El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

La vida corriente

Por: | 30 de mayo de 2013

El intelectual sostenía que beber en público era una muestra de mala educación, así que cuando quería emborracharse se metía en su habitación, cerraba la puerta y se ventilaba a solas el contenido de una botella. Ryszard Kapuscinski escribe que entonces escuchaban "el ruido sordo de un cuerpo que caía desplomado sobre el suelo", y añade: "nunca le dio tiempo de llegar a la cama". La anécdota la cuenta en las primeras páginas de La guerra del fútbol (Anagrama, 1992; traducción de Agata Orzeszek), donde describe la vida en el Hotel Metropol, esa suerte de balsa con habitaciones en la que se instaló al llegar a Acra, la capital de Ghana, en 1960. El intelectual formaba parte del paisanaje habitual de aquel sorprendente lugar y era amigo de contar chistes y de enseñarle al grupo de íntimos una fotografía de su novia, una dama ya mayor. "Vive en California", les decía, "y lleva quince años esperándome. Esperará otros quince y se morirá. Pero la muerte no es tan terrible. Sólo hay que estar suficientemente cansado". Los libros de Kapuscinski están llenos de gente así. Tipos entrañables, con una visión muy particular de las cosas y con unas vidas que nada tienen que ver con las de las gentes que tratamos habitualmente en Occidente. La fuerza de su pulso narrativo, su capacidad de observación, la empatía con que se acerca a cuantos va conociendo, sus afanes por convocar la ternura y la risa, su gusto por la exageración…: todo eso forma parte del mejor bagaje del reportero polaco y, seguramente, sus libros se conservarán a la larga mejor por estas virtudes que por su trabajo estrictamente periodístico. Este último estuvo en su día muy condicionado por los avatares políticos del tiempo que le tocó vivir, el de la Guerra Fría siendo un ciudadano de la Polonia comunista, y eso termina a la larga notándose. Fue, sin embargo, su vocación de informar la que lo llevó a conocer los lugares más remotos del mundo. Y lo que quiso siempre fue ir a "la esencia de las cosas". Por eso reparó en las personas y en sus asuntos, y por eso se ocupó de dar cuenta de ellos. Trató de la vida corriente de la gente corriente. Con una mesa redonda en la que participaron el martes distintos periodistas españoles se cerraron en la Casa del Lector las actividades paralelas que se programaron con motivo de la exposición que reúne algunas fotografías del viaje que hizo Ryszard Kapuscinski por la Unión Soviética a principios de los años noventa.

Kapuscinki carles ribas
En 1956 Kapuscinski (la foto es de Carles Ribas) salió por primera vez de Polonia. No había cumplido aún 25 años y llevaba ya un tiempo obsesionado por "cruzar la frontera". Su sueño era simplemente pisar el suelo de Checoslovaquia, pero un día le comunicaron en el Estandarte de la Juventud, el periódico en el que trabajaba, que se preparara para irse a la India. El episodio lo recoge en Viajes con Heródoto (Anagrama, 2006; traducción de Agata Orzeszek) y explica que su jefa lo condujo entonces a su despacho y que allí le regaló el célebre libro del historiador de Halicarnaso. La influencia que su lectura iba a tener en el trabajo del periodista fue enorme. Heródoto también fue amigo de poner mucha atención en las cosas que suelen preocuparles a los mortales, las que los motivan y los conmueven. No hay que avanzar muchas páginas en Los nueve libros de la historia para encontrarse con lo que le sucedió al rey Candaules. Estaba tan enamorado de su mujer que no cesaba de hablarle de su belleza a uno de sus guardias, Giges, e insistió en que tenía que verla desnuda. Lo obligó a esconderse cerca de su habitación para que observara como, poco a poco, iba quitándose la ropa antes de dirigirse al lecho. Así lo hizo, pero la reina consiguió verlo de pasada y se enfureció contra su marido, aunque no se lo hizo notar. Al día siguiente llamó a Giges y lo obligó a elegir entre dos opciones: o mataba a su esposo y la poseía, o ella se encargaba de que lo mataran a él. Giges se inclinó, como resulta bastante lógico, por la primera de las propuestas.

Como en su día hiciera Heródoto con las vidas de las autoridades de los reinos de su época, Kapuscinski se sumerge en las cosas de aquellos a los que encuentra en sus viajes. Muchas veces esos tipos sencillos son los auténticos protagonistas de sus historias. En Un día más con vida (Anagrama, 2003; traducción de Agata Orzeszek), donde relata la guerra e independencia de Angola, se fija por ejemplo en la importancia que tienen Ruiz, el portugués "vivaracho" que pilotaba el único avión que tenía el MPLA en Luanda, o Alberto Ribeiro, un ingeniero que velaba porque siguiera funcionando, a pesar de los ataques enemigos, la estación de bombeo que proveía de agua a la capital cercada.

Y está Ébano (Anagrama, 2000; traducción de Agata Orzeszek y Roberto Mansberger Amorós), donde reunió buena parte de las historias que le tocó vivir en África. Habla de la independencia de Ghana y de su líder, Kwame Nkrumah; del golpe de Estado de Idi Amín en Uganda, de las atrocidades de Ruanda, de la vieja historia esclavista de Zanzíbar, y más y más. Describe los síntomas de la malaria que padeció y los pinchazos que recibía cuando pilló la tuberculosis, además de referirse a las veinticuatro pastillas que consumía entonces al día. Escribe de leones, elefantes, de una cobra que estuvo a punto de merendárselo. Observa que en África "todo es provisional en grado sumo, inestable, liviano y precario...". Y, bueno, cuenta de la gente corriente que encontró. Un día estaba varado en el oasis de Oudane, en el Sahara, al noreste de la capital de Mauritania, Nuakchot. Quería salir de allí y esperaba que pasara alguien. Llegó un camión, un Berlier inmenso, bajó el chófer: "un árabe descalzo y de tez oscura, ataviado con una larga galabiya de color añil". Lo invitó a subir, partieron. No sabía dónde iban, sólo había arena. De pronto falló el motor, ahí en mitad del desierto. A Salim le costó averiguar cómo abrir el capó, luego "se encaramó al guardabarros y se puso a contemplar el motor, pero miraba aquella enmarañada construcción como si la viese por primera vez en su vida". Al rato ya lo había desarmado todo, "destornillaba las tuercas y quitaba los cables, y todo ello sin ton ni son, como un niño que, furioso, rompe un juguete que se niega a funcionar". Permítanme, ése es el mejor Kapuscinski. El que describe al intelectual, el que reconstruye su odisea en el desierto con Salim. El de la vida corriente, el de los hombres sencillos.   

El círculo del desamparo

Por: | 23 de mayo de 2013

En la última parte de El Sha o la desmesura del poder (Anagrama, traducción de Agata Orzeszek), Ryszard Kapuscinski se ocupa de teorizar sobre la revolución. Las hay por asalto y las hay por asedio, explica por ejemplo. Escribe: "La revolución puso fin a la soberanía del sha". Así empieza el tramo final de ese libro que levanta acta del final de una época. El cambio que se produjo entonces en Irán sigue aún hoy su curso y el régimen permanece tutelado por los ayatolás en uno de los países donde más estrechamente están trenzados el poder religioso y el estatal. ¿Se dio cuenta Kapuscinski de lo que aquella revolución inauguraba? ¿O estuvo, más bien, fascinado por la emergencia de aquella masa que había perdido el miedo y que se enfrentaba, por decirlo de alguna manera, desnuda al fuego de las armas del poderoso ejército del sha? "Marchan los hombres, pero tampoco faltan mujeres con niños”, apunta. "Visten de blanco. Ir vestido de blanco es estar preparado para la muerte". Y más adelante: "Es una multitud que avanza directamente hacia los tanques sin aminorar la marcha, sin detenerse, una multitud hipnotizada, ¿hechizada?, ¿sonámbula?, como si no viese nada, como si se moviese por una tierra desértica, una multitud que ya ha empezado a entrar en el cielo". Cuando todo terminó, cuando el sha había abandonado ya Irán y la revolución triunfante daba sus primeros pasos, Kapuscinski se pregunta: "¿Y luego? ¿Qué pasó luego? ¿Qué debo escribir ahora? ¿Sobre cómo termina una vivencia intensísima? Porque una rebelión es una gran vivencia, una aventura del espíritu". Observa entonces que "la rebelión nos libera de nuestro propio yo, de nuestro yo de cada día, que ahora se nos antoja pequeño, desdibujado y extraño". Y, en ese contexto, "nos vemos capaces de comportarnos de una manera tan noble que nos quedamos boquiabiertos de admiración ante nosotros mismos". Lo que dejó impactado al periodista polaco fue, sobre todo, el estallido de un pueblo contra el tirano. El gesto de decir basta. Así que cuando todo hubo acabado, Kapuscinski constata que esa suerte de efervescencia mística se ha apagado y que cuantos se han enfrentado al sha, y lo han derrotado, empiezan a moverse en lo que denomina "el círculo encantado del desamparo".

Mohamed Reza PahlaviLa construcción de El Sha tiene las marcas características del genio periodístico de Kapuscinski. El libro se inicia en la habitación de un hotel donde reina el desorden. Un montón de recortes de periódico resumen lo que acaba de ocurrir. El sha se ha ido. En una mesa redonda, el caos es espectacular: "fotografías de distintos tamaños, cassettes, películas de ocho milímetros, boletines, fotocopias de octavillas, todo amontonado, mezclado como en un mercado viejo, sin orden ni concierto". Las vertiginosas jornadas que acaban de tener lugar, los muertos, las muchedumbres exaltadas, las ruinas del campo de batalla: todo está aún demasiado vivo. Y, de pronto, Kapuscinski toma la palabra y empieza la narración de cuanto ha ocurrido. Ha cogido una fotografía. La describe. "Se ve en ella a un soldado que sostiene con la mano derecha una cadena; a la cadena está atado un hombre". Es el año 1896 y ese soldado es el abuelo de Mohamed Reza Pahlevi (en la imagen). El hombre que lleva con una cadena es el asesino del sha Naser-ed-Din. Se dirigen caminando desde Qom a Teherán, donde el prisionero va a ser ejecutado. El desafío del soldado es que no se le muera por el camino.

Fotografías, notas, libros, cassettes... Kapuscinski va ordenando una detrás de otra las piezas de ese caótico material que tiene sobre la mesa del hotel y reconstruye cuando ha ocurrido en Irán hasta el estallido de la revolución. Se refiere a la voluntad de Reza Khan (el hijo de aquel soldado) por modernizar el país en los años veinte, una vez que ha tomado el poder y que de oficial de las Brigadas de los Cosacos de Persia se ha convertido en sha. Cambia el nombre del país, obliga a la gente a vestir a la europea, va reuniendo de paso una fortuna descomunal. Durante la Segunda Guerra Mundial no oculta sus simpatías por los alemanes, pero su ejército es incapaz de contener en 1941 el avance de las tropas soviéticas y británicas. Los aliados lo echan del poder. Lo sucede su hijo, tiene 22 años, se llama Mohamed Reza Pahlevi.

Ese es el sha al que se refiere el libro. Un tipo amante del lujo y de los deportes, al que le encanta pasearse por Europa. Cuentan que su primera mujer, Fawzia, se bañaba en leche. Con la segunda, Soraya, se lo ve en Roma en 1953 tras haber abandonado Irán, atemorizado por la deriva del Gobierno que preside Mossadegh y que ha nacionalizado el petróleo. Es entonces cuando la CIA lo ayuda a derrocar a su enemigo. A su regreso pone en marcha una brutal represión y crea la Savak, la policía secreta que lo ayudará a gobernar con mano de hierro y a sostener sus delirantes proyectos de modernización cuando en 1973 sube el precio del petróleo. Kapuscinski no ahorra detalle a la hora de describir las terribles maneras de la Savak. Y tampoco tiene empacho es mostrar el fracaso del sha a la hora de importar los avances tecnológicos de Occidente. Poco a poco va acercándose a la revuelta que se gesta contra el tirano. La va siguiendo de la mano de Mahmud Azari, un hombre que regresa a Teherán a principios de 1977 y que llevaba viviendo ocho años en Londres donde trabajaba como traductor. En un momento dado, éste escucha una cassette con la voz del ayatolá Jomeini llamando a la rebelión. "Aquel día comprendí que en derredor mío se extendía un mundo diferente, clandestino, que desconocía y del que no sabía casi nada", observa el guía de Kapuscinski. Es ese mundo clandestino el que dará el golpe definitivo. Cuando la revolución triunfa, empiezan las trifulcas entre los que la protagonizaron. En ese círculo del desamparo que sucede a la victoria, se imponen los "barbudos". Nace la república islámica. Jomeini regresa y empieza la venganza. Y Kapuscinski, demasiado fascinado por la revolución, parece que no se ha enterado realmente de nada.

La fascinación por el Che

Por: | 16 de mayo de 2013

Ryszard Kapuscinski llegó a Santiago de Chile más o menos un mes después de que los militares bolivianos hubiesen asesinado a Ernesto Che Guevara en La Higuera el 9 de octubre de 1967. Aterrizó ahí como nuevo corresponsal para América Latina de la agencia de noticias polaca, la PAP, aunque luego debía trasladarse a la sede, en México DF. Era un momento complicado de la Guerra Fría, apunta su biógrafo, Artur Domoslawski. Casi nueve años antes había triunfado la revolución cubana y su influencia se dejaba notar: estallaron guerrillas por todas partes, ya fuera en la ciudad o en el monte. "América Latina está viviendo el momento de mayor conmoción política de la última década", escribió en uno de sus primeros informes. Kapuscinski pudo leer poco después los diarios del Che. La química se produjo al instante y, en Lima, se encerró en la habitación de un hotel durante tres meses para traducirlos. En La guerra del fútbol (Anagrama, 1992; traducción de Agata Orzeszek) y Cristo con un fusil al hombro (Anagrama, 2010; traducción de Agata Orzeszek) se recogen algunos de los reportajes en los que Kapuscinski trabajó durante los cuatro años y medio que vivió en América Latina. En el último de ellos hay un texto dedicado a Allende y al Che. Cuenta sus trayectorias, señala sus diferencias, establece entre ambos algunos paralelismos. Escribe, por ejemplo, a propósito de sus principios morales: "Allende desea preservar la honestidad ética. De la misma manera se comporta Guevara". (Hoy a las siete de la tarde se proyecta en la Casa del Lector, en Madrid, una entrevista que se le hizo a Kapuscinski en televisión y, a las ocho, distintos periodistas españoles hablan de su trabajo).

En el reportaje que da título a uno de esos dos libros, Cristo con un fusil al hombro, Kapuscinski se ocupa de reconstruir la guerrilla de Teoponte, la segunda que se produjo en Bolivia después de la del Che. El 18 de julio de 1970, 67 jóvenes combatientes se subieron en un par de autobuses en La Paz para irse a iniciar la revolución en un rincón de la selva del noreste de Bolivia, y el 19 irrumpieron en las dependencias de una empresa minera estadounidense para llevarse a dos rehenes y toda la pasta que contuviera la caja fuerte (una miseria, en aquel momento). En la minuciosa reconstrucción que ha hecho de esa guerrilla, el historiador boliviano Gustavo Rodríguez Ostria va desgranando detalle a detalle los preparativos, el desarrollo y el fracaso de la empresa. De todos los que cruzaron el río para meterse en la selva con la hipótesis de sacudir los cimientos del capitalismo solo sobrevivieron nueve. La reacción del ejército fue desproporcionada y de una crueldad innecesaria. En octubre, eran ya 1.251 los soldados que se habían desplazado a la zona para enfrentarse a los catorce combatientes que todavía sobrevivían como podían. Los demás, salvo uno que desertó al principio, habían sido liquidados. Los militares no se complicaron la vida en aquella misión. Su objetivo era que no quedara ninguno, así que a los que cogían los mataban. El 2 de noviembre, todo había acabado. Los pocos que sobrevivieron tuvieron la suerte de que, a principios de octubre, un accidentado golpe militar terminara llevando al poder a Juan José Torres, un militar de izquierdas que logró detener la rapiña y permitió que los que aún resistían pudieran salir camino a Chile.

Teoponte 2
Como sucede en muchos de los reportajes de Kapuscinski, las cosas suceden a un ritmo vertiginoso y el reportero va teniendo la suerte de que las piezas que necesita para armar su relato se le presenten una detrás de otra como quien ha ordenado un menú. Empieza entrevistando a Óscar Prudencio, el rector de la Universidad de San Andrés de La Paz, que le enseña en su despacho las marcas que hay en su mesa de las balas que le llovieron durante un reciente enfrentamiento entre estudiantes anarquistas y trotskistas. "En este país", le dice, "la vida no vale nada". Enseguida el rector lo invita a un homenaje que va a celebrarse por los que cayeron en Teoponte. Kapuscinski describe el acto, luego habla de los sótanos de un local donde acude a escuchar a un guitarrista y cuenta la historia de los hermanos Peredo (uno de ellos no reconoció, más tarde, la descripción que hizo de su padre): Coco murió en la guerrilla del Che, Inti cayó cuando preparaba el desafío de Teoponte y Chato terminó siendo el jefe de aquella historia y uno de los supervivientes (en la imagen, publicada en Los Tiempos de Cochabamba, es el del centro, y aparece con otros combatientes). El texto continúa con la descripción de las vicisitudes vividas en Teoponte y con el golpe que llevó a Torres al poder. No hay sombra alguna que cuestione la guerrilla en el relato de Kapuscinski sino más bien una corriente de simpatía por el coraje de aquellos muchachos.

En Non-Fiction, donde aborda con todo detalle la fascinación de Kapuscinski por el Che, Artur Domoslawski observa que no le dio tiempo a analizar "cuáles son las diferencias entre el Cristo con un fusil de los años sesenta y setenta, y el Mahoma con un fusil de hoy". Sea como sea, en el relato que hace de Teoponte el apabullante talento de Kapuscinski vuelve a emerger a la hora de cazar el espíritu de una época. Lo hace en la descripción del homenaje que se hace a los guerrilleros caído en la batalla. O cuando selecciona algún fragmento de las cartas que uno de sus líderes, Néstor Paz, le escribió cuando estaba en la selva a su mujer Cecilia: "Ninguna muerte es inútil si la ha precedido una vida dedicada a otros, una vida en que hemos buscado sentido y valores. Te beso tiernamente, te tomo entre mis brazos…".

Las entrañas del poder

Por: | 07 de mayo de 2013

Nuestra Sacra y Real Majestad. Rey de Reyes. Inigualable Señor. Venerable Soberano. Ilustrísimo y más Extraordinario Señor. Magnánima Majestad. Supremo Bienhechor. Bondadoso Señor. Precavida Majestad. Con estos términos, y otros parecidos e igual de rimbombantes, se referían a Haile Selassie los empleados de su corte a los que tuvo acceso Ryszard Kapuscinski para construir el retrato que hizo de él en El Emperador (Anagrama, 1989; traducción de Agata Orzeszek y Roberto Mansberger Amorós). El libro es un puzle de voces. Uno detrás de otro, aquellos hombres van contando lo que ocurría en palacio. El arranque es espectacular: toda la primera parte la dedica a reconstruir una jornada cualquiera en la vida del emperador. Se levantaba pronto y daba un largo paseo por el jardín del palacio. Enseguida lo abordaba el jefe del servicio secreto, que le contaba lo que había ocurrido la noche anterior. Cualquier movimiento extraño, cualquier sospecha, una cita cualquiera: lo quería saber todo, tenerlo todo controlado, estaba obsesionado porque se produjera una conspiración. El ministro de Industria y Comercio, que se ocupaba además de una red privada de confidentes, era el siguiente en abordar a Selassie y, al final, su espía más fiel le ofrecía también las revelaciones que acababa de obtener. Tres fuentes distintas para contrastar y para que nadie pudiera engañarlo. "Quería obtener la denuncia en estado puro", escribe Kapuscinski. "El Honorabilísimo Señor no pregunta nada, nada comenta; camina y escucha. En algún momento tal vez se detenga ante una jaula de leones para tirarles la pata de una ternera que previamente le ha sido entregada por unos criados. Entonces contempla la voracidad de las fieras y sonríe. Luego se acercará a los leopardos, atados con cadenas y les dará costillas de buey. En este lugar el Señor debe ir con sumo cuidado, pues se acerca mucho a los depredadores, que pueden hacer cosas imprevisibles".

Haile selassieLa siguiente actividad la iniciaba el emperador a las nueve y duraba hasta las diez: la hora de los nombramientos. Uno de los que le explica a Kapuscinski lo que ocurría en la corte era el encargado de los cojines. Como Selassie (en la imagen) era de baja estatura, siempre que se sentaba había que colocarle el cojín del tamaño adecuado (tenía 52) para que sus pies se apoyaran sin problema y pudiera así mantener la compostura imperial. En la Sala de Audiencias se acumulaban los cortesanos en espera de algún puesto en la administración, por el que estaban dispuestos a entregar toda su lealtad. La hora siguiente, entre diez y once, la dedicaba a los ministros, a los que recibía por separado. Entre once y doce, la hora de la caja en la Sala Dorada, también llena de gente ansiosa en espera de unas monedas. Entre doce y una, el emperador vestía una larga toga negra para dictar justicia (los condenados a muerte se ejecutaban enseguida). Después, le tocaba almorzar.

Quien espere datos muy precisos sobre la Etiopía de Haile Selassie no los va a encontrar en el libro de Kapuscinski. Tampoco el que quiera conocer la historia del país africano. Se cuenta, sí, que prohibió, entre otras cosas, que se cortasen piernas y brazos y que se liquidara a hachazos a los asesinos, que puso en marcha el primer periódico y abrió el primer banco, que introdujo la luz eléctrica, suprimió la costumbre de encadenar a los presos y ponerles grilletes, condenó el comercio de esclavos, acabó con los trabajos forzados, trajo los primeros coches, creó correos. Su afán por modernizar el país llegó a ser enfermizo, sobre todo después de que se produjera en los años sesenta la primera intentona por derrocarlo. Pero lo que el libro de Kapuscinski saca sobre todo a la luz son los mecanismos de poder y la lealtad interesada de unos funcionarios corruptos que solo viven para ir ganando, paso a paso, la confianza del emperador. Una corte de susurros y silencios, de estratagemas para colocarse en el lugar idóneo y de total desidia frente a los delirios de aquel extravagante e imperturbable ser supremo: "La verdad es que hubo en esto cierto exceso, porque –pongamos por caso– en el corazón del desierto de Ogaden se levantó un palacio fabuloso que fue mantenido día tras día a lo largo de una veintena de años con el servicio y la despensa a punto, y su Incansable Majestad pasó en él un solo día".
 
¿Fue Kapuscinski un prodigioso reportero o más bien un finísimo escritor que se sirvió de las técnicas del periodismo para contar su mundo? ¿Fue un historiador del presente, preocupado por escudriñar las marcas que van a definir su época o un cronista de los prodigios que vio y escuchó a la manera de su adorado Heródoto? No está de más analizar su legado, aprovechando que algunas de las fotografías que hizo en la Unión Soviética se exhiben ahora en la Casa del Lector en Madrid. Quizá Kapuscinski en su libro no ofrezca las suficientes herramientas para entender los intereses que estuvieron detrás de la caída de Haile Selassie, ni sirvan para comprender qué se estaba jugando en aquel remoto rincón de África en los primeros años setenta. Pero su escritura es tan eficaz que logra describir con extrema minuciosidad el entramado de gestos y actitudes, de artimañas y maniobras de cuantos quieren medrar a la sombra del poder. Y radiografía como nadie a ese emperador que todo lo escruta, que todo lo maneja, que dispone de todo y lo utiliza en su provecho. El libro es un análisis y un relato de cuanto ocurre en la cumbre del poder y una fascinante crónica de la caída de Selassie. Ahí, al final, vagando como un fantasma por las ruinas de su corte. "Parece que entre tantos como convivían en palacio sólo él había comprendido que ya no era capaz de hacer frente al vendaval que se había levantado", recoge  en su libro de uno de los testigos. "Apartado, ensimismado, altivo y distante, permite que los acontecimientos sigan su curso, como si ya estuviera moviéndose en otra dimensión del tiempo y del espacio". Haile Selassie, al que adoraban los rastafaris, lo tuvo todo y fue derrotado.

El País

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