En octubre de 1929 se produjo en la Bolsa de Nueva York el llamado crack financiero y se inició una de las crisis más profundas que ha padecido el capitalismo. La economía estadounidense, pese a los años felices de la década de los veinte, no era lo suficientemente sólida y aquel vendaval la dejó en los huesos. A mediados de noviembre, los valores de Wall Street habían caído más del 40%, lo que suponía unas pérdidas de 26 millones de dólares, pero lo más grave estaba por llegar. Poco tiempo después la producción industrial se redujo hasta la mitad, los precios de los productos agropecuarios se despeñaron un 40% respecto a 1928, las exportaciones se contrajeron hasta la tercera parte. La renta nacional se precipitó, descendiendo de 83.000 millones de dólares en 1929 a 40.000 en 1931. El paro fue brutal: en 1933 había ya 13 millones de personas sin empleo, la cuarta parte de la fuerza de trabajo, el 40% de los asalariados. Los datos están tomados de la biografía que el profesor de la Universidad de Sheffield Patrick Renshaw dedicó a Franklin D. Roosevelt (Biblioteca Nueva, 2008; traducción de José Luis San Miguel de Pablos), que llevaba por entonces casi un año como gobernador del Estado de Nueva York. Como la gran mayoría de los políticos de entonces, tampoco había visto venir la tormenta, pero cuando se dio cuenta de que todo empezaba a irse al garete, se arremangó la camisa y se puso a trabajar.
“Este país necesita, y exige también —si no yerro mucho en captar su estado de ánimo— la puesta en práctica de una experimentación persistente y atrevida”, dijo Roosevelt (en la imagen, con Harry Hopkins) en unos de los discursos de su campaña en las primarias del Partido Demócrata en las que se batió con Al Smith para ser elegido candidato a las próximas elecciones a la Casa Blanca. “Es de sentido común apostar por un método y ponerlo a prueba. Si fracasa, lo lógico es admitirlo francamente y probar con otro. Pero, sea como sea, algo habrá que ensayar”. Fue el primer boceto que hizo del New Deal, la fórmula que lo haría célebre y que no pretendía otra cosa que abordar de manera diferentes los graves problemas que estaban hundiendo a su país y, de rebote, al mundo entero. La crisis era devastadora. Y convenía reaccionar con coraje y decisión, y Roosevelt lo hizo.
“Las reformas orientadas a ayudar a la clase trabajadora y a la gente con menos recursos eran reales y efectivas, pero no se hicieron para favorecer cambios significativos sino más bien para impedir que se produjeran”, escribe Patrick Renshaw a propósito de la catarata de medidas que puso en marcha Roosevelt después de llegar a la presidencia en noviembre de 1932, tras derrotar al republicano Herbert Hoover por goleada. Más allá de que sus políticas consiguieran o no darle la vuelta a la tortilla, y sin pararse a considerar si llegaron a ser verdaderamente revolucionarias o sólo sirvieron para apuntalar un capitalismo en quiebra, la talla de gigante de Roosevelt procede del ímpetu con el que se volcó en la tarea de aliviar la pobreza que afectaba a grandes sectores de la población de Estados Unidos. Alguien podrá pensar que este otro detalle es secundario, pero conviene subrayarlo: se embarcó en el enorme desafío del New Deal respetando escrupulosamente las reglas del juego democrático, peleando por cada ley en el Congreso y convenciendo al pueblo estadounidense, a través de una serie de charlas radiofónicas, que sus programas tenían sentido. Algunas veces perdió, incluso contra algunos miembros de su propio partido, que no le aceptaron (por ejemplo) la osadía de intentar reformar el Tribunal Supremo para que sus proyectos sociales superaran más fácilmente los escollos que legalmente padecieron. Entonces rectificaba. Prueba y error: la idea de experimentar.
El 10 de agosto de 1921, estando de vacaciones en su finca de Campobello, Roosevelt se bañó en las aguas heladas de la bahía de Fundy después de ayudar a apagar un incendio. Al día siguiente no le respondían las piernas, había contraído la poliomelitis. Entonces estaba empezando su carrera política. Siguió adelante con ella, sin desfallecer nunca a pesar de quedarse paralítico de las piernas. La biografía de Renshaw despliega la amplia galería de fascinantes personajes que lo rodearon. Por lo pronto, su esposa Eleanor; luego sus amantes, Lucy Mercer y Missy Lehand; sus dos íntimos colaboradores: primer, Louis Howe y, después, Harry Hopkins. Cuando tuvo que poner en marcha sus primeras medidas se rodeó de un “trust de cerebros” que le ayudaron a llevar adelante su proyecto. “No fue una filosofía lo que modeló el New Deal, fue un temperamento”, escribe Renshaw. Su libro se ocupa en demostrarlo. La política como el arte de hacerle un sitio a lo posible, discutiendo, pactando, buscando acuerdos, rodeándose de los mejores. Antes de llegar a gobernador de Nueva York fue un hombre decisivo en sus propias filas, sirviendo de puente entre la América rural y protestante, mucho más cerrada y racista, que nutría en el sur al Partido Demócrata, y los cuadros modernos del norte, más abiertos, metropolitanos y cosmopolitas.
Hay un momento en que Renshaw resume algunas de las políticas de Roosevelt. “La intervención pública para salvar la banca y Wall Street”, escribe, “la planificación de la agricultura y de la industria, las obras públicas para relanzar el empleo, la TVA para tener energía eléctrica de producción pública, controlar las crecidas fluviales y promover la conservación de los suelos en las zonas agrícolas, la regulación de las relaciones laborales a nivel federal, la seguridad social y muchas otras medidas crearon toda una red de instituciones y agencias federales que creció todavía mucho más al implantarse la economía de guerra”. Resulta llamativa, a la vista de los políticos del presente y de su manera de lidiar con la última crisis, la energía que desplegó Roosevelt para combatir los agujeros que el crack de 1929 le abrió a la economía de Estados Unidos, pero lo que ya suena a música celestial es la sensibilidad que mostró para facilitarles las cosas a los más desfavorecidos. No hay que olvidar, por otro lado, que mientras Roosevelt lanzaba sus reformas, Mussolini hacía de las suyas en Italia, el proyecto de Hitler se consolidaba en Alemania y Stalin se ocupaba con toda diligencia de levantar el imperio soviético sobre toneladas de cadáveres.
Hay 1 Comentarios
¡¡Hay que ser un cínico e ignorante para hacer esta doble afirmación!!!:
"... y Stalin se ocupaba con toda diligencia de levantar el imperio soviético sobre toneladas de cadáveres."
O simplemente un estómago agredecido, que de tanto sentarse a comer y defe-car, en la mesa del amo, se sigue pensando lo que él predetermina!!!!!!
La Unión Soviética, desde su creación, en diciembre del año de 1922, nunca fue un "imperio", en todo caso una nación-múltiple y estado guía, internacional, y desde luego una subvencionadora de otros países, además que los dos primeros "planes quinquenales", los de 1928-33 y 1933-38, lejos de "crear" cadáveres, salvaron decenas de millones de vidas, al menos 200 millones.
Sólo un infame puede hacer semejante afirmación, y basta con leer y7o estudiar a los Historiadores "burgueses" progresistas, sin necesidar de recurrir a los MARXISTAS, tales que Laurence Rees, Mark Mazower, Robert Service, etc., y repito, sin recurrir a Gover FURR, ni a Domenico LOSURDO, JACQUES PAUWELS, ROBERTA MANNING, JEOFFREY ROBERTS, MICHAEL JABARA CARLEY etc., etc., etc.
Asco y rechazo, Andresito, por lo que UNO llega a hacer para su propio interesado pecunio!!
SALUT!!
Publicado por: GRAMSCIEZ | 14/06/2014 13:53:15