El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

En el merendero

Por: | 21 de junio de 2013

La tragedia del soldado Woyzeck tiene lugar en un merendero. En este caso el personaje se llama Wozzeck, y ya no estamos en la pieza de Georg Büchner sino en la ópera de Alban Berg. Es más, estamos en el montaje que ha hecho de esta obra Christoph Marthaler para el Teatro Real de Madrid. La dirección musical es de Sylvain Cambreling. Todo ocurre, como quien dice, durante un fin de semana. Hay un ambiente festivo, al fondo juegan los niños. Wozzeck ha cambiado el uniforme de soldado por el delantal del mesero. Sigue siendo un pringado, solo que esta vez le toca atender en las mesas, recoger la cacharrería, ir tropezando con las sillas, incluso planchar los manteles. En los países occidentales de nuestros días cada vez se pegan menos tiros. Los soldados suelen estar en los cuarteles, fuera de las ciudades (o, por lo menos, lejos del centro), no se sabe bien lo que hacen. No está mal la idea, por tanto, de convertir a Wozzeck en un camarero que acude a las trincheras de la sociedad de consumo. La batalla la libra con los platos, los vasos, los cubiertos, las servilletas, con el menú del día y con los gin tonics y las cervezas. Lo vemos todo el rato correr de un lado a otro. Los comensales han acudido en masa, se han puesto ciegos, lo han dejado todo hecho un barrizal, deben estar por ahí disfrutando del sol. En el salón donde se sirven las comidas han dejado el calzado: hay por todas partes zapatos tirados por el suelo. La ópera de Alban Berg se inicia como siempre: Wozzeck afeita al capitán. El capitán se permite alguna observación metafísica ("Siento auténtico miedo por el mundo cuando pienso en la eternidad") y también es amigo de dar consejos: "Váyase ahora, ¡pero no corra mucho! / Baje por la calle despacio, por el medio, / y, una vez más, camine despacio, ¡muy despacio!". Suena la orquesta con la extraña y fascinante música de Alban Berg, la tragedia solo ha empezado.

Wozzeck1
En mayo de 1914, Alban Berg asistió a un representación del Woyzeck de Georg Büchner y quedó fascinado: decidió ponerle música a aquella historia de un hombre abatido por los derroteros de su tiempo y por sus propias obsesiones. La Gran Guerra interrumpió su proyecto: tuvo que alistarse en la Armada del Imperio Austrohúngaro, pero su enfermiza salud lo llevó poco después a las oficinas del Ministerio de Guerra. Allí pudo continuar componiendo. El horror de las trincheras y la extrema pequeñez de las criaturas frente a las tempestades de acero contagió sus partituras de esa extrema austeridad que recorre como un escalofrío su ópera. Se ha dicho de sus trabajos, y de los de Schönberg y la Segunda Escuela de Viena, que prefirieron el rigor matemático a la satisfacción emocional. Algo de eso tiene esa música que parece quedarse en el hueso, pero en ese paisaje sonoro despojado y rudo resuenan con más intensidad los gritos de los desahuciados. El soldado Wozzeck y su novia Marie lo fueron. Las convenciones de su época los apartaron a la cuneta para que se los comieran los perros, y ambos terminaron cayendo. Ahí está, desgarrador, el desdén de Marie cuando se precipita en los brazos del Tambor Mayor: "¡Si quieres, a mí todo me da igual!". Wozzeck lo había expresado de otra manera poco antes: "¡Creo que cuando vayamos al cielo, tendremos que trabajar ayudando a hacer los truenos!".

Si hay algo en esta obra es oscuridad. El segundo cuadro tiene lugar en un bosque, y se desarrolla entre tinieblas. "Qué extraña calma. Y opresiva. / Como si alguien contuviera la respiración", le comenta Wozzeck a su amigo Andrés. Y observa: "Silencio, todo silencio, / como si el mundo estuviera muerto". Poco después le dirá a Marie: "Y ahora todo está oscuro, oscuro… / Marie, había algo. / (reflexiona) Quizá… / (misteriosamente) ¿No está escrito: ‘Y he aquí vio el humo ascender / de la tierra como el humo de un horno’?". Ese es el punto: la opresiva sensación de que todo está a punto de ser fulminado. La pobreza, los celos, las alucinaciones. La locura: Wozzeck está atravesado por los calambres de una maldición. Y, por eso mismo, resulta chocante que en la propuesta de Marthaler haya tanta luz, tanta claridad. Y el bullicio de los juegos de los niños y el tintinear del cristal de los vasos y de las botellas. El merendero es el lugar donde todo sucede. En mitad del ajetreo de la vida, cuando hay gente que baila y celebra, cuando hay sexo y seducción, y el futuro de los más pequeños reluce: en ese pulcro ambiente de fin de semana, el mesero Wozzeck (aquel pobre soldado de Georg Büchner) se está hundiendo en su irremediable tragedia. Y da la impresión de que ese barullo de gente que entra y sale, ese desorden de tantos zapatos, el jolgorio de las cervezas y el griterío de los niños, la fiesta y el descanso, el ir y venir, el correr de lado a lado, todo eso no fuera más que el laberinto de la mente de Wozzeck, el lugar donde se está extraviando "¡Sus pensamientos acabarán volviéndolo loco!", clama Marie en el desierto. Christoph Marthaler lo sabe y así lo cuenta en su impresionante puesta en escena: en el mundo de hoy cuanto sucede tiene lugar en la inmaculada y reluciente burbuja de la sociedad de consumo. La oscuridad del alma del soldado es ahora equivalente a la diáfana luz del merendero.

Y, de pronto, todo se oscurece. El viaje por los desfiladeros de los celos está empujando a Wozzeck. Y se encuentra con Marie. Lleva un cuchillo. Marie observa: "¡Qué roja se levanta la luna!". Wozzeck contesta: "¡Como un acero ensangrentado!". "¿Por qué tiemblas?", le pregunta ella: "¿Qué quieres?". "¡Si yo no, Marie, ningún otro tampoco!". Hace un movimiento limpio, directo, y le rebana el cuello. La mujer cae. El horror se ha consumado. 

La batalla de la noticia

Por: | 12 de junio de 2013

El nuevo libro de Félix de Azúa, Autobiografía de papel (Mondadori), está lleno de suculentas observaciones sobre el oficio del periodista. Están servidas con el punto de provocación que suele poner en lo que escribe y tienen esa distancia irónica que va directa a los fundamentos y prescinde de los tópicos de rigor. Observa, por ejemplo, y se acuerda de lo que decía Karl Kraus –el escritor austriaco que convirtió durante 37 años (1899-1938) las páginas de su revista Die Fackel (La antorcha) en una sonora bofetada a las convenciones de su época–, "que las noticias se inventaron para dar un aspecto respetable a los periódicos. Tanto los diarios antiguos como los modernos contienen muy pocas informaciones relevantes". Pero bueno, ¿no se había dado por hecho que "los diarios y los demás medios de comunicación se habían inventado para dar noticias? Y, sí, es cierto que las dan (pocas), pero sobre todo están llenos de "publicidad, anuncios locales, propaganda de los partidos políticos, esquelas, comentarios de los ideólogos a sueldo de cada sector y, como no, literatura". Tirando por ese camino pronto llega Azúa a otra conclusión reveladora: "Dado que ya sabemos que la forma es el contenido, podríamos perfectamente afirmar que los diarios son centros de producción literaria cuya finalidad es disimular al máximo los acontecimientos reales e ir construyendo una historia ideológica peculiar". Sálvese quien pueda, ¿y la verdad de las cosas, esa vieja objetividad que tanto se reclama, los hechos y los hechos y los hechos? Pues seguramente tiene razón Azúa y, desde hace tiempo (¿desde el principio?), esos hechos vienen camuflados en los medios con la retórica que cada empresa ha inventado como marca. Noticias, noticias, esas que por así decirlo aparecen servidas en el grado cero de la escritura, sin adornos, sin peso ideológico, sin una mirada, sin dirección, sin banda con tambores y bombo que las celebren o las condenen, poca cosa. Los periodistas, pues, preparan su menú hirviéndolo con sus propias finas hierbas. Y sirven su producto a una tribu de convencidos, a un público cautivo. El margen que queda para la verdad de las cosas, si es que tal verdad existe en algún sitio, es minúsculo, ridículo, despreciable.

Feliz de azua alvaro garcia
Si en Autobiografía sin vida, su anterior libro, Azúa (la fotografía es de Álvaro García) recorría de una forma muy particular la historia del arte para encontrar esas imágenes que marcaron la manera de ver el mundo de las gentes de su generación y de algunas otras bastante próximas, en Autobiografía de papel  lo que hace es ir recuperando su itinerario de escritor para tratar su experiencia como si fuera un caso. No se pronuncia sobre lo que ha hecho, no es cosa suya (dice), sino que cuenta lo que le pasó. Empezó como poeta, luego escribió novelas, se pasó al ensayo, ahora publica en los periódicos y en la red. Por establecer un marco temporal, su caso es el de cuantos "empezaron a escribir con intenciones artísticas entre 1960 y 1980".

Se lanzaron a las palabras porque concibieron la poesía como una fuente de conocimiento tan rica como la ciencia y la religión, y asistieron a la quiebra de esa ambición. Así que se llevaron toda la lírica a la prosa hasta que comprendieron que lo más honesto era ir quitando de la novela cualquier asomo de solemnidad. Luego vino el aprendizaje de la decepción, que terminó articulándose a través del ensayo. La última etapa ha sido la de volver a la artesanía: escribir en los periódicos. En el camino, una grieta decisiva. En los años setenta empieza una "internacionalización intensísima", se van poniendo las primeras piedras de la globalización. Digamos que se funden los grandes relatos de antaño, surge la sociedad de consumo, se impone la democracia total, reina la cultura de masas. Y así, hasta el paroxismo actual, donde todo es instantáneo, y todo llega a todas partes. Es el tiempo del periodismo, "el único género que exige un conocimiento superficial, pero lo más extenso, del mundo".

Y es en este punto donde surge otra de sus observaciones inapelables: "Y es que los periodistas (de diarios) han perdido la batalla de la noticia, o de la falsa noticia, o de la retórica de la noticia. Tengo para mí que no hay color entre las imágenes del atentado contra las Torres Gemelas, tan increíblemente parecidas a una película de Bruce Willis, y su relato. Los diarios comprendieron, ese día, que el mundo del futuro ya no era suyo. O mejor dicho, que el periodismo mismo había cambiado para siempre de soporte". En esas andamos. Medio perdidos. Intentando ajustar las herramientas viejas al vertiginoso ritmo de las nuevas tecnologías. Librando esa vieja batalla que acaso se ha perdido ya, y de manera definitiva. ¿O no?

El hombre abatido

Por: | 11 de junio de 2013

Georg Büchner nació el 17 de octubre de 1813 en Goddelau, cerca de Darmstadt, y murió en Zürich de tifus el 18 de febrero de 1837. No llegó a cumplir 24 años y, sin embargo, escribió unas cuantas piezas que lo han convertido en uno de los grandes escritores en lengua alemana. No se tomaba demasiado en serio su vocación literaria y cuentan que sus obras las escribió de un tirón con la idea de corregirlas después, tarea que no llegó a realizar nunca. La celebridad le vino en su tiempo con un panfleto, El mensajero de Hesse, que se imprimió y repartió en 1834.  "Durante una larga vida habéis cavado la tierra: un día cavaréis la tumba de vuestros tiranos", les decía allí a los campesinos, proponiéndoles que se alzaran contra los nobles y burgueses y acabaran de una vez con tanta explotación. "Habéis construido bastiones: un día los derribaréis y edificaréis la morada de la libertad. Y entonces podréis bautizar libremente a vuestros hijos con el agua de la vida". Las autoridades lo acusaron de traidor y cursaron, en julio de 1835, una orden de busca y captura. "Edad: 21 años. Talla: 6 pies, 9 pulgadas de la nueva medida de Hesse. Cabello: rubio. Frente: muy amplia. Cejas: rubias. Ojos: grises. Nariz: fuerte. Boca: pequeña. Barba: rubia. Mentón: redondo. Rostro: oval. Color de la tez: saludable. Figura: fuerte, delgado. Señas particulares: miopía". Así lo describieron. Había fundado en Giessen la Sociedad de Derechos Humanos y, tras la publicación de la segunda edición de su panfleto, algunos de sus cómplices en esa empresa fueron detenidos y uno de ellos se suicidó al no soportar las torturas. A Büchner le interesaba sobre todo la agitada vida política de su tiempo, pero terminó sus estudios de medicina y, tras leer su discurso sobre los nervios del cráneo, se convirtió en profesor de anatomía comparada en Zürich. Tras sumergirse en el estudio de la Revolución Francesa escribió el drama La muerte de Danton y, poco después, un largo relato en el que se ocupaba de un escritor que fue amigo de Goethe y que padeció esquizofrenia, Lenz. La comedia Leonce y Lena y la pieza con la trágica historia de Woyzeck completan su magra producción. Esta última obra sirvió a Alban Berg para componer su ópera Wozzeck (el cambio de nombre fue el resultado de la confusión de un copista que transcribió mal el título original), que se representa estos días en el Teatro Real de Madrid. Büchner se inspiró en un caso que causó un  gran revuelo en su época. Un soldado raso que había servido en las tropas holandesas, suecas y prusianas regresó cuando fue licenciado a Leipzig, su ciudad natal, y ahí se lió con una viuda, un tanto alegre, con la que tuvo un hijo. Los celos, sin embargo, lo atormentaron y un día la mató. Tras un largo proceso, fue decapitado públicamente el 27 de agosto de 1924. En su obra, en un momento particularmente tenso, Büchner le hace decir: "Mire usted qué hermoso y firme es ese cielo gris, le entran a uno ganas de clavar un garfio en él y ahorcarse, tan sólo por la coma que separa el sí del no, el sí del no".

Georg buchner clasicoUn panfleto, tres obras de teatro, una narración. A los que habría que añadir el discurso que leyó para entrar en la universidad, unas cuantos ejercicios de juventud y un puñado de cartas (sus Obras completas caben en un único volumen que editó Trotta en 1992, con traducción de Carmen Gauger). Büchner no escribió nada más, pero sus cuatro trabajos de madurez lo han convertido en un clásico indiscutible al que resulta muy difícil clasificar. La muerte de Danton es un imponente drama histórico donde se sumerge en las contradicciones de la Revolución Francesa, hurga en los conflictos de algunos de sus personajes decisivos y levanta acta del abismo al que se asoma el desafío por emanciparse cuando emerge el terror. "He estado estudiando la historia de la Revolución", le contaba su novia en una carta de marzo de 1834. "Me he sentido como aplastado por el atroz fatalismo de la historia. Veo una horrible igualdad en la naturaleza humana, en las condiciones de vida de los hombres una violencia ineluctable, conferida a todos y a nadie. El individuo no es sino espuma de las olas, la grandeza, mero azar, la preponderancia del genio, un teatro de marionetas, una lucha irrisoria contra una ley de hierro, conocerla es lo más que se puede alcanzar, dominarla es imposible. No tengo la menor intención de inclinarme ante las figuras y los fanfarrones de la historia. Tengo los ojos habituados a la sangre. Pero no soy una hoja de guillotina".

Una horrible igualdad en la naturaleza humana. Conviene subrayar la frase porque lo que hizo en sus otras tres grandes obras fue profundizar cada vez más en esa naturaleza que compartimos los mortales. Lenz, su obra más romántica, disecciona ese otro lado, el de la locura, que convive confundida en las mismas estancias con la cordura. La aproximación al frágil y atormentado escritor es desgarradora: "El mundo había sido para él claridad y también movimiento, una marcha apresurada hacia un abismo al que le arrastraba una fuerza inexorable". La comedia Leonce y Lena es un prodigio de ligereza que le sirve para pintar con la mayor ternura y un fino escepticismo los lujos del amor en un mundo condenado al más grande de los aburrimientos. "Aún tengo en reserva cierta dosis de entusiasmo", observa Leonce; "pero cuando termino de cocinar y todo está bien caliente, necesito un tiempo infinito para encontrar una cuchara con que comer y, entre tanto, se enfría el guiso".

Woyzeck es, en fin, una joya. Pero una joya sin pulir y por esos sus brillos siempre sorprenden y cambian en cada lectura. Büchner no llegó a terminarla y, sin embargo, consiguió atrapar en sus cuadros la condición del hombre abatido. La profunda extrañeza que produce el otro, la debilidad frente a unos poderes que te marcan los derroteros, las sombras incomprensibles de los propios impulsos. "Mire, doctor, a veces uno tiene como un carácter, como una estructura", dice Woyzeck. "Pero la naturaleza es otra cosa, sabe usted, la naturaleza (da un chasquido con los dedos) es algo así como, no sé expresarme, como, digamos…". Pues eso mismo.

El País

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