El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

La Europa oculta

Por: | 28 de octubre de 2013

En un reciente libro de Bernard Plossu, Europa (La Fábrica/Fundación Santander 2016; Madrid, 2010), se incluye una fotografía de un puñado de maletas que viaja en un barco por el canal que une a Francia con el Reino Unido. Hay imágenes del puerto de Palermo y del puerto de Antwerpen. Por una carretera de Polonia camina un grupo de personas. Un hombre mayor cruza una calle de Madrid. Una pareja de ancianos pasea por Roma. En Bruselas, un ejecutivo encorbatado corre con su cartera. También en Milán un hombre envuelto en un abrigo avanza con prisas, seguramente va retrasado. Un paso subterráneo en Londres, el túnel de un tren en Bayona. Gente por la calle en Coimbra y en Marsella. Una ciudad nevada: Schmirn, en Austria. Un palacio solitario en Sicilia, un castillo en Aragón. En Niza, una chica con unas hermosas piernas fuma sentada en el banco de una calle. Cuatro personas están en distintos lugares de una plaza de Berlín y cada una está concentrada en lo suyo. Hay unas grúas en Dover y un avión que pasa volando por encima de Innsbruck. Un hombre con sombrero, corbata, traje y gafas negras avanza solitario por una espacio vacío en Tesalónica. La relación de momentos podría seguir. Edificios viejos y nuevos, casas imponentes y habitáculos destartalados, cielos nublados, bruma, las luces que iluminan una calle al anochecer, las limpias líneas de la modernidad y las construcciones pobres y abigarradas de tiempos lejanos. Niños que van con sus padres (primera imagen: Cataluña), gente solitaria, amigas charlando (segunda imagen: Madrid), hombres bebiendo en una bar, una pareja enamorada, los tacones de un señorita que camina por París. Todo eso es Europa, nos cuenta Plossu. Sus fotografías son hermosas, conviene perderse en cada una de ellas. En el norte de Francia, al lado del mar, tres edificios de apartamentos seguidos y la playa vacía y el cielo cubierto de blanco. Un lugar cualquiera, seguramente bastante feo, sin gracia por lo menos. Plossu lo convierte en otra cosa. Resulta difícil traducir sus fotografías en palabras. Seguramente serviría de ayuda poner un fado, una soleá, una canción napolitana. O un cuarteto de Debussy, una sonata de Schubert, alguna cantata de Bach. Por ejemplo, la 199, que lleva por título Mi corazón nada en sangre y que en alguna parte dice: “Profundamente inclinado y lleno de remordimiento / me presento ante tí, Dios amado, / reconozco mi culpa / pero ten todavía paciencia, / ten paciencia conmigo”. ¡Ah, Europa!

Bernar plossu cataluña
Las maletas, los puertos, las carreteras, los trenes y los aviones: Bernard Plossu, el fotógrafo francés que nació en 1945 en Dá Lat (sur de Vietnam), nos cuenta la Europa de estos últimos años yendo de un lado a otro. Lo mismo que han hecho los propios europeos desde siempre: sales de un pueblo del sur lleno de sol y llegas a un rincón nevado del norte. O al revés: de la bruma y el frío a los cielos despejados y cristalinos. Te vas porque estás huyendo o porque no tienes trabajo; también los haces por afán de conocer, para hacer negocios, por puro placer. No siempre salen personas en las fotografías de Plossu: como si quisiera decir que hay un fondo que permanece y ríos de transformaciones que modifican poco a poco la sustancia de las cosas. La Europa última que ha atrapado Plossu con su cámara es la Europa que consiguió salir de una íntima desgarradura, pues estuvo nadando en la sangre de dos terribles guerras, y que también dijo: Señor, reconozco mi culpa, ten paciencia.

Bernard plossu madrid
En el catálogo de la exposición que el IVAM le dedicó en 1997, Josep Vicent Monzó escribe que “Plossu ha escogido voluntariamente realizar sus fotografías con el mínimo nivel tecnológico necesario, haciendo de esa decisión el elemento diferenciador de su personal ‘estilo”. Y explica que siempre trabaja con un objetivo de 50 mm, ya que este objetivo le permite traducir, según el fotógrafo, “todo aquello que percibe, sin ningún efecto artístico, traduce con precisión la emoción percibida. Es la esencia de la fotografía: la fuerza de su directa simplicidad, la verdad de su lenguaje, del mediodía radiante del desierto a los colores nocturnos del metro parisino”. En ese mismo catálogo, en Para un diccionario del planeta Plossu, Juan Manuel Bonet recogía otra frase suya para ilustrar la palabra instante: “La fotografía habla de todos los momentos aparentemente sin importancia que en el fondo tienen tanta importancia”. Esa idea la tradujo Rafael Doctor de la siguiente manera en la presentación del libro de Plossu Forget me not (Tf  Editores; Madrid, 2002): “El fotógrafo de las cosas tontas. El fotógrafo que ve y nos dice que veamos donde aparentemente no se ve nada”. Manuel Arce, en el texto incluido en Europa recuerda la vieja deuda de Plossu con la nouvelle vague que el fotógrafo explicó así: “Un cine que era una manera de caminar con una cámara a la espalda y sin saber dónde estaba la magia. Porque una foto es una foto y no hay truco”.

Al recorrer las fotografías de Plossu vuelve a emerger aquello que con tanta frecuencia se olvida de Europa para seguir alimentando la bucólica imagen de un continente que supo salir de aquellos ríos de sangre con un proyecto que consiguió un radiante triunfo. Aparece simplemente la vida de todos los días. Solo eso. Momentos de paz, ratos solitarios, algunas sombras. La Europa real. La de las cosas tontas, la que conviene aprender a ver.

El colapso moral

Por: | 21 de octubre de 2013

En el post scriptum de Eichmann en Jerusalén (Debolsillo, 2001; traducción de Carlos Ribalta), Hannah Arendt escribe: “Este libro no se ocupa de la historia del mayor desastre sufrido por el pueblo judío, ni tampoco es una crónica del totalitarismo, ni la historia del pueblo alemán en tiempos del Tercer Reich, ni por último tampoco, ni mucho menos, un tratado sobre la naturaleza del mal”. Fue también muy cuidadosa desde el principio para definir exactamente lo que estaba haciendo: informar, dar cuenta, contar un proceso judicial. “El objeto del juicio fue la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo alemán, ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el racismo”. Así que conviene aceptar las reglas de juego, y no convertir el trabajo de Hannah Arendt en otra cosa. El libro está, evidentemente, lleno de los sufrimientos del pueblo judío durante el Tercer Reich, por todas partes hay nazis que manifiestan sin sonrojo sus objetivos y que celebran los avances de su abominable proyecto de Solución Final, sale también Hitler y sus políticas y está, por tanto, empapado por esa sustancia dúctil y que se desliza como un corriente invencible por todos los rincones: el mal. El asunto central, sin embargo, es el proceso, y ese proceso “se centra en la persona del acusado, en una persona de carne y hueso, con una historia suya, individual, con sus propias formas de comportamiento, y con sus propias circunstancias”. Es importante no perder en ningún momento de vista esa cuestión, y más cuando con tanta frecuencia se pretende que la Justicia se pronuncie sobre diferentes abstracciones (“los crímenes del franquismo”, “los horrores de los nazis”, “los excesos de los fascistas”). La cuestión es que solo puede juzgarse a personas concretas por haber cometido delitos concretos, y los jueces tienen que tener en consideración todos los argumentos, los del fiscal y los de la defensa. Etcétera. Hannah Arendt ha vuelto a despertar interés recientemente por la película de Margarethe von Trotta, que se centra sobre todo en las circunstancias que rodearon su trabajo sobre el juicio a Eichmann en Jerusalén. Barbara Sukova es una actriz impresionante, pero no se parece nada a Hannah Arendt y eso produce a veces desconcierto.  

Hannah arendt
Antes de la película estuvo, en cualquier caso, el texto de Hannah Arendt, que sigue conservando intacto su poder de conmoción. Pero, sobre todo, su radical invitación a pensar las cosas. No hay concesión alguna a cuantos quieren orquestar un espectáculo para servirse del pasado en sus políticas del presente. Su análisis de los elementos jurídicos que rodean el proceso muestra cuánto quedaba (y queda) por hacer en relación a la forma de enfrentarse a los crímenes contra la humanidad. Y está su tesis sobre la banalidad del mal, que se maneja con soltura e incluso se critica o se ningunea, pero a veces sin haberse entendido de verdad. Eichmann era el mayor de cinco hermanos y en abril de 1932, cuando vivía en Salzburgo y estaba a punto de apuntarse a una logia masónica, ingresó en cambio en el Partido Nacionalsocialista. Lo que andaba buscando era alguna organización que le permitiera ganarse mejor la vida y entró, como cuenta Arendt, “al cauce por el que discurría la Historia”. “Fue como si el partido me hubiera absorbido en su seno, sin que yo lo pretendiera, sin que tomara la oportuna decisión. Ocurrió súbita y rápidamente”, dijo Eichmann en Jerusalén.

Una vez dentro, y cuando el proyecto nazi empezó a concretarse, trabajó con la meticulosidad propia de un profesional exigente. Debía ocuparse de la deportación de los judíos, borrarlos de la faz de Europa y conducirlos al matadero. Las órdenes las daba Himmler. En primer lugar al jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), que las notificaba al responsable de la Gestapo (la Sección IV de ese inmenso organismo), que era quien se las transmitía verbalmente a la Subsección IV-B-4. Eichmann mandaba ahí. Y fue el más eficaz a la hora de hacer su trabajo. “Esto es como una fábrica automática, como un molino conectado con una panadería”, explicó durante el juicio a la hora de describir alguno de los procedimientos que puso en marcha. “En un extremo se pone a un judío que todavía posee algo, una fábrica, una tienda, o una cuenta en el banco, y va pasando por todo el edificio de mostrador en mostrador, de oficina en oficina, y sale por el otro extremo sin nada de dinero, sin ninguna clase de derechos, sólo con un pasaporte que dice: ‘Usted debe abandonar el país antes de quince días. De lo contrario irá a un campo de concentración”. Se sabe que la mayor parte de los judíos terminó ahí, aquella fábrica funcionó con precisión. También lo hicieron las otras, las que los gasearon, pero eso no formó parte del trabajo de Eichmann.

HI Eichmann trial
En la maquinaria puesta en marcha para llevar a cabo la Solución Final, participaron los propios judíos. Hannah Arendt, judía, tuvo la valentía de contarlo. “Eichmann (en la imagen, durante el juicio) no esperaba que los judíos compartieran el general entusiasmo que su exterminio había despertado, pero sí esperaba de ellos algo más que obediencia, esperaba su activa colaboración y la recibió, en grado verdaderamente extraordinario”, escribe. “Lo más grave, en el caso de Eichmann”, apunta en otro lado, “era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”. Pero eso no justifica nada. Arendt, en el discurso que dirige a Eichmann al final del libro, y ante su afán por escurrir el bulto afirmando que todos hicieron lo mismo (“con esto quisiste decir que, cuando todos, o casi todos, son culpables, nadie lo es”), afirma con rotundidad: “Ante la ley, tanto la inocencia como la culpa tienen carácter objetivo, e incluso si ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo que tú hiciste, no por eso quedarías eximido de responsabilidad”. Eichmann fue culpable de sus crímenes, al margen de haber vivido en una época en que los nazis produjeron en la respetable sociedad europea un “colapso moral” de tal magnitud que no solo afectó a los victimarios sino también a sus víctimas. Es verdad que Eichmann en Jerusalén es nada más que la crónica de un proceso, pero al relatarlo permite construir un lúcido diagnóstico sobre aquella terrible desgarradura.

El juego de los olvidados

Por: | 10 de octubre de 2013

No se le puede pedir a la Academia Sueca que esté en todo y, por tanto, tampoco se le puede reprochar que en la lista de los premios Nobel de Literatura no figure el mejor escritor del siglo XX, Franz Kafka. Es verdad que buena parte de su obra es póstuma, y que no entra en las reglas de juego del Nobel otorgar el galardón al que ya no está entre los vivos. También es cierto que la mayor fama de Kafka le viene de sus obras que aparecieron cuando ya había muerto: El castillo o El proceso. Pero si esto es un juego, no está de más recordarles a sus señorías que Contemplación apareció en 1913, que La condena podía leerse ese mismo año, que La metamorfosis es de 1915 y que en 1919 estaba disponible En la colonia penitenciaria, entre otros escritos que vieron la luz, casi siempre breves. ¿Que no son las mejores obras de Kafka? De eso se puede discutir, pero lo que es indiscutible es que basta un fragmento de alguna de esas narraciones para poner en entredicho el valor de la obra entera de muchos autores que se llevaron el premio a casa. Con un escueto momento, tomado de cualquier sitio, es suficiente para rendirse a la literatura de Kafka. Por elegir alguno, ahí tienen la escena de Un médico rural en que los caballos que han conducido a éste a la casa del enfermo emergen en su habitación: “Esos caballos, que no sé cómo se han desatado de las riendas; tampoco sé cómo desde afuera han empujado la ventana; asoman la cabeza, cada uno por su ventana, y sin preocuparse por las exclamaciones de la familia contemplan al enfermo”. ¿La pesadilla del mundo? ¿Un mundo de pesadilla? ¿O solo una broma cruel donde gobierna el azar y se obedece a una lógica disparatada?

Franzkafka

Que cada cual haga su lista. Donde pone Kafka (en la imagen), hay quien preferirá escribir Anton Chéjov, Marcel Proust, Joseph Conrad, Henry James, Rainer Maria Rilke, Fernando Pessoa, Robert Musil, Virginia Woolf o James Joyce, por soltar una ristra de imprescindibles cuya ausencia entre los galardonados hace dudar seriamente del rigor y la puntería de los académicos suecos. ¿Cómo se puede tomar en serio a los sucesivos jurados si no se rindieron  abiertamente a Cesare Pavese, Vladimir Nabokov, Malcom Lowry, Louis Ferdinand Céline o Robert Walser y, sin embargo, premiaron a José Echegaray, Rudolf Christoph Eucken o Wladyslaw Reymont, por acordarse de algunos de los que ya no se acuerda nadie?

Una de las razones que suele aducirse para tanto despropósito es que los Nobel no premian exclusivamente a la literatura sino que se inclinan, más bien, por la literatura con floripondio. O lo que es lo mismo, que a los académicos suecos les suelen gustar esos escritores que llevan prendidas de sus obras esas causas que provocan el aplauso de los mortales: vocación de cambiar el mundo, interés por las minorías marginadas, recuperación de territorios exóticos, consejos morales de relumbrón. Pero ni siquiera eso es siempre cierto si se repara en tipos que dudosamente harían concesión alguna a cualquier tipo de adorno, por cargado que estuviera de valores humanistas, como Knut Hamsum, que lo recibió en 1920, o V. S. Naipaul, al que se lo otorgaron en 2001.

Al que suele nombrarse siempre es a Jorge Luis Borges. ¿Cómo no le dieron el Nobel a Borges? Es verdad, ¿cómo metieron la pata de manera tan rotunda, cómo dejaron que se les fuera muriendo sin reaccionar a tiempo? Su obra no solo es una síntesis de las tradiciones literarias más diversas sino que inaugura nuevos caminos para la escritura, combina la referencia más directa al ruido del mundo con un gusto recurrente por cuestiones abstractas, tiene algo de artefacto intelectual y está tocada también por las penas y los trabajos que a todos corresponden. Y tiene la osadía de contar historias de este calibre: “El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad”. No se lo dieron a Borges, ¡pero es que tampoco se acordaron de Juan Rulfo! ¿Cómo? ¿Fueron capaces de ignorar también a aquel coloso que en una novela y una colección de cuentos atrapó las palpitaciones de la muerte en su trato cotidiano con la vida? Ese escritor de oído tan fino, el que puso en pie Comala para que un hijo buscara a su padre, “un tal Pedro Páramo”. Rulfo, que en una frase definía un mundo: “Odilón y yo éramos sinvergüenzas y lo que tú quieras; y no digo que no llegamos a matar a nadie; pero nunca lo hicimos por tan poco”. Sí parece cierto que a la Academia sueca le podría aterrorizar dar semejante premio a un autor de obra tan breve, pero es que tampoco repararon en poetas como César Vallejo o José Ángel Valente (ni tampoco en Paul Celan, W. H. Auden o Zbigniew Herbert). Y pueden ser capaces de no dárselo a Rafael Sánchez Ferlosio. Señores académicos, todavía tienen tiempo de reparar tamaño olvido.

En este juego de los olvidados, se podría también incluir a Ernst Jünger. La Academia entonces podría haber bordado la justificación del fallo: por recoger en tantos de sus escritos el rostro impenetrable de la guerra. A Clarice Lispector tenían que habérselo dado por su coraje a la hora de romper moldes y a Junichiro Tanizaki por su finura cuando trató de las sombras. Si los académicos hubieran tenido alguna vez un poco de ganas de provocar hubieran acertado de lleno con E. M. Cioran, Antonin Artaud o Thomas Bernhard. No supieron apreciar a tiempo la envergadura del desafío literario de W. G. Sebald y, como se descuiden, se les van a escapar algunos de los mejores que siguen ahí: Philip Roth, Lobo Antunes, Jean Echenoz. Pero, en fin, lo que jamás se les podrá perdonar a los jurados del Premio Nobel de Literatura es que no se lo dieran a Witold Gombrowicz. El polaco que desembarcó en Argentina y que se aplicó a dar una buena cantidad de bofetadas a las formas establecidas. “En todo lo que escribo, mi objetivo --uno de mis objetivos-- consiste en estropear el juego”, confesó en sus diarios. No está mal para entretenerse. De estar todavía aquí, seguro que ya se habría cargado este mismo pasatiempo. Por darle tanta importancia a unos premios que han tenido olvidos de una envergadura verdaderamente bochornosa.


Por favor señor cartero

Por: | 02 de octubre de 2013

Quienes hayan escuchado a las Marvelettes cantando Please Mister Postman entenderán de qué se trata: una tromba de energía, una sacudida de electricidad que recorre la columna vertebral y levanta a un muerto. La canción llegó al número uno de las listas de Billboard en 1961. Su composición fue accidentada y los créditos de los discos en los que fue apareciendo le otorgan distintos padrinos. La primera versión, la de las Marvelettes para la Tamla Motown, la firmaron Georgia Dobbins, William Garnett y Brianbert (el nombre bajo el que figuraban los trabajos de Brian Holland y Robert Bateman). La solista fue Gladys Norton y en la batería estaba Marvin Gaye. Espere, señor cartero, ¿no llevará una carta para mí? Llevo esperándola un montón de tiempo y quiero saber si mi chico volverá por fin a casa. Las Marvelettes echaban de menos al novio que estaba fuera, se supone que en la guerra. Cuando los Beatles incorporaron la canción a su repertorio, John Lennon cantaba que esa lágrima que asoma en sus ojos es por su chica. Y ya daba igual saber qué diablos hacía en otra parte. Mire señor cartero en su bolsa, seguro que tiene que llevar algo de ella. Please Mister Postman fue una de las canciones que tocaron The Beatles a lo largo de 1962 en The Cavern, aquel club de Liverpool donde cosecharon sus primeros éxitos. Un año después la incluyeron en With The Beatles, su segundo disco de larga duración. Tener la misma gracia de las Marvelettes era francamente una osadía, pero aquellos jovencitos británicos consiguieron estar a la altura. Más adelante se convirtieron en uno de los grupos más importantes de la música popular del siglo XX.

 

En Antología (Ediciones B; Barcelona, 2000), el libro en que los Beatles explican a los Beatles, Ringo Starr cuenta que cuando se conocieron los cuatro compartían prácticamente los mismos gustos. “Todos teníamos a The Miracles, todos teníamos a Barret Strong y ese tipo de gente. Supongo que eso nos ayudó a unirnos como músicos y como grupo”, dice. Paul McCartney comenta: “Todos estábamos muy interesados en la música americana, mucho más que en la británica. Ringo entró en el grupo sabiendo más de blues. Como venía del Dingle, junto al río, había conocido a muchos marinos mercantes (ésa era una manera de que los chicos salieran de Liverpool y pudieran ir a sitios como Nueva Orleans y Nueva York) que compraban montones de discos de blues”. Harrrison, por su parte, se acordaba de que escuchaban “algunos discos de rhythm & blues americanos increíbles de los que la mayoría de americanos nunca ha oído hablar”. Brian Epstein, el tipo que empezó a moverlos por la industria y terminó lanzándolos al estrellato, se ocupaba de un negocio familiar, la North East Music Stores (NEMS). Harrison: “Antes de una actuación nos reuníamos en la tienda de discos, después de que hubieran cerrado y nos lanzábamos sobre las cubiertas para ver qué novedades había. Allí fue donde descubrimos artistas como Arthur Alexander y Ritchie Barrett (Some Other Guy era un gran canción) y discos como If You Gotta Make a Fool Of Somebody”, de James Ray”. 

Please Mister Postman (pero también otros clásicos de la música negra que incluyeron en sus primeros discos). El blues que llegaba al Reino Unido en los equipajes de los marinos mercantes. Las últimas novedades que pillaban en NEMS y que les servían de carburante para seducir a sus primeros seguidores. Seguramente todo eso forma parte de la prehistoria de los Beatles. Pero está ahí y conviene acordarse de vez en cuando. Aquellos impecables caballeretes con sus flequillos medio desordenados y sus corbatas negras y sus inmensas sonrisas crecieron respirando con los latidos del rhythm & blues. Y, se vea por donde se vea, ésa es la mejor escuela.

 

Uno detrás de otro fueron llegando los primeros discos de la época amable del grupo. Las voces solistas (a ratos tenían resbalones negroides, como haciéndoles un guiño a sus maestros), los coros, la parca instrumentación de guitarras, bajo y batería, el guiño sentimental de algunas letras, el punto gamberro, ese simpático desparrame que terminó siendo la beatlemanía. Cuando hacia 1966, a la altura de Revolver pero con algunos célebres precedentes, empezaron a poner en marcha la fábrica de los prodigios, las composiciones de Lennon & McCartney ya cogieron velocidad para convertirse en clásicos indiscutibles, y seguramente inclasificables. Algunas de sus canciones asombran por su imponente sencillez y, en otras, hay que reconocer que marea su sofisticada ingeniería. Ahí están, y a ratos merece la pena entretenerse en rascar en su interior para escuchar (al fondo) los latidos de sus orígenes. El soul y el rhythm & blues, las raíces negras, Please Mister Postman.

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal