En un reciente libro de Bernard Plossu, Europa (La Fábrica/Fundación Santander 2016; Madrid, 2010), se incluye una fotografía de un puñado de maletas que viaja en un barco por el canal que une a Francia con el Reino Unido. Hay imágenes del puerto de Palermo y del puerto de Antwerpen. Por una carretera de Polonia camina un grupo de personas. Un hombre mayor cruza una calle de Madrid. Una pareja de ancianos pasea por Roma. En Bruselas, un ejecutivo encorbatado corre con su cartera. También en Milán un hombre envuelto en un abrigo avanza con prisas, seguramente va retrasado. Un paso subterráneo en Londres, el túnel de un tren en Bayona. Gente por la calle en Coimbra y en Marsella. Una ciudad nevada: Schmirn, en Austria. Un palacio solitario en Sicilia, un castillo en Aragón. En Niza, una chica con unas hermosas piernas fuma sentada en el banco de una calle. Cuatro personas están en distintos lugares de una plaza de Berlín y cada una está concentrada en lo suyo. Hay unas grúas en Dover y un avión que pasa volando por encima de Innsbruck. Un hombre con sombrero, corbata, traje y gafas negras avanza solitario por una espacio vacío en Tesalónica. La relación de momentos podría seguir. Edificios viejos y nuevos, casas imponentes y habitáculos destartalados, cielos nublados, bruma, las luces que iluminan una calle al anochecer, las limpias líneas de la modernidad y las construcciones pobres y abigarradas de tiempos lejanos. Niños que van con sus padres (primera imagen: Cataluña), gente solitaria, amigas charlando (segunda imagen: Madrid), hombres bebiendo en una bar, una pareja enamorada, los tacones de un señorita que camina por París. Todo eso es Europa, nos cuenta Plossu. Sus fotografías son hermosas, conviene perderse en cada una de ellas. En el norte de Francia, al lado del mar, tres edificios de apartamentos seguidos y la playa vacía y el cielo cubierto de blanco. Un lugar cualquiera, seguramente bastante feo, sin gracia por lo menos. Plossu lo convierte en otra cosa. Resulta difícil traducir sus fotografías en palabras. Seguramente serviría de ayuda poner un fado, una soleá, una canción napolitana. O un cuarteto de Debussy, una sonata de Schubert, alguna cantata de Bach. Por ejemplo, la 199, que lleva por título Mi corazón nada en sangre y que en alguna parte dice: “Profundamente inclinado y lleno de remordimiento / me presento ante tí, Dios amado, / reconozco mi culpa / pero ten todavía paciencia, / ten paciencia conmigo”. ¡Ah, Europa!
Las maletas, los puertos, las carreteras, los trenes y los aviones: Bernard Plossu, el fotógrafo francés que nació en 1945 en Dá Lat (sur de Vietnam), nos cuenta la Europa de estos últimos años yendo de un lado a otro. Lo mismo que han hecho los propios europeos desde siempre: sales de un pueblo del sur lleno de sol y llegas a un rincón nevado del norte. O al revés: de la bruma y el frío a los cielos despejados y cristalinos. Te vas porque estás huyendo o porque no tienes trabajo; también los haces por afán de conocer, para hacer negocios, por puro placer. No siempre salen personas en las fotografías de Plossu: como si quisiera decir que hay un fondo que permanece y ríos de transformaciones que modifican poco a poco la sustancia de las cosas. La Europa última que ha atrapado Plossu con su cámara es la Europa que consiguió salir de una íntima desgarradura, pues estuvo nadando en la sangre de dos terribles guerras, y que también dijo: Señor, reconozco mi culpa, ten paciencia.
En el catálogo de la exposición que el IVAM le dedicó en 1997, Josep Vicent Monzó escribe que “Plossu ha escogido voluntariamente realizar sus fotografías con el mínimo nivel tecnológico necesario, haciendo de esa decisión el elemento diferenciador de su personal ‘estilo”. Y explica que siempre trabaja con un objetivo de 50 mm, ya que este objetivo le permite traducir, según el fotógrafo, “todo aquello que percibe, sin ningún efecto artístico, traduce con precisión la emoción percibida. Es la esencia de la fotografía: la fuerza de su directa simplicidad, la verdad de su lenguaje, del mediodía radiante del desierto a los colores nocturnos del metro parisino”. En ese mismo catálogo, en Para un diccionario del planeta Plossu, Juan Manuel Bonet recogía otra frase suya para ilustrar la palabra instante: “La fotografía habla de todos los momentos aparentemente sin importancia que en el fondo tienen tanta importancia”. Esa idea la tradujo Rafael Doctor de la siguiente manera en la presentación del libro de Plossu Forget me not (Tf Editores; Madrid, 2002): “El fotógrafo de las cosas tontas. El fotógrafo que ve y nos dice que veamos donde aparentemente no se ve nada”. Manuel Arce, en el texto incluido en Europa recuerda la vieja deuda de Plossu con la nouvelle vague que el fotógrafo explicó así: “Un cine que era una manera de caminar con una cámara a la espalda y sin saber dónde estaba la magia. Porque una foto es una foto y no hay truco”.
Al recorrer las fotografías de Plossu vuelve a emerger aquello que con tanta frecuencia se olvida de Europa para seguir alimentando la bucólica imagen de un continente que supo salir de aquellos ríos de sangre con un proyecto que consiguió un radiante triunfo. Aparece simplemente la vida de todos los días. Solo eso. Momentos de paz, ratos solitarios, algunas sombras. La Europa real. La de las cosas tontas, la que conviene aprender a ver.