El sistema de los objetos

Por: | 06 de enero de 2014

Lo primero son las campanas. Tocan a rebato, llamando a la movilización. Luego está el cuartel. A los flamantes soldados les entregan sus uniformes y les asignan su destino. Número de registro 4221: “11.ª escuadra de la 10.ª compañía, perteneciente en orden creciente al 93.º regimiento de infantería, 42.ª brigada, 21.ª división de infantería y 11.º cuerpo del 5.º ejército”. Después viene la despedida. La marcha de la tropa, los vítores de la gente. Reina un aire festivo: las cosas parecen formar parte de un orden cerrado, la guerra va a durar poco. El tren, la llegada a las Ardenas. El acantonamiento. Los muchachos toman copas, juegan a los naipes, por el aire cruzan aeroplanos a lo lejos. Pasan así tres meses. Entonces les toca caminar. Recorren pueblos devastados, en ruinas, ven muertos, chorros de sangre. Les ordenan que oscurezcan sus escudillas: no es bueno que el enemigo pueda orientarse con tanto brillo. Más adelante, en la frontera belga, a escasa distancia de Maissin, entrarán en combate. Deben lanzarse a paso de carga. Cuando empiezan a hacerlo, unos veinte hombres forman un corro, indiferentes a los proyectiles, aplicados a su tarea. Son los músicos del regimiento, tocan La Marsellesa. No deben perderse las formas. Una bala atraviesa el brazo del barítono, el del trombón cae herido, mueren el de la flauta y el de la viola. Estamos en el fragor de la batalla, esto es 14 (Anagrama; traducción de Javier Albiñana), del escritor francés Jean Echenoz. Cuando el episodio concluye, cuentan los muertos. La compañía ha sufrido 76 bajas.

Jean echenoz y miguel mora y otro ser humano
En la retaguardia, un domingo cualquiera de unas semanas antes en un lugar de la Vendée, Blanche se acaba de despertar en su habitación. Su cama es de cerezo; el armario, de pino de Virginia; el escritorio es de roble, la cómoda de caoba. A Jean Echenoz (al fondo, a la izquierda, junto al periodista Miguel Mora; la foto es de Daniel Mordzinski) no se le escapan las cosas, y procura ser preciso. Al personaje central de 14, Anthime, un joven de 23 años al que le toca ir a la Gran Guerra, lo ha sacado al principio del libro a pedalear en una bicicleta Euntes, “pensada por y para eclesiásticos”. Luego se detendrá en el pequeño avión biplaza modelo Farman F 37, en el biplaza Aviatik con su ametralladora Hotchkiss o en la pistola Savage, “especialmente adaptada para la aviación, envuelta en una rejilla para evitar que los casquillos se cuelen en la hélice”. Conviene no irse por las ramas y prestar atención a los objetos. ¿Qué llevan, por ejemplo, Anthime y los otros soldados en su mochila? Echenoz nos hace el favor: “material alimentario —botellas de aguardiente de menta y sucedáneo de café, cajas y bolsitas de azúcar y chocolate, cantimploras y cubiertos de hierro estañado, taza de hierro forjado, abrelatas y navaja—, ropa —calzoncillos cortos y largos, pañuelos de algodón, camisas de franela, tirantes y polainas de paño—, productos de mantenimiento y de limpieza —cepillos de ropa, de calzado y para las armas, latas de grasa, de betún, botones y cordones de recambio, estuche de costura y tijeras de punta redonda—, artículos de aseo y de sanidad —apósitos individuales y algodón hidrófilo, toallitas, espejo, jabón, navaja de afeitar con su afilador,  brocha, cepillo de dientes, peine—, así como objetos personales —tabaco y papel de fumar, cerillas y mechero, linterna, pulsera identificativa con placas de alpaca y aluminio, pequeño misal de soldado, cartilla individual”. Y apunta que, gracias a unas correas, pueden llevar también una manta enrollada, una lona de tienda de campaña con palos, piquetas y cables, la famosa escudilla que les encargaron embadurnar con betún para que no lanzara destello alguno, un pequeño haz de leña embutido en una cazuela y, bueno, otros útiles de campaña (hacha o cizalla, hocino, sierra, pala, pico o piqueta), una bolsa de agua, un farol con su estuche de lona. No está mal: 35 kilos cuando no ha llovido.

La pequeña novela de Jean Echenoz tiene menos de 100 páginas en su edición española. Las suficientes para bajar al infierno. El escritor francés se ha tomado la molestia de no llenar la narración con hojarasca inútil. Se sirve de los objetos para construir la época y ha elegido unos cuantos personajes para darle calor humano a la historia. Vuelan los proyectiles, explotan, se amontonan los cadáveres. Alguna vez habla del miedo. Cuenta, por ejemplo, que los zapadores sudaban. Que sudaban de cansancio “y miedo”. Narra un combate entre aviones: “...una bala atraviesa doce metros de aire a setecientos metro de altura y mil por segundo y penetra en el ojo izquierdo de Noblès para salir por encima de su nuca...”. Alfred Noblès es el piloto. Lleva su casco, unas gruesas gafas protectoras, un mono de tela negra cauchutada recubierta de piel de conejo y reforzada con piel de cabra, la cazadora y el pantalón son también de cuero, lleva botas y guantes forrados. Hace frío ahí arriba, no se puede viajar de cualquier manera.

No hay nombres de batallas, ni salen los políticos ni los militares que orquestaron la masacre. Echenoz prefiere ocuparse de los piojos y de las ratas. Su pequeña novela es necesaria por eso. Porque detrás de las ambiciones de los estados y de las estrategias de los generales, que tanto se recordaran este año del centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial, están las criaturas que pasaron cuatro años en las trincheras. Es curioso que los objetos digan tanto de su sufrimiento.

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El tercer personaje de la foto del gran Mordzinsky es un clochard que se refugió del frío en la lavandería. Justo enfrente de casa de Echenoz, a las cuatro de la tarde.

Es cierto que Echenoz “se ha tomado la molestia de no llenar la narración con hojarasca inútil“. Pero, sin embargo, a veces deseas que a su bonsái le crezca de repente una rama rebelde y frondosa. Por momentos, está a punto de suceder, pero Echenoz esgrime enseguida sus tijeras de podar: “Todo esto se ha descrito mil veces…” “Es sabido lo que vino después”. ‘14’ funciona así como un estilizado prólogo de una guerra de la que nunca sabremos lo suficiente. Con tu permiso, José Andrés, invito a tus lectores a leer mi reseña, que debe, mucho, a Miguel Mora:
http://despuesdelhipopotamo.com/2014/01/05/14-la-guerra-centenaria/

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El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

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