El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

El pequeño embarcadero de madera

Por: | 27 de noviembre de 2013

En una carta que Franz Kafka le escribió a Felice Bauer en la noche del 25 al 26 de febrero de 1913 le cuenta una anécdota de cuando era niño. Le explica que, entonces, siempre que podía se detenía delante del escaparate de una tienda de cuadros para dedicarse a observar una mala reproducción de una obra que representaba en color el suicidio de una pareja de amantes. Kafka no le ahorra ningún detalle y reconstruye minuciosamente la escena. Es de noche, es invierno, la luna parece colocada ahí simplemente para iluminar aquel último y trágico gesto. Los amantes están al fondo de un embarcadero, un “pequeño embarcadero de madera”, dispuestos a terminar con todo. “El pie de la joven, y el del hombre, tendían a un tiempo hacia las profundidades, y el espectador sentía con alivio como ambos caían ya, presa de la gravedad”, explica. Kafka le dice que la chica no llevaba sombrero, sino un velo verde que flotaba al viento mientras se precipitaban al vacío. Y observa también que el gabán negro del hombre se henchía. “Se mantenían abrazados, y nadie hubiera sabido decir si ella tiraba de él, o él la empujaba, hasta tal punto su impulso era equilibrado y necesario, y puede que ya entonces presintiera uno, aunque no lo llegase a comprender hasta más tarde, que para el amor tal vez no haya otra salida que la representada en aquel cuadro”. Ninguna otra salida, pues, eso le comentaba el escritor a su amada.

Se habían conocido  hacia unos siete meses y no se habían vuelto a ver desde aquella tarde en casa de Max Brod, el amigo de Kafka. Todavía no habían hablado de matrimonio. Toda su historia estaba hecha de palabras. De palabras que iban de Praga a Berlín y de Berlín a Praga. Se contaban cada uno de los detalles de sus días, se confesaban sus afectos y sus desafectos, y a Kafka le encantaba explorar cada vez más hacia el fondo, cada vez más dentro. Todo está en las Cartas a Felice (traducción de Pablo Sorozábal) que Nórdica acaba de rescatar, casi cuarenta años después de que Alianza las publicara en España en tres volúmenes. ¿Cómo decirlo sin exagerar ni una pizca? Pues eso, que en estas cartas están atrapadas todas las oscuridades del amor, cada uno de los pasos que se dan cuando uno se pierde en sus estancias, todo lo que tiene de falsa construcción, de azar, de puro disparate. Y de pasión inexplicable, de bendición, de júbilo. De horror y de tristeza.

Kafka y feliceElias Canetti escribió El otro proceso de Kafka (Muchnik, Alianza, 1983; traducción de Michael Faber-Kaiser y Mario Muchnik) para intentar penetrar en el inquietante misterio de esta correspondencia. Uno de sus efectos fulminantes fue que, en cuanto Kafka empezó a escribirle a Felice, inició una de sus etapas más creativas. La primera carta fue del 20 de septiembre de 1912, más de un mes después de haberla conocido. Dos noches más tarde, Kafka redactó La condena de un tirón, en una sola noche,  a lo largo de diez horas. No había pasado una semana cuando empezaba El fogonero y, durante los dos meses siguientes, terminó hasta cinco capítulo de América. Dejó la novela durante dos semanas para sumergirse en La metamorfosis. Y, de pronto, vino el parón, en enero de 1913.  “Felice era una muchacha de naturaleza sencilla”, obsreva Canetti. “Es posible que durante mucho tiempo él hubiera podido proseguir el diálogo --si es que una palabra tan concreta puede emplearse para algo tan complejo e insondable-- que mantenía consigo mismo a través de Felice”. 

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Contra toda tentación

Por: | 23 de noviembre de 2013

En La quiebra de las democracias (Alianza, 1987), el sociólogo Juan J Linz rescata una de las frases de las que está trufada la ascensión de Hitler al poder: “Voy a revelaros lo que me ha llevado al puesto que ocupo. Nuestros problemas parecían complicados. El pueblo alemán no sabía qué hacer con ellos. En estas circunstancias el pueblo prefirió dejárselos a los políticos profesionales. Yo, por otra parte, he simplificado los problemas y los he reducido a la fórmula más sencilla. Las masas lo reconocieron y me siguieron”. Así que arrasó, y la República de Weimar se fue al garete. A Hitler le hicieron falta, pues, una fórmula sencilla y el apoyo de las masas. Europa conoció, a partir de ese momento, uno de los periodos más oscuros de su historia. Mucho después, cuando la tormenta hubo amainado, surgieron esos grandes interrogantes que, en el fondo, se reducen a uno solo: ¿cómo fue posible que pasara lo que pasó?

De eso trata La quiebra de las democracias. Linz, lógicamente, viste su trabajo con toda la artillería propia de las ciencias sociales y procura construir, según sus propias palabras, “un modelo descriptivo del proceso de caída de una democracia”. Tiene la atención puesta, sobre todo, en la Europa de entreguerras, pero no le hace ascos a otras circunstancias históricas y, de tanto en tanto, en la apabullante catarata de ejemplos con los que refuerza sus tesis aparecen referencias a otros procesos en los que la democracia cayó hecha añicos, por ejemplo, en distintos países latinoamericanos. Está pensando también, como no podía ser de otra manera, en el golpe de 1936 y en el desplome de la Segunda República, y en lo que vino después, la guerra y la larga dictadura franquista. “Nuestra hipótesis es que los regímenes democráticos que hemos estudiado tuvieron en un momento u otro unas probabilidades razonables de supervivencia y consolidación total, pero que ciertas características y actos de importantes actores —instituciones tanto como individuos— disminuyeron estas probabilidades”, escribe en la introducción del libro.

Juan j. linz

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Gángster o detective

Por: | 15 de noviembre de 2013

Son como dos mundos diferentes. En uno de ellos se toman las decisiones verdaderamente importantes. Ahí están las instituciones, el ejército y la policía, las burocracias que consiguen que funcionen las cosas, los partidos políticos, la bolsa y las empresas, etcétera. Un día llega al poder Hitler y convierte todo eso en una poderosa maquinaria de destrucción, en la que algunas personas corrientes como Adolf Eichmann colaboran con su impecable laboriosidad para que los engranajes funcionen a la perfección. Millones de judíos son conducidos a la muerte. Y queda para la historia una cifra que produce escalofríos. Ahora toca rascar en la gélida superficie de esos números para poder dirigirse al otro mundo, al que permanece en la sombra y donde aparentemente nada ocurre. Y llegar, por ejemplo, a Subotica, un pequeño pueblo de la provincia de Voivodina, al norte de Serbia, en la frontera con Hungría. Pongamos que es el segundo o tercer año de la Segunda Guerra Mundial. En un carro, un chaval de unos ocho o nueve años se ha escondido debajo del heno. Escucha que su padre conversa con un campesino con que acaba de encontrarse. De pronto se ponen a hablar del muchacho: que si es un gamberro, que si pronto va a salir disparado persiguiendo las faldas de las mozuelas. ¿Pronto?, se pregunta el padre, y le comenta que hace unos días hizo algo que por vergüenza ni se atreve a contar. El niño recuerda el momento. Jugaban al escondite con unos amigos, se metió en el corral con Julia, se tumbaron en la paja uno al lado del otro, se hicieron confidencias, y luego él la beso cuando ella cerraba los ojos. Sus amigos se burlaron entonces, y ahora el chico se acuerda y se muere del bochorno. “Por eso Andi había decidido no volver a casa a cenar”, cuenta Danilo Kiš en Penas precoces (Muchnick; Barcelona, 2000; traducción de Dragana Bajic y Mª Ángeles Alonso Zarza; se ha recuperado en Acantilado). “Ni mañana a desayunar. No volver nunca más a casa. Durante el verano pescaría peces en el río, y durante el invierno iría de pueblo en pueblo y ayudaría a los campesinos. Y cuando reuniera suficiente dinero, compraría una barca y se iría con su abuelo, a Cetinje. O a cualquier sitio. Se haría gángster o detective. Da igual”. Más adelante, un día de 1944, se llevaron al padre a Auschwitz. Nunca regresó.

Danilo-kis
Un pequeño rincón del mundo. Danilo Kiš (en la imagen) reconstruyó aquellos días de su infancia en ese pequeño libro. Una colección de pequeños fragmentos, de historias pequeñas, de pequeños acontecimientos. Insignificantes en el marco de la gran historia, sólo penas precoces. La madre los cogió un día, a Andi y a su hermana Ana, y fueron a la casa de unos parientes cuando todo había acabado. Esperaban encontrarse de nuevo a la tribu entera, pero sólo estaba la tía Rebeca. Andi no quiso creer que su padre había muerto, pero su tía lo miró de tal manera que parecía decirle: “¡tu creencia en su inmortalidad pronto será totalmente abatida, pequeño presuntuoso, el tiempo debilitará tu fe!”. Así ocurrió, tuvo que aceptarlo. Cuando se fueron de aquel lugar, cuando fueron deportados, Andi se llevó los papeles y las fotos que quedaban de su padre.

“Kiš tuvo una vida que se correspondió de principio a fin con lo que podría tenerse por lo peor que el siglo pudo ofrecer a su parte de Europa: la conquista nazi y el genocidio de los judíos seguido de la toma de poder soviética”, escribió Susan Sontag en Cuestión de énfasis (Alfaguara; Madrid, 2007; traducción de Aurelio Major). Luego apuntó: “Kiš es parte del puñado de escritores indiscutiblemente importantes de la segunda mitad de siglo”. Penas precoces, publicado originalmente en 1968, es su tercer libro. Recoge las cosas pequeñas que le pasaron a Andi en esos aciagos días (la guerra al fondo, el padre ausente, el trabajo para el señor Molnar, la pobreza, las redacciones en el colegio, la complicidad con el perro Dingo...). “(Sigamos en tercera persona. Después de tantos años, Andreas quizá no sea yo)”, sugiere Kiš entre paréntesis cuando cuenta aquella historia del beso.

El beso furtivo de unos niños en un corral, tumbados sobre la paja. Al muchacho le producía tanto terror que lo supieran que había decidido que su vida tenía que cambiar por completo. No volvería a casa, se prometió. Haría cualquier cosa: que más da, detective o gángster. Viviría. Saldría adelante. Pero no siempre es tan fácil. No siempre pasa. Un día ese otro mundo, lejano, remoto, del que poco se sabe (y menos aún cuando se es niño) desata la tormenta. Y aparecen unos desconocidos y se llevan a su padre. 

Camus, en sus cuadernos

Por: | 07 de noviembre de 2013

En septiembre de 1939, Albert Camus escribió en su cuaderno (Carnets, mayo de de 1935-febrero de 1942; traducción de Eduardo Paz Leston; Alianza, 1985) una frase que escuchó en un tranvía: “A Hitler si se le da un dedo, habrá que cederle todo”. Unas cuantas anotaciones más tarde reflejaba su extrañeza por lo que estaba pasando: “Estalló la guerra. ¿Dónde está la guerra? Fuera de las noticias que hay que creer y de los carteles que hay que leer, ¿dónde encontrar los signos de este absurdo acontecimiento?”, se preguntaba. Y poco después se decía: “Haber vivido en el odio de esta bestia, tenerla delante de sí y no saber reconocerla. Tan pocas cosas han cambiado. Más tarde, sin duda, vendrán el lodo, la sangre y el asco inmenso. Pero por el momento sentimos que el comienzo de las guerras es semejante al principio de la paz: el mundo y el corazón los ignoran”. Pronto llegarían, efectivamente, “el lodo, la sangre y el asco inmenso” y aquel joven escritor y periodista, que también se dedicaba al teatro, pondría su pluma al servicio de la Resistencia dirigiendo Combat. Sólodespués publicaría la obra que le dio más fama, El extranjero, y se pelearía con Sartre y su posición sobre Argelia le traería complicaciones y ganaría el Premio Nobel y un día, en 1960, un accidente de coche terminaría con su vida. En septiembre de 1939, cuando Hitler invadió Polonia, era simplemente un hombre perplejo que intentaba reconocer a la bestia. “Juzgar un acontecimiento es imposible e inmoral si es desde fuera”, apuntó más adelante en su cuaderno. “Es en el seno de esta absurda desgracia donde se conserva el derecho a despreciar”. 

Albert camus
Los cuadernos que se conservan de Camus empiezan con una larga anotación de mayo de 1935 y terminan en marzo de 1951. Apunta ideas cazadas al vuelo, ensaya diálogos, procura explicarse a sí mismo el torbellino de asuntos que lo afectan, recoge las primeras notas de las obras que luego desarrollará, describe paisajes, resume sus viajes: “Breslau. Llovizna. Iglesias y chimeneas de fábrica. Su peculiaridad trágica” (julio de 1937). Es el lugar donde está a solas consigo mismo, donde se desnuda y afila sus argumentos y esconde sus miedos, donde se observa y se define. Así que hoy, cuando se cumplen cien años del nacimiento del autor de La peste, no está de más copiar lo que apuntó, antes de la guerra, sobre el oficio que marcó en buena medida su escritura: “¿Intelectual? Sí. Y no renegar nunca de ello. Intelectual=aquel que se desdobla. Eso me gusta. Estoy contento de ser los dos. ‘¿Si eso puede unirse?’ Cuestión práctica. Hay que hacer la prueba. ‘Desprecio la inteligencia’ significa en realidad: ‘no puedo soportar mis dudas”. Camus supo hacerlo, y hurgó en sus contradicciones, que eran las de su tiempo, y tuvo el coraje de definirse, sabiendo siempre que estaba caminando sobre un alambre.

Además del intelectual, estaba el otro Camus. Es el que, por aquellos días de 1937, escribía su primera novela, La muerte feliz. Y tomaba notas:  “M. Todas las noches colocaba el arma sobre la mesa. Terminado el trabajo, arreglaba sus papeles, acercaba el revólver, lo ponía contra la frente y en él deslizaba sus sienes, calmando sobre el frío del metal la fiebre de sus mejillas. Y luego permanecía así durante un largo rato, dejando correr sus dedos a lo largo del gatillo, manoseando el seguro, hasta que el mundo callara en torno suyo y que, soñoliento ya, todo su ser se replegara en la sola sensación del metal frío y salado de donde podía salir la muerte”. M es Mersault, el oficinista que protagoniza aquella historia, un tipo obsesionado con la idea de ser feliz. “Desde el instante en que no nos suicidamos debemos guardar silencio ante la vida. Y él, despertándose, la boca llena de una saliva ya amarga, lamía el cañón del arma, introduciendo su lengua en él y, en un estertor de felicidad sin medida, repetía maravillado: ‘Mi dicha no tiene precio”. Inmediatamente después, Camus escribió: “M. 2ª parte. Las catástrofes sucesivas. Su coraje. La vida se entreteje de esas desgracias. Se instala en esa tela dolorosa, construye sus días alrededor de aquellos regresos nocturnos, de su soledad, de su desconfianza, de sus sinsabores. Lo creen estoico y resistente. Pensándolo bien, las cosas no pueden marchar mejor. Un día, un incidente insignificante: uno de sus amigos le habla distraídamente. Vuelve a su casa. Se mata”.   

Existe claro, una distancia entre aquellos esbozos y lo que finalmente escribió Camus. Esas notas no son nada más que el primer soplo, el primer golpe de inspiración. El hombre con el revólver. La tentación del suicidio. El metal frío y salado. Sea como sea, en esos cuadernos donde Camus se estaba dirigiendo en realidad a sí mismo, es donde recoge para el lector con la mayor sencillez las cuestiones que terminaron marcando su obra. El intelectual (“aquel que se desdobla”) y el otro, el que anda trabajando obsesivamente sobre ese extraño laberinto de emociones que engrasa la maquinaria que mueve al hombre. ¿Qué le dijo distraídamente a M. aquel amigo para obligarlo a regresar a casa y a matarse?

El salto a la oscuridad

Por: | 06 de noviembre de 2013

En el verano de 1925 las ancianas campesinas llevaban en Alemania la esvástica en sus batas de trabajo. Lo cuenta el historiador Ian Kershaw en su biografía de Hitler (Península; Barcelona, 2010). Enseguida explica que era fácil deducir que no tenían ni la más remota idea de los objetivos de los nazis. “Pero estaban seguras de que el gobierno era incompetente y de que las autoridades estaban despilfarrando el dinero de los contribuyentes. Estaban convencidas de que ‘sólo los nacionalistas podrían salvar a la gente de esta presunta miseria”. Todavía no se había producido el crack de 1929, que complicaría las cosas todavía más, pero desde principios de los años veinte las cifras no eran buenas. “El país estaba en bancarrota, la moneda carecía de valor y la inflación se había disparado vertiginosamente”, cuenta Kershaw. Se estaban dando, pues, las circunstancias idóneas para que prendiera en una parte significativa de la población un mensaje de redención nacional que prometiera un futuro radiante. Adolf Hitler iba a ser el encargado de agitarlo a los cuatro vientos. Había publicado ese mismo año de 1925 Mein Kampf (Mi lucha). La filosofía contenida en aquel escrito, resume Kershaw en dos trazos, “se reducía a una visión maniquea y simplista de la historia como una lucha racial en la que la entidad racial superior, los arios, estaba siendo debilitada y destruida por la entidad inferior, los parásitos judíos”. El enemigo estaba identificado. Como Alemania había quedado, además, seriamente tocada tras el Tratado de Versalles, que consagró su derrota en la Gran Guerra, la población se sentía íntimamente herida, maltratada por los vencedores, humillada. Tocaba pues juntar ambos extremos y producir el cortocircuito: la furia y el odio, alimentados por el victimismo, y la identificación de un culpable. En febrero de 1921 se redactaron los 25 puntos del nacionalsocialismo, con lo que el movimiento se puso en marcha. Avanzó a lo largo de la década de manera imparable. El 30 de enero de 1933, Hitler juró como canciller del Reich. Un periódico católico definió lo que estaba pasando como un “salto a la oscuridad”.

Adolf hitler 1
Hitler había llegado al poder. Goebbels, uno de sus más estrechos colaboradores, improvisó entonces un desfile de antorchas. Kershaw apunta que el espectáculo fue “inolvidable, emocionante, embriagador”. Resulta significativo que, tras una de las primeras victorias de los nacionalsocialistas en unas elecciones, en el Estado de Turingia en diciembre de 1929, Hitler exigiera los ministerios de Interior y de Educación. “Quien controle esos ministerios y explote de forma implacable y constante su poder en ellos, puede conseguir cosas extraordinarias”, observó entonces, lo que dice mucho de su manera de entender la política. El siguiente paso que dio el partido fue introducir a sus militantes en los clubes y las asociaciones de las distintas comunidades provinciales. Conseguían asegurar así que la simplicidad de su mensaje fuera calando en los reductos más pequeños y desde ahí se extendiera por todas partes. El esquema se ajustaba a las ideas de Hitler, para quien “la política era la propaganda y, en lo esencial, lo seguiría siendo siempre: una movilización incesante de la masas a favor de una causa que seguir ciegamente, no ‘el arte de lo posible”, escribe Kershaw. Unas cuantas frases del propio Hitler resumen a la perfección su estrategia. “La gran masa es femenina. Su actitud es parcial y sólo conoce el duro ‘todo o nada”, dijo. Y también: “Lo que es estable es la emoción: el odio”. Y otra más: “El talento de todos los grandes líderes populares ha consistido en todas las épocas en concentrar la atención de las masas en un único enemigo”.

Tenía ese talento. Y supo enardecer a las masas explotando sus instintos más bajos. Poco tiempo después de llegar al poder, quiso concentrarlo por completo en sus manos. Para entonces ya había destruido a los demás partidos y a las elecciones del 12 de noviembre de 1933 solo se presentaron los nazis. Obtuvieron el 91,2% de apoyo. Los alemanes se habían rendido a su líder, abandonando toda razón, enceguecidos por su imponente despliegue de fuerza y poder. Lo peor todavía no había empezado. 

Perezoso, resentido, rebelde, huraño, obstinado y sin objetivos. Tenía frenéticos ataques de entusiasmo y una total falta de realismo. Autodidactismo dogmático, extravagancia, egocentrismo. Arrebatos repentinos de ira y cólera. Fue un fanático de la guerra y un soldado entregado. Carecía de sentido del humor. Adoraba a Wagner, sus historias de lucha titánica y redención, de victoria y muerte. Kershaw se pregunta al principio de su libro: “¿Cómo podemos explicar que alguien con tan pocos dotes intelectuales y tan escasos atributos sociales, alguien que estaba totalmente vacío fuera de su vida política, inaccesible e impenetrable incluso para quienes formaban parte de su entorno más íntimo, al parecer incapaz de mantener una amistad verdadera, sin la formación que proporcionan los altos cargos, sin tan siquiera la menor experiencia de gobierno antes de convertirse en canciller del Reich pudiera, pese a todo, tener una repercusión histórica tan inmensa y hacer que el mundo entero contuviera la respiración?”. La respuesta no es fácil y el historiador británico intenta darle forma en las dos entregas de su biografía (más de 1.300 páginas en la versión sintética reunida en un único volumen). Acaso la observación de Hannah Arendt tenga en este punto alguna relevancia: Hitler consiguió convencer a una gran mayoría de alemanes de que con él entraban “al cauce por el que discurría la Historia”. Quedaron seducidos, saltaron a la oscuridad.  

El País

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