El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Los cataclismos

Por: | 20 de diciembre de 2013

Nada más empezar a leer, la historia te ha agarrado y ya no te va a soltar más. Es como si entrara en tromba en tu vida y te exigiera, de alguna manera, participar en las circunstancias de cuanto se está contando. Ese es el poder de la literatura de Alice Munro, y por eso le deben haber dado el Nobel. Toma la palabra y lo que dice resulta tremendamente familiar, próximo. Pequeñas cosas, decisiones cotidianas, las ilusiones corrientes, los tropiezos habituales. Pero todo tocado, como ocurre también en la realidad, por esos minúsculos procesos interiores que van contagiando de turbulencias cuanto nos pasa. Alice Munro tiene un enorme talento para los detalles, los va dejando caer por el camino: como si fueran irrelevantes cuando están mostrando lo más importante. De Louisa, por ejemplo, una joven bibliotecaria que viene de otra ciudad y que se aloja en distintos hoteles, dice que bebía un vaso de vino en las comidas. Luego se preguntará que puede ocurrir con una mujer así, que ha mostrado su independencia y el coraje imprescindible para manejar su vida a su manera. “¿Un poco demasiado lista y segura de sí misma, para aquella época, de manera que hacía sentirse incómodos a los hombres?”. Podría ser, bebía un vaso de vino. Pero luego está también la prodigiosa manera que tiene Munro para describir a sus personajes. Respecto a la propia Louisa, escribe: “¿Sería una de esas personas llenas de grietas remendadas que sólo se ven de cerca? ¿La perturbaba un antiguo sufrimiento, algún secreto?”. Es lo que está pensando el hombre que la observa. Igual resulta que también es lo que piensa el lector, o lo que Munro quiere que el lector se pregunte. Damas y caballeros: ahí estamos, ya nos han arrancado del mundo para que lo habitemos más adentro, más en sus diabólicos pasadizos, en sus misterios que no tienen solución, en sus asuntos que no tienen salida, en los que dan paz y sosiego, en los que provocan heridas. Pongamos Secretos a voces (RBA; traducción de Flora Casas), una de sus muchas colecciones de relatos. Una maravilla.

Alice munro the guardian

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Pequeñas conmociones

Por: | 02 de diciembre de 2013

Dos amigos se encuentran después de mucho tiempo. “El gordo acababa de comer en la estación y sus labios manchados de mantequilla lucían como cerezas maduras. Olía a jerez y a agua de azahar. El flaco acababa de bajarse del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajas de cartón. Olía a jamón y a posos de café”. Antón Chéjov publicó El gordo y el flaco en 1883 en la revista Fragmentos, y es uno de los 240 relatos incluidos en el primer volumen de los Cuentos completos del escritor ruso, que Página de Espuma publica estos días y que recoge su primera producción, la que realizó entre los años 1880 y 1885. No son más que tres páginas. Los amigos se abrazan, fueron juntos al colegio, no se han visto desde entonces. Preguntan por sus historias. A uno le fue bien, al otro un poco peor. Chéjov está ahí en medio de la situación, registrando cada uno de los detalles, los minúsculos cambios, la más mínima alteración. Observa los engranajes, si las piezas hacen algún chirrido. Y sí que lo hacen, vaya que lo hacen. “He llegado a Consejero secreto. Tengo dos estrellas”, dice el gordo. Un buen cargo, sí señor. Y el flaco, que se había mostrado desenvuelto, que había bromeado sobre sus días de infancia, que había hecho gala hasta entonces de sus recursos, “palideció de repente, se quedó de piedra, pero pronto todo su rostro se transformó en una amplia sonrisa; parecía que su cara y sus ojos echaban chispas. Se arrugó, se encorvó, se encogió...”. Chéjov desmenuza el episodio, y lo cuenta. Y seguramente buena parte de su maestría tiene que ver con eso. La vida cotidiana está llena de pequeñas conmociones, toda la vida está recorrida por esos rasguños apenas perceptibles, gestos que se escapan sin querer pero que revelan cuanto ocurre por dentro, que desencadenan cada una de las calamidades. ¿Calamidades? Minúsculas calamidades, pero calamidades al fin ya al cabo.

1885 (1)En su breve libro sobre sobre el escritor ruso, Antón Chéjov (Acantilado, 2006; traducción de Celia Felipetto), Natalia Ginzburg escribe a propósito de esta temprana época: “Chéjov ya tenía una forma extraordinaria de introducirse en una historia, una forma brusca y ligera, fulminante e imperiosa, como si de pronto alguien abriera de par en par una puerta o una ventana para ofrecer al lector los rasgos de una figura humana o de un grupo de figuras humanas, permitirle escuchar el sonido de sus voces, intuir sus estados de ánimo, el servilismo o la afectación, la paciencia o la prepotencia, y a continuación, cerrara esa puerta o esa ventana ante el lector absorto, divertido y estupefacto”.

Así es. Absortos, estupefactos, divertidos: en estas 240 piezas de esta entrega inicial de su narrativa completa hay de todo. Textos minúsculos como una bocanada de aire fresco, casi chistes, apuntes veloces, meras notas a pie de página sobre el ruido del mundo. Pero hay ya algunos cuentos más largos. El humor y la ternura (o la piedad), esas notas que definen la mirada de Chéjov (la imagen es de 1885) sobre las cosas, aparecen ya como el diamante en bruto que irá puliendo hasta construir sus obras maestras. Iba apretando las piezas para que el mecanismo de su escritura funcionara a la perfección.

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