La tragedia del soldado Woyzeck tiene lugar en un merendero. En este caso el personaje se llama Wozzeck, y ya no estamos en la pieza de Georg Büchner sino en la ópera de Alban Berg. Es más, estamos en el montaje que ha hecho de esta obra Christoph Marthaler para el Teatro Real de Madrid. La dirección musical es de Sylvain Cambreling. Todo ocurre, como quien dice, durante un fin de semana. Hay un ambiente festivo, al fondo juegan los niños. Wozzeck ha cambiado el uniforme de soldado por el delantal del mesero. Sigue siendo un pringado, solo que esta vez le toca atender en las mesas, recoger la cacharrería, ir tropezando con las sillas, incluso planchar los manteles. En los países occidentales de nuestros días cada vez se pegan menos tiros. Los soldados suelen estar en los cuarteles, fuera de las ciudades (o, por lo menos, lejos del centro), no se sabe bien lo que hacen. No está mal la idea, por tanto, de convertir a Wozzeck en un camarero que acude a las trincheras de la sociedad de consumo. La batalla la libra con los platos, los vasos, los cubiertos, las servilletas, con el menú del día y con los gin tonics y las cervezas. Lo vemos todo el rato correr de un lado a otro. Los comensales han acudido en masa, se han puesto ciegos, lo han dejado todo hecho un barrizal, deben estar por ahí disfrutando del sol. En el salón donde se sirven las comidas han dejado el calzado: hay por todas partes zapatos tirados por el suelo. La ópera de Alban Berg se inicia como siempre: Wozzeck afeita al capitán. El capitán se permite alguna observación metafísica ("Siento auténtico miedo por el mundo cuando pienso en la eternidad") y también es amigo de dar consejos: "Váyase ahora, ¡pero no corra mucho! / Baje por la calle despacio, por el medio, / y, una vez más, camine despacio, ¡muy despacio!". Suena la orquesta con la extraña y fascinante música de Alban Berg, la tragedia solo ha empezado.
En mayo de 1914, Alban Berg asistió a un representación del Woyzeck de Georg Büchner y quedó fascinado: decidió ponerle música a aquella historia de un hombre abatido por los derroteros de su tiempo y por sus propias obsesiones. La Gran Guerra interrumpió su proyecto: tuvo que alistarse en la Armada del Imperio Austrohúngaro, pero su enfermiza salud lo llevó poco después a las oficinas del Ministerio de Guerra. Allí pudo continuar componiendo. El horror de las trincheras y la extrema pequeñez de las criaturas frente a las tempestades de acero contagió sus partituras de esa extrema austeridad que recorre como un escalofrío su ópera. Se ha dicho de sus trabajos, y de los de Schönberg y la Segunda Escuela de Viena, que prefirieron el rigor matemático a la satisfacción emocional. Algo de eso tiene esa música que parece quedarse en el hueso, pero en ese paisaje sonoro despojado y rudo resuenan con más intensidad los gritos de los desahuciados. El soldado Wozzeck y su novia Marie lo fueron. Las convenciones de su época los apartaron a la cuneta para que se los comieran los perros, y ambos terminaron cayendo. Ahí está, desgarrador, el desdén de Marie cuando se precipita en los brazos del Tambor Mayor: "¡Si quieres, a mí todo me da igual!". Wozzeck lo había expresado de otra manera poco antes: "¡Creo que cuando vayamos al cielo, tendremos que trabajar ayudando a hacer los truenos!".
Si hay algo en esta obra es oscuridad. El segundo cuadro tiene lugar en un bosque, y se desarrolla entre tinieblas. "Qué extraña calma. Y opresiva. / Como si alguien contuviera la respiración", le comenta Wozzeck a su amigo Andrés. Y observa: "Silencio, todo silencio, / como si el mundo estuviera muerto". Poco después le dirá a Marie: "Y ahora todo está oscuro, oscuro… / Marie, había algo. / (reflexiona) Quizá… / (misteriosamente) ¿No está escrito: ‘Y he aquí vio el humo ascender / de la tierra como el humo de un horno’?". Ese es el punto: la opresiva sensación de que todo está a punto de ser fulminado. La pobreza, los celos, las alucinaciones. La locura: Wozzeck está atravesado por los calambres de una maldición. Y, por eso mismo, resulta chocante que en la propuesta de Marthaler haya tanta luz, tanta claridad. Y el bullicio de los juegos de los niños y el tintinear del cristal de los vasos y de las botellas. El merendero es el lugar donde todo sucede. En mitad del ajetreo de la vida, cuando hay gente que baila y celebra, cuando hay sexo y seducción, y el futuro de los más pequeños reluce: en ese pulcro ambiente de fin de semana, el mesero Wozzeck (aquel pobre soldado de Georg Büchner) se está hundiendo en su irremediable tragedia. Y da la impresión de que ese barullo de gente que entra y sale, ese desorden de tantos zapatos, el jolgorio de las cervezas y el griterío de los niños, la fiesta y el descanso, el ir y venir, el correr de lado a lado, todo eso no fuera más que el laberinto de la mente de Wozzeck, el lugar donde se está extraviando "¡Sus pensamientos acabarán volviéndolo loco!", clama Marie en el desierto. Christoph Marthaler lo sabe y así lo cuenta en su impresionante puesta en escena: en el mundo de hoy cuanto sucede tiene lugar en la inmaculada y reluciente burbuja de la sociedad de consumo. La oscuridad del alma del soldado es ahora equivalente a la diáfana luz del merendero.
Y, de pronto, todo se oscurece. El viaje por los desfiladeros de los celos está empujando a Wozzeck. Y se encuentra con Marie. Lleva un cuchillo. Marie observa: "¡Qué roja se levanta la luna!". Wozzeck contesta: "¡Como un acero ensangrentado!". "¿Por qué tiemblas?", le pregunta ella: "¿Qué quieres?". "¡Si yo no, Marie, ningún otro tampoco!". Hace un movimiento limpio, directo, y le rebana el cuello. La mujer cae. El horror se ha consumado.
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