Mayo de 1945, la guerra ha terminado y muchos de los altos responsables del partido nazi son conscientes de que las cosas pueden ponerse difíciles. Uno de ellos es Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Oficina Central del Reich Alemán, y responsable por tanto de haber participado en la puesta en marcha de la Solución Final. Ha vuelto a Austria, a su tierra, y decide adentrarse en las Montañas Muertas para pasar una temporada escondido mientras las cosas vuelven a la normalidad. En la expedición, una larga marcha por la nieve que va a conducirlo a un remoto refugio, camina junto a un guía, que los dirige, y dos colaborares suyos. La historia la cuenta el escritor austriaco Franz Kain en El camino al lago Desierto (Periférica; traducción de Richard Gross, y postfacio de Sigurd Paul Schleichl), una novela breve y de una inquietante originalidad. El jerarca nazi es quien toma la palabra y lo que el libro recoge es el largo monólogo interior de un hombre que camina y que ordena sus reflexiones y recuerdos para establecer un relato plausible de sus expectativas. No hay casi datos de lo que hizo durante la guerra, ni de sus obligaciones al frente de la Oficina Central del régimen hitleriano, ni de sus asuntos personales. Mandan sus observaciones sobre la dificultad de la empresa de adentrarse en lo más profundo de la montaña y el impoluto diagnóstico sobre su trabajo, el de un funcionario que reivindica el trabajo bien hecho.
El horror de los campos de exterminio aparece sólo de una manera lateral. Cada capítulo termina con un breve texto en cursiva que se refiere, de manera fragmentaria y como a ráfagas, a uno de los lugares siniestros del Holocausto: el campo de Mauthausen, construido en Austria en un hermoso paraje sobre el Danubio, a veinte kilómetros de Linz. De hecho, algunos de estos comentarios referidos a Kaltenbrunner (en la imagen, durante el juicio de Nuremberg), y que no tienen que ver con lo que el oficial nazi rumia en su huida a través de la nieve, se refieren al emplazamiento del campo. “Después, el bello paraje sobre el Danubio fue destinado a una función distinta”, se lee por ejemplo: “Él [Kaltenbrunner] no pudo oponerse abiertamente, pues ocupaba todavía un rango inferior; Heydrich, su antecesor en el cargo, aún estaba vivo, y la decisión competía a Heinrich Himmler, jefe supremo de las SS”.
La habilidad de Kain —un escritor que sigue siendo desconocido, y no sólo en España, acaso por tratarse de un austriaco que militaba en el comunismo y que vivió una larga época en la República Democrática de Alemania— consiste en abrir una rendija a través de la cual se pueden observar los asuntos que ocupan a Kaltenbrunner mientras recorre ese largo camino a través de la nieve. Llama la atención, en primer lugar, la alta opinión que tiene de sí mismo –se califica de “hombre sumamente culto, con una aquilatada conciencia de la tradición” – y el punto de desprecio con el que se refiere a los demás, sobre todo a sus dos subalternos, a los que considera unos redomados inútiles a la hora de moverse por los fríos picos de los Alpes. Kaltenbrunner formó parte de joven de la Asociación de Montañeros Licenciados, un grupo selecto que organizaba largas caminatas por las alturas y cuyos miembros, con el tiempo, llegaban a conocer todos los secretos de las peculiaridades geológicas y botánicas de la zona. No tenían nada que ver con los Amigos de la Naturaleza, otra agrupación mucho menos elitista que organizaba también viajes a la montaña. Kain (en la imagen) no enfatiza nada, no señala, no subraya. En el pequeño ensayo que acompaña a la novela en la edición de Periférica, Schleichl cuenta que el escritor austriaco dijo alguna vez que había “meditado veinte años sobre esta historia antes de escribirla”. Y se nota: cada frase parece el resultado de un elaborado proceso de destilación.
“Los gerifaltes van y vienes; el funcionario permanece. Le asiste también el derecho, no sólo la fuerza. Con los gerifaltes salientes no hay que relacionarse en tiempos como éstos, pues todo lo arrastran al abismo”. Kaltenbrunner ha considerado que debía quitarse de en medio una temporada, precisamente por eso, por el descontrol que existe entre los perdedores y por la persecución que se ha iniciado para atrapar a los más altos jerarcas nazis. Pero tiene la profunda convicción de que con él no va la cosa. Sí, hubo un montón de “gerifaltes”, tipos ambiciosos que coparon posiciones de poder, que medraron sin tener derecho a hacerlo por su falta de escrúpulos o su loca ambición. Pero un funcionario es otra cosa, es uno de los pilares que sostiene el Estado. “Los zares, césares y emperadores prenden fuego a las ciudades cuando se acerca el final”, piensa Kaltenbrunner. “El jefe de policía, empero, ha de quedarse y entregar los negocios al sucesor”. Es imprescindible, una pieza del engranaje de la que no se puede prescindir.
En Interrogatorios (Tusquets; traducción de María Luz García de la Hoz), el libro de Richard Overy que aborda los juicios de Nuremberg, se explica que Kaltenbrunner se refugió en un pabellón de caza de los Alpes austriacos tras haber adoptado la personalidad y la documentación del doctor Josef Unterwogen. Su amante lo delató, pues corrió a abrazarlo en cuanto lo pusieron delante de ella. Nada de esto aparece en el libro de Kain (en la imagen). No quiere adornos: sólo iluminar las consideraciones de alguien que no asume la envergadura del daño causado, ni el horror del proyecto nazi. Me ocupé de salvar una gran cantidad de obras de arte que se habían ocultado en una mina, como el políptico de Gante de Hubert y Jan van Eyck, piensa Kaltenbrunner. También se acuerda de haber protegido la tumba de un judío. Es suficiente.
Por lo demás, fue un impecable funcionario. Así que les hará falta a las nuevas autoridades. Cuando pueda volver, formara parte de nuevo de la burguesía de su ciudad, aunque quizá no tenga una jubilación boyante (el Tercer Reich duró demasiado poco). Eso es lo que piensa Kaltenbrunner. En Nuremberg, refiere Overy, fue de los que sostuvo con tesón que había sido un simple funcionario administrativo que nada tuvo que ver con los crímenes. Kain, en su narración, lo desnuda en un par de párrafos: pura economía de medios para acercarse a ese misterio casi irresoluble, cómo fue posible tanta maldad en una sociedad tan sofisticada. Kaltenbrunner fue condenado a muerte en la horca, y ejecutado el 16 de octubre de 1946.