Los personajes que estuvieron el martes de la pasada semana en el escenario del Teatro Real de Madrid lo pasaron francamente mal. Fue uno de los días en que se representaba la puesta en escena que el director de cine Michael Haneke ha hecho de Così fan tutte, la ópera de Mozart estrenada en enero de 1790, con dirección musical de Sylvain Cambreling (el día 12 dirigió la orquesta su asistente, Till Drömann). Ya conocen la historia: dos muchachos un poco sobraditos aceptan el reto de un filósofo travieso de poner a prueba la fidelidad de sus amadas. Los chicos están convencidos, claro, de que las chicas los adoran, y de que jamás los traicionarán. Don Alfonso piensa en cambio que las pasiones tienen un componente volátil y que, a poco que se moleste, se va a embolsar los 100 cequíes de la apuesta ya que siempre es más fácil caer en la tentación que resistirse a ella. Así que se pone manos a la obra con Despina, la doncella de las damas, y juntos van armando la trama en que va a producirse el enorme patinazo de unos jóvenes que se pasan buena parte del tiempo sufriendo. Sufren de retortijones, podría decirse a la manera de Schopenhauer: la vida está llena de complicaciones, convendría no complicarla más. Y luego está Haneke. Es posible que otro artista pudiera tomarse más a la ligera el asunto. Es una apuesta, es una broma, son cosas que pasan, todos estos líos amorosos son moneda corriente. Pero el director de películas como Cinta blanca o Amor es amigo de la cosa tremenda, y tampoco está mal que así sea. El caso es que convierte esa trivial historia en una sacudida existencial. Toma el meollo de la cuestión y hace que sus personajes se sumerjan en él. ¿Puede el amor de verdad ser duradero?, ¿qué consistencia tienen los compromisos?, ¿existen afinidades espirituales profundas que pueden dinamitar los lazos que vienen de lejos?, ¿por qué es tan fácil regocijarse con lo grato y tan difícil mantener la palabra?
Si en las indicaciones que hizo Lorenzo da Ponte en el libreto de Così fan tutte sugería un montón de escenarios –el interior de un café, el jardín de una villa a orillas del mar, una habitación amueblada y con sillas, una sala riquísima…–, Haneke los reduce de un plumazo a uno solo. La casa, la habitación única, valga decir tus propias tripas: así que pone toda la atención en los retortijones. Mozart lo permite todo. Su música puede ser perfectamente ligera, pero también es capaz de abrirse a los abismos más sombríos. El montaje de Haneke apunta a estos últimos. Por eso los muchachos que estuvieron en el escenario del Teatro Real el pasado martes lo pasaron tan mal. Celebran convencidos el amor, tanto de los chicos a las chicas como de las chicas a los chicos, hacen aspavientos sobre la hondura y duración de sus sentimientos, se ufanan de la seriedad de sus intenciones y, poco a poco, van comprobando que tanta palabrería es humo, que son capaces de amar a otra, que nada cuesta al fin la traición y la pura celebración del presente. Don Alfonso y Despina se comportan como dos diablillos laicos: facilitan las tentaciones para que las criaturas caigan. Juegan con ventaja: conocen la naturaleza humana.
"Mozart retrata un mundo lucreciano amoral, en el que el poder tiene una lógica propia no domesticada por consideraciones de piedad o verosimilitud", escribió Edward W. Said en el comentario que hizo del montaje de Peter Sellars de Così fan tutte, y que está recogido en Música al límite (Debate; traducción de Efrén del Valle). Y Eugenio Trías, que adoraba esta ópera –"esta pieza extravagante, magníficamente cínica, deliciosa en su inocuidad banal, asistida por la naturaleza sencillamente sublime de la composición musical…"–, apuntó en La imaginación sonora (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg) que Fiordigili, una de las chicas, es el personaje esencial: "Sólo sabe vivir de forma convulsiva su infidelidad, que se le presenta con todo el dramatismo de una caída y de una falta moral".
Haneke consigue transmitir todo ese dramatismo con una propuesta que sabe penetrar con finura en los vertiginosos cambios de unos jóvenes que pierden la inocencia. En su lectura las criaturas de Mozart y Da Ponte van pasando por esos instantes de extrema credulidad y máximo desconcierto fuertemente tocados por sus íntimos retortijones. Desarmados, frágiles, perdidos en las artimañas de Don Alfonso y Despina. Sobre todo Fiordigili, y más en ese momento, el más importante de la trama, en que se quiebra y se rinde: "Por piedad, amor mío, perdona el error de un alma enamorada…". Los sutiles manejos de Don Alfonso y Despina forman parte de un juego perverso, pero en ese juego hay quien se asoma al precipicio. Y comprende seguramente que la vida está hecha de muchos finales que, como decía Trías refiriéndose a Così fan tutte, "nada finalizan".
Hay 4 Comentarios
Me encantaría verla.
Hace poco pude ver por gentileza de tve2, todo hay que decirlo, "La cinta blanca".
Me encantó cómo trata el mal y la perversión. Y cómo quienes detentan el poder o la autoridad moral silencian y perpetúan. Cómo eligen a sus cómplices.
Poco importa el espacio-tiempo de la obra. Todos hemos asistido y formamos parte de este sistema.
Publicado por: Belén Mtnez. Oliete | 24/03/2013 14:44:00
que grande es Haneke...
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Publicado por: Bohiles | 22/03/2013 14:11:00
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Publicado por: Barco | 21/03/2013 18:34:20