Ithaca, Nueva York. Universidad de Cornell. A. D. White House, viernes 20 y sábado 21 de septiembre: segunda cita del encuentro Voices for the New Century/Voces para el nuevo siglo. Lo organiza el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán. Es profesor de literatura latinoamericana en el Departamento de Romance Studies de la prestigiosa universidad estadounidense e invitó a una veintena de autores para que leyeran allí lo que están escribiendo. El aperitivo lo puso el jueves 19 el mexicano Mario Bellatin, que presentó en Cornell la traducción al inglés de su libro Shiki Nagaoka. Una nariz de ficción (Phoneme Media; en español: Sudamericana, 2001). Ya se anunciaron en ese momento algunas notas que iban a marcar la cita. Uno: se iba a hablar de literatura. Bellatin contó que hace años se le había exigido en Alemania que respondiese al prototipo de escritor latinoamericano que imperaba entonces (con ese aire de realismo mágico y convicciones políticas de izquierda), y que se negó en rotundo, reivindicando que cada cual siguiera el camino que le viniera en gana. Dos: ya reinaba un ambiente de jovialidad. El vídeo que sirvió de presentación a la historia de Nagaoka estaba tocado por la bendición del humor. Tres: las nuevas tecnologías iban a tener su cuarto de hora de gloria. Bellatin explicó que acababa de terminar una novela escrita toda ella en el iPhone, y se sirvió de la fotografía para subrayar que la fascinación por la inmediatez que provocan estos artilugios estaba destruyendo el placer y la riqueza de la construcción de una obra (no importa ya el proceso, sólo los efectos). Cuatro: así como en la obra de ese singular Shiki Nagaoka que reconstruye Bellatin se cuelan los brutales efectos de la Segunda Guerra Mundial, también en el encuentro de Ithaca iba a entrar el ruido de este mundo. Conviene decir que el marasmo de la crisis no se tradujo en la habitual cultura de la queja. Más bien, los jóvenes escritores latinoamericanos (junto a los que participaron también dos españolas: Ana Merino y Mercedes Cebrián) afirmaron su voluntad de seguir haciendo literatura a pesar de los vientos adversos. Así que poco después de las tres de la tarde del día 20, el mexicano Rafael Acosta, que anda trabajando en las turbulentas aguas de la frontera, abrió el encuentro con un texto escrito en octosílabos donde se escuchaba el rumor de fondo de la violencia (“si se quedan, los enfrío...”) y, poco después, en un relato del argentino Pablo Brescia aparecía la figura de un escritor que acaso anda gravitando sobre la obra que están armando los más jóvenes, un tipo nacido justamente en Ithaca, David Foster Wallace.
La escritora mexicana Cristina Rivera Garza, que también enseña en la Universidad de California, en San Diego, fue la encargada de la conferencia de apertura (y Bellatin de la de cierre) y habló de todas esas obras que aluden, citan, apuntan o lanzan guiños de complicidad a otras obras. Tachaduras, reciclajes, reconstrucciones: no se escribe sobre el vacío, la literatura es una caja de resonancias en la que se entrecruzan tradiciones diferentes. Pero hay también mucho de político en esas apropiaciones, y también peligros, por la fuerza invasora de las nuevas tecnologías. Más allá de las reflexiones de los dos seniors invitados al encuentro, el resto de los 21 participantes se limitó a leer un texto propio de unos veinte minutos (en la imagen, la A. D. White House, de la Universidad de Cornell). Ahí se vio la riqueza de registros de los que van llegando. Un punto de experimentación, heredando la heterodoxia de tantos escritores latinoamericanos de referencia (como en el relato del mexicano Rafael Lemus), pero también la tensión de la mejor escuela narrativa, con su torrencial flujo de imágenes y situaciones (la boliviana Liliana Colanzi, la uruguaya Fernanda Trías, el guatemalteco Rodrigo Fuentes). El punto distante del que se afana en los matices (el chileno Francisco Díaz Klaassen), la sobria delicadeza que resulta imprescindible para bajar al infierno (el boliviano Rodrigo Hasbún), el gusto por el exceso que tanto tiene que ver con el barroco (la argentina Pola Oloixarac) o, en fin, las sacudidas agrestes del paisaje y la historia (el boliviano Sebastián Antezana).
Algo se está moviendo. Los nuevos escritores latinoamericanos miran cada vez más hacia el norte, a Estados Unidos, y da la impresión de que empezaran a desentenderse de lo que ocurre en España. Alguien apuntó a que igual eso se debe al manifiesto desinterés de la vieja metrópoli por lo que ocurre en las antiguas colonias (aunque quizá no sea exactamente así: en este periódico, Babelia ha dedicado una larga serie a los nuevos autores del otro lado del charco, pero es verdad que se los lee poco). Quizá la crisis obliga a los editores de aquí a mirar más al mercado y olvidarse de la literatura. Los más jóvenes de allí carecen de complejos. Están buscando llegar a sus lectores a través de los medios digitales, si tan complicado resulta hacerlo por los caminos tradicionales. Hasbún y Fuentes se juntaron en Cornell para lanzar desde allí Traviesa, una revista que pisa fuerte y con mucha calidad. Y el chileno Antonio Díaz Oliva ha lanzado 20/40, una colección de libros electrónicos donde va a recoger las voces de veinte escritores latinoamericanos menores de cuarenta años que escriben en Estados Unidos.
Paz Soldán puso todos los medios para que las cosas fluyeran sin el menor disturbio. Hubo, pues, mucha literatura. Pero también cayeron unos soberbios chiles en nogada que preparó en su casa para todos los invitados Debra Castillo, profesora en el Departamento de Literatura Comparada de Cornell. Un lujo. Se discutió de política, de los márgenes de maniobra en esta época complicada, de los rugidos de la crisis. Y, cuando llegó el momento de ponerse serios, se habló de fútbol.