Rose Valland tenía 42 años en 1940, estaba soltera. Le gustaba pintar y trabajaba como conservadora en el Mussée National de Écoles Étrangères, que tenía entonces su sede en el Jeu de Paume. Fue la única funcionaria francesa que conservó allí su trabajo cuando los nazis ocuparon París. Quizá la dejaron estar por su apariencia inofensiva, pero se equivocaron: aquella discreta mujer hizo cuanto estuvo en sus manos para evitar que los alemanes se llevaran el arte que robaron a espuertas a los coleccionistas judíos. Rose Valland sabía taquigrafía, así que se dedicó a hacer un minucioso registro de todas las piezas que entraban en el Jeu de Paume, convertido en almacén de todo el material incautado, y como hablaba alemán, cosa que hábilmente ocultó, estaba al corriente de los planes de sus nuevos superiores e informaba de éstos a su antiguo jefe, el director de los Museos Franceses Jacques Jaujard, para que éste se los contara a la Resistencia, y que se hiciera lo que se pudiera. Gracias a su diligente trabajo, logró que muchas obras maestras no salieran de suelo francés. Con sus ademanes de mosquita muerta procuraba, además, copiar los negativos de las fotografías que los responsables nazis del saqueo hacían de todos y cada uno de sus tesoros. Así obraba Rose Valland, mandándole por ejemplo un día cualquiera un papel arrugado a Jaujard. Simplemente decía: “75 botellas de champán, 21 botellas de coñac, y 16 pinturas flamencas y holandesas han salido del Jeu de Paume a petición de M. Göring con motivo de su cumpleaños”. El episodio es uno más de las decenas de historias que Alan Riding, corresponsal cultural en Europa del New York Times durante doce años, recoge en Y siguió la fiesta (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores; traducción de Carles Andreu, Bacerlona 2011), un documentadísimo ensayo que reconstruye la vida de escritores, músicos, actores, cineastas, artistas y gente de la farándula durante los años de la ocupación en la capital francesa. En ese contexto, la historia de Rose Valland fue la excepción; la inmensa mayoría de cuantos estaban ligados a los círculos culturales hizo bien poco contra los alemanes y supo amoldarse con habilidad a su dominio.
El ejército alemán entró en Francia el 13 de mayo de 1940 y el 14 de junio, sin haber encontrado grandes resistencias, tomó posesión de París. El terror ente el enemigo hizo estragos, hubo largas colas de gentes que salían huyendo, todo se desmoronaba a gran velocidad, el desconcierto fue mayúsculo y “el hundimiento era tan absoluto que incluso la muerte nos parecía absurda” (Saínt-Exupéry). Cuenta Riding que André Gide, uno de los grandes referentes de la intelectualidad francesa de aquellos días, escribió por aquellos días en su diario: “¡Oh ciudadanos franceses, frívolos incurables! Hoy pagaréis cara vuestra falta de diligencia, vuestra inconsciencia y vuestra obstinación por acostaros encima de tantas virtudes preciosas”.
Esas virtudes preciosas estaban corroídas por dentro, los viejos valores de la Revolución se habían ido malgastando, las propias instituciones democráticas revelaron su frágil consistencia: los nazis las tocaron y cayeron hechas pedazos. Francia estaba desorientada y pérdida. El propio Gide daba voz, también en su diario, a esa íntima desolación: “Mi tormento es aún más profundo: nace también del hecho que no logro convencerme sin lugar a dudas de que un bando esté en lo cierto y el otro, equivocado”. La respuesta a tamaño desconcierto la encarnó, para buena parte de sus compatriotas, el mariscal Pétain.
El 22 de junio se firmó el armisticio y Francia quedó dividida en dos zonas: la no ocupada, gobernada por el llamado régimen de Vichy, en el sur del país (salvo la costa que daba al Atlántico) y con unos trece millones de habitantes; y las tres partes restantes, el territorio que gobernaba el ejército alemán y donde la población llegaba a los 29 millones. La aureola mítica que rodeaba a Pétain como héroe de la Gran Guerra les permitió a los franceses sortear el bochorno de la capitulación. Apareció como la figura paternal que se sacrifica por la patria y que acude solícito a espantar los temores que habían despertado en las capas más conservadoras las transformaciones sociales que se estaban produciendo en Europa (urbanización, masas obreras que acarician la idea de un brusco cambio, inmigrantes de procedencias varias, liberalización de las costumbres). Armó su Revolución Nacional para regenerar el país recuperando sus raíces católicas y apartándolo de cualquier veleidad liberal. Disolvió los partidos políticos y las sociedades secretas, fortaleció el corporativismo en la economía y el orden tradicional en lo social, y discriminó a extranjeros y judíos. Su celo a la hora de colaborar con los alemanes en la Solución Final produce escalofríos: fueron asesinados 15.000 judíos y a 75.000 se los envío a los campos de concentración (74 trenes se dirigieron a Auschwitz), donde perecieron unos 66.000.
“Sí, la locura criminal del ocupante fue secundada por franceses, por el Estado francés”. Las palabras son del presidente Chirac, las pronunció en 1995 y las recordaba hace poco el historiador José Álvarez Junco al referirse a aquellos años desdichados. De la ignominia se salvaron muy pocos. Una de ellas fue Rose Valland. No siempre pudo hacer gran cosa. “En el verano de 1943, fue la única testigo francesa que presenció la quema en los jardines del Jeu de Paume de entre quinientas y seiscientas obras ‘degeneradas’ de Picasso, Léger, Ernst y otros. ‘Imposible salvar nada’, escribió en una nota”, cuenta Alan Riding (en la imagen) en su fascinante ibro. Pese a su impotencia frente a la barbarie de los invasores, Rose Valland siguió modestamente con su arriesgada tarea. En tiempos difíciles, esa valiente mujer sigue siendo un punto de referencia.
Hay 1 Comentarios
Muy buen comentario y muy instructivo, por cierto. En Alemania sigue habiendo aun muchas obras de arte que fueron arrebatadas a sus propietarios y aun están en proceso de análisis de procedencia y -si corresponde- de devolución.
Publicado por: Horacio | 16/05/2014 16:36:19