En una carta que Franz Kafka le escribió a Felice Bauer en la noche del 25 al 26 de febrero de 1913 le cuenta una anécdota de cuando era niño. Le explica que, entonces, siempre que podía se detenía delante del escaparate de una tienda de cuadros para dedicarse a observar una mala reproducción de una obra que representaba en color el suicidio de una pareja de amantes. Kafka no le ahorra ningún detalle y reconstruye minuciosamente la escena. Es de noche, es invierno, la luna parece colocada ahí simplemente para iluminar aquel último y trágico gesto. Los amantes están al fondo de un embarcadero, un “pequeño embarcadero de madera”, dispuestos a terminar con todo. “El pie de la joven, y el del hombre, tendían a un tiempo hacia las profundidades, y el espectador sentía con alivio como ambos caían ya, presa de la gravedad”, explica. Kafka le dice que la chica no llevaba sombrero, sino un velo verde que flotaba al viento mientras se precipitaban al vacío. Y observa también que el gabán negro del hombre se henchía. “Se mantenían abrazados, y nadie hubiera sabido decir si ella tiraba de él, o él la empujaba, hasta tal punto su impulso era equilibrado y necesario, y puede que ya entonces presintiera uno, aunque no lo llegase a comprender hasta más tarde, que para el amor tal vez no haya otra salida que la representada en aquel cuadro”. Ninguna otra salida, pues, eso le comentaba el escritor a su amada.
Se habían conocido hacia unos siete meses y no se habían vuelto a ver desde aquella tarde en casa de Max Brod, el amigo de Kafka. Todavía no habían hablado de matrimonio. Toda su historia estaba hecha de palabras. De palabras que iban de Praga a Berlín y de Berlín a Praga. Se contaban cada uno de los detalles de sus días, se confesaban sus afectos y sus desafectos, y a Kafka le encantaba explorar cada vez más hacia el fondo, cada vez más dentro. Todo está en las Cartas a Felice (traducción de Pablo Sorozábal) que Nórdica acaba de rescatar, casi cuarenta años después de que Alianza las publicara en España en tres volúmenes. ¿Cómo decirlo sin exagerar ni una pizca? Pues eso, que en estas cartas están atrapadas todas las oscuridades del amor, cada uno de los pasos que se dan cuando uno se pierde en sus estancias, todo lo que tiene de falsa construcción, de azar, de puro disparate. Y de pasión inexplicable, de bendición, de júbilo. De horror y de tristeza.
Elias Canetti escribió El otro proceso de Kafka (Muchnik, Alianza, 1983; traducción de Michael Faber-Kaiser y Mario Muchnik) para intentar penetrar en el inquietante misterio de esta correspondencia. Uno de sus efectos fulminantes fue que, en cuanto Kafka empezó a escribirle a Felice, inició una de sus etapas más creativas. La primera carta fue del 20 de septiembre de 1912, más de un mes después de haberla conocido. Dos noches más tarde, Kafka redactó La condena de un tirón, en una sola noche, a lo largo de diez horas. No había pasado una semana cuando empezaba El fogonero y, durante los dos meses siguientes, terminó hasta cinco capítulo de América. Dejó la novela durante dos semanas para sumergirse en La metamorfosis. Y, de pronto, vino el parón, en enero de 1913. “Felice era una muchacha de naturaleza sencilla”, obsreva Canetti. “Es posible que durante mucho tiempo él hubiera podido proseguir el diálogo --si es que una palabra tan concreta puede emplearse para algo tan complejo e insondable-- que mantenía consigo mismo a través de Felice”.