El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Desamparados

Por: | 25 de abril de 2013

Es una obra antigua y conocida, pero sigue estando tan viva que vuelve a merecer la pena acudir a verla. El Centro Dramático Nacional ha estrenado hace unos días Esperando a Godot, de Samuel Beckett, en la versión que hizo en su día Ana María Moix. La ha dirigido Alfredo Sanzol y la interpretan actores tan llenos de recursos como Juan Antonio Lumbreras o Pablo Vázquez, entre otros. La vieja historia se desarrolla en ese escenario que Beckett definió así con su habitual laconismo: "Camino en el campo, con árbol". Ahí tienen lugar las peripecias de sus criaturas, que no son gran cosa: afanarse por una china en el zapato, comer una zanahoria, pasar el rato. Desde el primer instante, los diálogos circulan velozmente, a veces como si los actores jugaran una partida de tenis: pim-pam, pim-pam, pim-pam. Hablan de sus minúsculas complicaciones, pero tocan también asuntos de calado. Nadie mejor que Beckett para diagnosticar la miserable condición humana al mismo tiempo que convoca una carcajada. ¡Sus criaturas!: todas ellas —se llamen Molloy o Malone, Mercier o Camier, Watt, Vladimir o Estragon— son impecables siempre a la hora de expresarse, en el momento de verbalizar las complicaciones que van encontrando, y al mismo tiempo están desamparadas. En Esperando a Godot confluyen dos viejos amigos que llevan tiempo juntos y que, de tanto en tanto, se siguen preguntando si no deberían separarse, y otros dos, que se relacionan reproduciendo la vieja dialéctica del amo y el esclavo. Ahí los tienen: están en el camino (con árbol) y conversan. ¿Son vagabundos que no tienen donde caerse muertos? ¿O una especie de payasos que despliegan su ingenio camuflados en medio de la nada? 

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Es una obra antigua y conocida, pero resulta que hay quienes todavía no la han visto. Y hacen mal. Beckett está metido en todos los libros de texto y le dieron el Premio Nobel y tiene la fama asegurada por haber dinamitado convenciones y lenguajes, pero es que su obra mantiene la frescura porque supo poner la risa en el centro de la mirada con la que barruntamos la muerte y el fracaso. Y lo mejor de Beckett siguen siendo sus palabras, una detrás de otra. Dice Vladimir: "Es cierto que si pesamos el pro y el contra, quedándonos de brazos cruzados, honramos igualmente nuestra condición. El tigre se precipita en ayuda de sus congéneres sin pensarlo. O bien se esconde en lo más profundo de la selva. Pero el problema no es éste. Qué hacemos aquí, éste es el problema a plantearnos. Tenemos la suerte de saberlo. Sí, en medio de esta confusión, una sola cosa está clara: estamos esperando a Godot".

No se puede tener mayor elegancia para dar noticia de la catástrofe (la larga espera y la nada). Beckett adoraba a Buster Keaton y nunca está de más acordarse de ese detalle: limpieza en las formas, economía de medios, una querencia extrema por lo más austero y sencillo. Nada de sentimentalismos gratuitos. "A caballo entre una tumba y un parto difícil", dice también Vladimir. "En el fondo del agujero, pensativamente, el sepulturero prepara sus herramientas. Hay tiempo para envejecer. El aire está lleno de nuestros gritos".  

Cuenta Anthony Cronin en la biografía que hizo de Beckett que compuso Godot en un tiempo "asombrosamente breve": "El cuaderno escolar en el que se escribió a toda velocidad y sin apenas enmiendas lleva la fecha del 9 de octubre de 1948 en la primera hoja y del 29 de enero de 1949 en la última". Nada más que un suspiro. Y, mientras tanto, hay tiempo para envejecer. Así que se recuerdan diferentes montajes de Esperando a Godot, como si hubieran estado ahí como un espejo al lado del camino (con árbol): para recordarnos nuestra irrelevancia. Hubo, hace ya muchos años, una puesta en escena que hizo Víctor Ruiz para una compañía de aficionados, Taedra: en verdad que fue maravilloso el Vladimir que compuso para ese montaje Juan Ramón Lodares, cuando todavía ni había pensado dedicarse a la filología, ni barruntaba escribir los libros sobre nuestra lengua que le dieron fama y prestigio. En fin, ya lo saben: "El tigre se precipita en ayuda de sus congéneres sin pensarlo. O bien se esconde en lo más profundo de la selva". O una cosa, o la otra.

Cuestión de vida o muerte

Por: | 23 de abril de 2013

En septiembre de 1975, el periodista polaco Ryszard Kapucinski se instaló en el Hotel Tívoli de Luanda. Quería contar qué pasaba en Angola poco antes de que el país declarara su independencia. Y lo que pasaba era una guerra civil. Los acuerdos de Alvor, de enero de ese año, establecieron que los últimos contingentes portugueses iban a abandonar el país el 11 de noviembre y que, hasta entonces, estaría al frente un gobierno provisional con representación de los distintos grupos que llevaban tiempo luchando y preparándose para ese momento: el Movimiento para la Liberación de Angola (MPLA), de tendencia comunista; y el Frente Nacional para la Liberación de Angola (FNLA) y la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA), escorados hacia la derecha. No duraron mucho juntos: a los cinco meses, los dos últimos grupos abandonaron el gobierno, cuando las grescas entre unos y otros ya habían empezado. Cuando llega Kapuscinski, Luanda y la mayor parte del territorio de Angola están en manos del MPLA, pero tanto las fuerzas del FNLA como de UNITA combaten para arrebatarles ese dominio. Un día más con vida (Anagrama, 2003; traducción de Agata Orzeszek), que muchos consideran el mejor libro del reportero polaco, sintetiza en tres partes y una coda aquellos vertiginosos días. En la primera, Kapuscinski describe Luanda, una ciudad casi fantasmal, medio abandonada a la deriva, donde miles y miles de portugueses hacen sus cajas para irse para siempre, y donde cada vez escasea más la comida y los servicios indispensables dejan de funcionar (policía, bomberos, basureros). En la segunda va al frente: primero al más próximo, donde ya advierte que buena parte de los combatientes son niños, y luego al sur. Es allí donde se entera de que fuerzas sudafricanas van a invadir el país para echar al MPLA. La tercera parte recoge lo que va pasando durante las últimas semanas: el avance sudafricano, la llegada de los cubanos, la fiesta de la independencia. Kapuscincki abandona Angola poco después. Su trabajo ha terminado: "Ganarán los del país pero la cosa aun durará lo suyo, y yo estoy al límite de mis fuerzas", escribe en un telex que envía a la PAP, la agencia polaca para la que trabaja. La coda del libro aporta algunas pistas para acercarse a aquella terrible guerra, que se prolongaría aún muchos años. 

Kapuscinski angola 1975
No hay en el libro ningún análisis detallado sobre las fuerzas políticas que se baten, ni tampoco le preocupa a Kapuscinski dibujar las líneas internacionales que gravitan sobre lo que está ocurriendo. Lo que quiere transmitir es lo que está pasando sobre el terreno, cómo son los hombres y las mujeres que se están batiendo a muerte para romper con el círculo infernal de la colonización (en la imagen, una fotografía que Kapuscinki hizo durante su estancia en Angola en 1975, y que formó parte de la exposición África en la mirada, de la Asociación de Periodistas Europeos), cuán duro es el terreno, de qué pertrechos disponen, cómo un par de tipos pueden ser indispensables en una situación desesperada. La guerra en estado puro. "Sólo puedes sobrevivir si no te apartas de la carretera, aunque si vas por ella, te expones a morir", le explica uno de sus acompañantes. "Hay que aferrarse a la carretera a pesar de que, evidentemente, es ahí donde se puede caer en una emboscada. Así es, pero no hay otra salida, es decir, las salidas ideales, perfectas, no existen".

Los adversarios solo se reconocen en el último momento, no hay información, se puede morir de la manera más estúpida, reina el desorden. Así que cualquier puesto de control puede ser fatal. Los destacamentos son minúsculos, hay lugares que se toman y se pierden varias veces en unas cuantas jornadas, la violencia es brutal. "En Europa", le cuenta al periodista otro de los jefes, "me enseñaron que el frente significa trincheras y alambradas que marcan una línea clara y nítida".  Y luego le dice que en esa guerra "el frente está en todas partes y en ninguna", que "no forma líneas sino puntos, que además son móviles". "Ahora somos un frente potencial de tres personas que se dirige al norte", añade.

"Una guerra pobre, ataviada con una traje de percal barato", así la definió Kapuscinski. Un día más con vida tiene la intensidad del relato de un superviviente: las cosas pudieron ocurrir de una manera más trágica. Ahora que en la Casa del Lector se exhiben las fotos del reportero sobre su viaje a la antigua Unión Soviética, no viene mal volver sobre este y otros de sus libros. "Uno de sus rasgos más característicos", dijo sobre el reportaje de guerra en una entrevista, "es que exige de su autor un enorme grado de implicación personal". Es decir: "Para poder escribir sobre la guerra, el reportero tiene que hallarse en el centro de la misma y, por consiguiente, exponerse a todas sus consecuencias. A las situaciones de gran tensión, al fragor de las batallas, etc., se añade la incuestionable necesidad de 'escoger bando', con lo cual su objetividad queda excluida por definición. Es cuestión de vida o muerte". Seguramente ese es el precio que hay que pagar para acercarse al corazón del infierno.

Ni fuerzas para alegrarse

Por: | 12 de abril de 2013

“El zar no sólo es el propietario, el dueño de Rusia y de todos los rusos, por la tradición medieval, sino que por la teoría de los legisladores es, en cuanto zar, el único y perpetuo representante de la nación; e incluso por la doctrina de los teólogos es, como David, el delegado especial de Dios sobre la tierra", escribió el escritor y diplomático José María Eça de Queirós en uno de los textos que publicaba en un periódico brasileño a finales del siglo XIX y que está recogido en Desde París (Acantilado, traducción de Javier Coca y Raquel R. Aguilera). Un buen día llegaron los bolcheviques con la idea de acabar de una vez con esa calamitosa injusticia, con ese tremendo despropósito. Tomaron el poder en 1917, se afanaron por cambiarlo todo. En la primavera de 1989, su aventura empezó a irse a pique: el comunismo se estaba cayendo a trozos en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y el periodista polaco Ryszard Kapuscinski decidió ir allí para contarlo. En su primera parada, Moscú, fórmula ya un implacable diagnóstico: "El bolchevismo es, evidentemente, otro impostor, pero es un impostor que va más lejos: ya no solo es la encarnación terrestre de Dios. Es el mismo Dios". Lo hace mientra revela las características de un monumental proyecto que tuvo Stalin, el Palacio de los Sóviets, una inmensa mole coronada con una gigantesca estatua de Lenin (para que se hagan una idea, su dedo índice iba a medir seis metros). No llegó a construirse nunca. Antes del fracaso, para arrancar con su plan, Stalin ordenó para hacerle un hueco en una zona muy próxima al Kremlin que se destruyera el Templo de Cristo Salvador. Se trataba de otra colosal construcción que el zar Alejandro I puso en marcha en el otoño de 1812 y que sólo consiguió inaugurar Alejandro III en mayo de 1883. El nuevo orden acabó a dinamitazos con aquella magna obra en solo cuatro meses para no poner, finalmente, nada en su sitio. Con esa historia, se inicia la segunda parte de Imperio (Anagrama, 1994; traducción de Agata Orzeszek), el libro de Kapuscinski sobre la antigua URSS. La Casa del Lector ha inaugurado hace unos días en Madrid una exposición que reúne parte de las fotografías que hizo el reportero y escritor durante aquel largo viaje.

000035Kapuscinski se propuso recorrer las quince repúblicas de la URSS y, para no engañar a nadie, tituló esa parte de su libro A vista de pájaro. Estuvo viajando entre 1989 y 1991. Ereván (Armenia), Tbilisi (Georgia), Bakú (Azerbaiyán), Vorkutá (Komi), Ufá (Bashkiria), Irktusk, Yakutsk o Magadán en Siberia, la conflictiva Nagorny Karabaj, el Turkestán, Kíev (Ucrania), San Petersburgo o Minsk (Bielorrusia) fueron algunas de sus paradas. Miles y miles de kilómetros, cientos de anécdotas. Pasó momentos de peligro, mucho frío, conoció parajes de una belleza sobrecogedora. Imperio está lleno de las historias de gente muy diversa (como las de la foto, en Moscú, 1991) y también da cuenta de la terrible historia del comunismo. Observa que la gente ha recuperado la palabra, que empieza a superar el miedo, pero también advierte: "El llamado hombre soviético es, sobre todo, un hombre cansado hasta el agotamiento, así que no debe sorprendernos que no tenga fuerzas ni para alegrarse por la recién recuperada libertad".

Imperio no pasa por ser de los mejores libros de Kapuscinski. Otro periodista polaco, Mariusz Wilk, se mostró muy crítico en Diario de un lobo. Pasajes del mar Blanco (Alba, 2009; traducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg), su libro sobre las islas Solovki, la sede de la más antigua prisión política zarista y del primer campo de trabajo de la época comunista. "La brillante idea de darse una vuelta por toda la Unión Soviética", escribe; "es también una empresa superficial, abocada a convertirse en diagnósticos simplistas, en esbozos e imágenes simbólicas, entre las cuales el autor va introduciendo sus impresiones de viaje, a menudo poco precisas".

"El lager era una estructura ideada con sadismo a la vez que con precisión cuyo objetivo consistía en destruir y aniquilar a la persona de tal manera que ésta, antes de morir, experimentara los peores sufrimientos, humillaciones y tormentos", apunta Kapuscinski cuando visita Kolymá ("junto a Auschwitz, el peor lugar del mundo"). Artur Domoslawski, responsable de la biografía Kapuscinski non-fiction (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2010; traducción de F. J. Villaverde González y A. Orzeszek), dice sobre Imperio que "algo desafina en este libro". Señala la brutal dureza de Kapuscinski con el comunismo frente a las ruinas de su proyecto hecho añicos y no consigue comprender cómo él mismo pudo participar de esa ideología hasta los años ochenta, cuando abandonó el Partido. Tuvo una oportunidad de explicarse, y no lo hizo, observa. Imperio está ahí: quizá la detallada crónica que Kapuscinski hace de su descenso a los infiernos sea, a la postre, su manera de hacer cuentas con su propio pasado.

Camino a la muerte

Por: | 03 de abril de 2013

Hay un momento en Amor, la película de Michael Haneke, en que Georges (Jean-Louis Trintignant) le cuenta a Anner (Emmanuelle Riva) un episodio de infancia. Lo habían dejado ir a ver una película solo y, cuando regresaba a casa, uno de los muchachotes del barrio le preguntó qué había hecho. Era un chaval un tanto fanfarrón, le imponía respeto. Le respondió que venía del cine, quiso dejarlo ahí. Pero el otro insistió. Así que no tuvo más remedio que confesarle que la película lo había emocionado y, según se la iba contando, empezó a llorar. Georges ya no recuerda el argumento, le quedan solo los sentimientos. Y observa que cuando recordaba lo que había visto en la pantalla, la emoción iba creciendo. Por eso terminaron por saltársele las lágrimas. ¿Y qué dijo el muchacho?, le preguntó entonces Anner. Seguramente se rió de mí, le contesta el anciano.

Amor haneke
Volver a contar las películas, acordarse de sus secuencias, recuperar las emociones, intentar traducirlas. Vana tarea. Lo que Haneke cuenta en Amor, además, no siempre es agradable. Georges le dice a su hija, que ha ido a visitarlos para interesarse por la salud de su madre, que hay cosas que es mejor no conocer. La enfermedad, la decadencia, el lento y desgarrador camino hacia la muerte. No, no debería verlo, insiste. La hija quiere ayudar, facilitar las cosas, poner un poco de orden en el desastre. Pero no existe manera de detener lo inevitable. Así que mejor que los dejen solos, le pide Georges.

A veces la tarea de morirse es particularmente dura: se van perdiendo las referencias y ya no hay manera de conservar la pose que uno construyó durante tanto tiempo. ¿Qué margen de maniobra queda entonces? Haneke ha dicho que hizo Amor porque quería preguntarse cómo se puede lidiar con la muerte de un ser querido. La película se abre con un concierto. Georges y Anner escuchan a un discípulo de la anciana y suenan las primeras notas del Impromptus nº 1 en do menor. La melancolía de Schubert se apropia desde ese instante de la historia. En Op. Posth., el texto que Juan Benet escribió sobre el compositor vienés, y que está incluido en Puerta de tierra (cuatro ediciones, 2003), el autor de Una meditación observa que a partir de 1823, cinco años antes de su muerte, Schubert se dedica a escribir solo "música para sí mismo". "Quizá la primera obra que tiene ese carácter de total intimidad", comenta, "es la Sonata para piano en La menor núm. 14, compuesta en febrero de 1823, en un momento en que ya había comprendido que su salud estaba arruinada para siempre y que constituye, para Cushman, 'la premonición en términos musicales de la amargura y de la rebelión que sólo más tarde había de dar paso a la resignación". Los Impromptus los compuso Schubert en 1827, ya mucho más cerca del final (murió el 19 de noviembre de 1828), así que están empapados ya del aroma del abismo. Benet se concentra al final de su ensayo en la Sonata en sol mayor (1826) y observa: "Traducido al lenguaje banal de las ideas la primera exposición, para mí tengo, quiere decir algo así como 'Las cosas son como son, el mundo es como es' que, en la segunda exposición, se transforma en algo como 'Y siendo el mundo como es está bien que así sea'...". La inevitable aceptación de lo que hay.

Como si siguiera los dictados de Schubert, Haneke coloca a sus criaturas en el borde del precipicio y, de alguna manera, también ellos aceptan que el mundo es como es, y que puede ocurrir que de un día para otro las cosas se tuerzan. Benet apunta que Schubert en el segundo tema va ya resbalando hacia la melancolía: sí, el mundo es y está bien que sea, pero para qué le sirve ese orden al hombre desgraciado. La lógica inescrutable de lo peor se instala pronto en Amor. El abrumador peso del dolor y el deterioro lo invade todo. "Estando las cosas así ¿de qué sirve hacer nada? ¿qué finalidad puede tener el desorden del alma", escribe Benet a propósito de Schubert, y es como si escribiera refiriéndose a Haneke y a sus ancianos. Ahí, cuando se ha tocado fondo, no hay otra que seguir adelante y aguantar la tormenta. A Georges ya sólo le queda "ayudarle a buscar el camino del menor sufrimiento". De ese gesto de afirmación en medio de la futilidad de todo trata la película de Haneke. Benet, por su parte, ha ido siguiendo todos los meandros de la composición de Schubert. El afán de entretenerse para no caer, el coraje de permanecer cuando no quedan agarraderas. Al final señala a ese "yo malherido que se aproxima a la muerte desengañado de toda medicina". No las hay, no las hubo ni las habrá. Si es verdad lo que Georges le dice a su hija, que no es bueno asomarse al desmoronamiento final, ¿por qué Haneke se ha empeñado en relatarlo con tanta minucia? Quién sabe, quizá porque una forma de entender el amor sea situándolo en ese límite: cuando el viejo Georges consigue reconocer que la tonada que entona con torpeza la vieja Anner, ya desahuciada, es una melodía de infancia y se pone a tararearla con ella.

El País

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