En Semillas mágicas (Debolsillo, 2009; traducción de Flora Casas), la primera novela que publicó después de que le concedieran el premio Nobel en 2001, V. S. Naipaul recupera al personaje central de Media vida, Willie Chandran. Aquella novela terminaba cuando este se instala en Berlín en casa de su hermana Sarojini después de abandonar África, donde estuvo con una mujer durante los últimos dieciocho años. Willie se dio cuenta de que había vivido allí de prestado, que nunca tomó las riendas de su propia historia, así que con cuarenta años decidió romper con todo para reinventarse de nuevo. Semillas mágicas es la historia de ese desafío. Así que está en Berlín y vive con su hermana, una activista de izquierdas que se dedica a hacer documentales con su compañero para colaborar con la causa y que admira a Kandapalli Seetaramiah, el fundador del People’s War Group, una organización maoísta que puso en marcha una guerrilla en el estado de Andhra Pradesh para provocar la revolución. Un día Sarojini le dice a Willie que tiene que hacer algo con su vida. Hablan de política. “En el fondo siempre estuve de parte de los africanos, pero yo no tenía una guerra en la que participar”, se excusa Willie. Su hermana le contesta: “Si todo el mundo hubiera dicho lo mismo, jamás habría habido ninguna revolución. Todos tenemos guerras en las que participar”. Y Willie, a mitad de camino, sacudido todavía por la resaca de la vida que ha dejado atrás en África, medio perdido, decide librar su propia guerra. Y vuelve a su país y se incorpora a la guerrilla.
Ahí lo tienen. Veinte años después, Willie Chandran está de nuevo en la India. Visita a Joseph, un viejo revolucionario que va a facilitarle las cosas para iniciar su nueva tarea. Se suceden entonces algunos encuentros clandestinos y, por fin, llega a un bosque de tecas. Ahí le prohíben hablar, hacer preguntas, va a comenzar su periodo de instrucción. Joseph le había dicho que se encontraban en el lugar donde alguna vez existió el último gran reino indio. Un día llegaron los musulmanes hace 400 años y acabaron con lo que había. Fue una guerra de aniquilación, dice Joseph, que sueña ahora con una revolución que lo arrase todo. Y esa es la revolución que quieren hacer los guerrilleros con los que Willie aprende a convivir. Todos tienen treinta y tantos o cuarenta y tantos años. Han decidido jugársela, acabar con todo, inventar un nuevo mundo. Willie sabe muy poco de todos ellos, y enseguida se da cuenta que se ha equivocado de revolución.
Naipaul (la foto es de Jordi Adriá) no da muchos datos. Le importan poco las referencias históricas, el momento concreto, la situación específica de ese rincón de la India donde un montón de hombres se han juntado para liquidar el viejo orden. Lo que le interesa es lo que los ha llevado allí, quiere rascar en sus razones más íntimas, reconstruir el pulso que los anima. Willie le sirve de lazarillo en esa tarea: él mismo está extraviado y anda buscando algo que tenga sentido. Campos de entrenamiento, largas noches, aburrimiento. Las misiones a las que lo envían, el trato con sus superiores inmediatos, las consignas de los jefes, los claroscuros de la gran tarea. Hay un cuerpo policial especial con el que se baten, al movimiento se incorporan nuevos voluntarios, los que tienen más experiencia saben que no se pueden cometer errores. Un día Willie sabe por Sarojini que Kandapalli está perdiendo el control. Otro día se entera de que lo han detenido. Pero la batalla sigue en marcha. Y Naipaul está ahí para tomar nota.
Hay un momento en que Willie quiere abandonar la lucha. Hay otro en el que experimenta lo que es el compañerismo. Cruza cartas con su hermana. Le manifiesta sus dudas: “me siento como si hubiera perdido mi libertad en unas semanas por una razón que no comprendo”. Vive situaciones delicadas, como cuando uno de los suyos le ajusta las cuentas a otro que no termina de comprometerse (“Y cuando sonó el disparo y la cabeza de Raja quedó hecha una amasijo, el hermano mayor se quedó mirando el suelo con los ojos desorbitados”). Detenciones, vuelta al bosque, nuevas estrategias. Les dicen que cada sección se encargará de ciento cincuenta aldeas. Combaten para ampliar la zona liberada. Pero los campesinos poco tienen que ver con sus proyectos de futuro: “Y el escuadrón proseguía su marcha, con la promesa de volver al cabo de unos meses, para ver qué tal le iba a la gente con aquel regalo de libertad”, escribe Naipaul. Porque, en buena medida, de eso trata Semillas mágicas. Del profundo fracaso de la lucha guerrillera. De la absurda obstinación de sus líderes. De una enloquecida violencia que no tiene anclaje alguno más que en la verborrea de los comunistas, en una colección de palabras abstractas: “...este movimiento no es un movimiento de amor. Ninguna revolución puede ser un movimiento de amor”, dice Einstein, uno de los más feroces combatientes. Willie lo resumirá de otra manera: “Todos quieren que desaparezcan las viejas costumbres, pero las viejas costumbres forman parte del ser mismo de las personas. Si desaparecen, ya no sabrán quiénes son, y estas aldeas, que tienen su propia belleza, se convertirán en una jungla”. Y así van yendo las cosas. Y Willie consigue salir de ese infernal círculo y termina de nuevo en Londres. Donde empieza la segunda novela que contiene Semillas mágicas, otra de esas magistrales piezas de Naipaul con la que conviene bajar hasta las zonas más oscuras para seguirle las pistas al mal, ese viejo e inaprensible conocido.
Hay 2 Comentarios
Es un verdadero placer leer esta nota José, que me parece un estupendo reflejo de la tocante y profunda calidad de vidia como escritor.
Publicado por: miguel | 07/09/2013 18:49:37
Excelente comentario. No se por que me trajo recuerdos a la famosa guerrilla de Ñancahuasú en Bolivia en la que un grupo de idealistas siguió la quimera prometida por un profeta que no conocia el pais y ofrecia traer el paraiso a los campesinos que ni siquiera entendian castellano. Menos aun el de un argentino....
Publicado por: Horacio | 02/09/2013 14:40:58