años. Volvía a ocuparse en estos de las grandes cuestiones de El mundo como voluntad y representación y trataba flecos de su pensamiento que no había terminado de desarrollar. Por el tono próximo que utiliza ahí, Safranski considera que se trata de su "filosofía para el mundo". "A medida que conozcamos bastante bien la superficialidad y la futilidad de los pensamientos, los límites reducidos de las nociones, la mezquindad de los sentimientos, lo absurdo de las opiniones y el número considerable de errores que se cobijan en casi todos los cerebros, y a medida que aprendamos por experiencia con qué desprecio se habla en ciertas ocasiones de cada uno de nosotros...", escribió Schopenhauer en ese libro, entonces... "atribuir mucho valor a la opinión de los hombres es hacerles demasiado honor".

También Savater recoge en El traspié ese afán del pensador por quitarle vuelo a las absurdas pretensiones de los hombres. Hay un momento, cuando se interesa por Larra ante Zuñiga, en que Schopenhauer manifiesta su rechazo radical del suicidio. Dice que es "un pecado de optimismo", y afirma después: "Quien se mata da la más universal y estéril de las conclusiones a una ínfima turbación personal. Quiere hacer de su retortijón de tripas todo un destino, en lugar de admitir cuerdamente que cada cual no tiene más destino que los retortijones de sus tripas". Ha quedado claro, ¿verdad? No, no se pierdan esta deliciosa pieza, donde las criaturas humanas tan bien retratadas quedan. Asumámoslo: no hay otro horizonte que el retortijón de tripas. Así que paciencia y buen humor.

El País

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