Hay algunas partes del volumen sexto de los Obras Completas de María Zambrano (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores; dirección y coordinación de Jesús Moreno Sanz) en las que resulta revelador detenerse. No tanto por lo que dicen de su filosofía y de la razón poética. Más bien por lo que cuentan de los dolores y las penas de España. Y de sus alegrías. De hecho, el primer momento en el que conviene reparar es el de la proclamación de la República. El texto se titula Aquel 14 de abril, y lo escribió mucho después, en 1985. “Pasaban guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del pueblo de Madrid, y ellos eran felices”, escribe allí. “Los rateros se declararon en huelga; no hubo un solo hurto por pequeño que fuera”.
Luego apunta: “Las gentes sólo pensábamos —es muy cursi, lo sé, pero es verdad— en amarnos, en abrazarnos, sin conocernos. Llorábamos de alegría, unos y otros, en la Puerta del Sol”. Luego cuenta que iban de un lado a otro con su hermana y con el marido de esta y con su padre, y que se detuvieron en Telégrafos. Allí se quedaron un momento solas Araceli y ella. “Éramos señoritas. Íbamos de señoritas”. Y apareció un grupo de hombres, todos ellos “de una tierra que estuviese comenzando a salir de una maldición bíblica”. Se acercaron, les dijeron “¡Viva la República!”, querían que participaran en la celebración. Dice María Zambrano (en la imagen, en Roma, donde estuvo entre 1953 y 1964), refiriéndose después a Los fusilamientos de Goya, que destacaba un hombre de camisa blanca: “la blancura de su camisa era ultraterrena y, al mismo tiempo, terrestre, porque todo era así, nada era abstracto, nada era irreal, todo era concreto, real, vivo, la mismísima realidad, la felicidad que, sin duda alguna, nos dieron al principio”. Y ese hombre gritó tres veces: “¡Que no muera nadie! ¡Que viva todo el mundo! ¡Que viva la vida!”.
Salto en el tiempo, pero curiosamente hacia atrás, hacia marzo de 1940. En esos días, en los diarios de María Zambrano hay una parte que titula Los intelectuales en el drama español. Los que han callado. Ortega y Azorín. Y se refiere, efectivamente, a los que consiguieron permanecer al margen, y que nada dijeron. No pretende descalificarlos, ni hacer sangre, más bien quiere explicarse a sí misma: “Esta falta de misericordia era lo que nos irritaba”, escribe, “el sustraerse al delirio, el permanecer callados cuando todos gritábamos, el quedar lúcidos cuando habíamos renunciado a la lucidez, poseídos como estábamos de esa otra lucidez que da el amor exasperado hacia algo que amenaza ser destruido antes nuestros mismos ojos”.
Quién sabe si detrás de esa desgarradura no habitaba el recuerdo de aquel grupo de hombres, del tipo de la camisa blanca. “Porque esto sí”, confesaba después. “Es imposible pretender haber quedado limpio después de haber estado, no ya con el pueblo, sino dentro del pueblo y su contienda”. María Zambrano no puede ocultar los desmanes que ocurrieron del lado de la República, habla de “la locura” que se apoderó del pueblo, y también se refiere a que existieron “pequeñas islas de buen sentido”. “Lo demás era locura, delirio, desesperación..”. Pero allí se quedó, aguantando: “Había que apurarlo todo hasta el final, para que nuestro testimonio fuese válido, verídico; para que nuestra palabra no resuene en nuestros oídos ni en los ajenos, jamás, como una impostura”.
El 18 de julio de 1936, cuando se produjo el golpe de los militares, María Zambrano firmó un manifiesto, en cuya redacción participó, donde defendía que los intelectuales debían estar al lado del pueblo. El 14 de septiembre se casó con Alfonso Rodríguez Aldave, que fue nombrado secretario de la Embajada de España en Santiago de Chile. Salieron hacia allí en octubre. La angustia de estar lejos en medio del conflicto los forzó a regresar. Llegaron el 19 de junio de 1937. Le preguntaron cómo es que había vuelto cuando la guerra estaba perdida. Contestó que precisamente por eso.
Otro apunte de su diario, seguramente a comienzos de febrero de 1939: “No otra cosa es lo que sucede. Por los pasos del Pirineo, como sangre manada a empujones por un corazón espantado, la multitud llega interminable. Tiene color de tierra, color de monte derrotado de encina rota a hachazos; es el mismo suelo que arrancado de sus cimientos echa a andar; es la materia de España, su sustancia, su fondo último, lo que llega, lo que avanza, lo que espera, en esta terrible mañana gris vacía de Dios, por la larga carretera hacia Le Perthus”. Todo había terminado. La República fue derrotada.
“Porque lo esencial ha sido que todos, absolutamente todos los españoles conscientes, hemos participado en una forma u otra en la tragedia”, reflexionaba unos meses después, en aquel texto sobre los que habían permanecido callados. “Nadie ha podido quedar exento”, afirmaba de manera rotunda. “Porque la verdad absoluta es incompatible con el hecho de estar vivo. Lo único que podemos pretender es haber tenido nuestra verdad y haberle sido fieles hasta el fin, seguir siéndolo, ya que el fin, claro es, no ha llegado”.
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