El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

El coraje de experimentar

Por: | 30 de mayo de 2014

En octubre de 1929 se produjo en la Bolsa de Nueva York el llamado crack financiero y se inició una de las crisis más profundas que ha padecido el capitalismo. La economía estadounidense, pese a los años felices de la década de los veinte, no era lo suficientemente sólida y aquel vendaval la dejó en los huesos. A mediados de noviembre, los valores de Wall Street habían caído más del 40%, lo que suponía unas pérdidas de 26 millones de dólares, pero lo más grave estaba por llegar. Poco tiempo después la producción industrial se redujo hasta la mitad, los precios de los productos agropecuarios se despeñaron un 40% respecto a 1928, las exportaciones se contrajeron hasta la tercera parte. La renta nacional se precipitó, descendiendo de 83.000 millones de dólares en 1929 a 40.000 en 1931. El paro fue brutal: en 1933 había ya 13 millones de personas sin empleo, la cuarta parte de la fuerza de trabajo, el 40% de los asalariados. Los datos están tomados de la biografía que el profesor de la Universidad de Sheffield Patrick Renshaw dedicó a Franklin D. Roosevelt (Biblioteca Nueva, 2008; traducción de José Luis San Miguel de Pablos), que llevaba por entonces casi un año como gobernador del Estado de Nueva York. Como la gran mayoría de los políticos de entonces, tampoco había visto venir la tormenta, pero cuando se dio cuenta de que todo empezaba a irse al garete, se arremangó la camisa y se puso a trabajar.

Roosevel y hopkins
“Este país necesita, y exige también —si no yerro mucho en captar su estado de ánimo— la puesta en práctica de una experimentación persistente y atrevida”, dijo Roosevelt (en la imagen, con Harry Hopkins) en unos de los discursos de su campaña en las primarias del Partido Demócrata en las que se batió con Al Smith para ser elegido candidato a las próximas elecciones a la Casa Blanca. “Es de sentido común apostar por un método y ponerlo a prueba. Si fracasa, lo lógico es admitirlo francamente y probar con otro. Pero, sea como sea, algo habrá que ensayar”. Fue el primer boceto que hizo del New Deal, la fórmula que lo haría célebre y que no pretendía otra cosa que abordar de manera diferentes los graves problemas que estaban hundiendo a su país y, de rebote, al mundo entero. La crisis era devastadora. Y convenía reaccionar con coraje y decisión, y Roosevelt lo hizo.

“Las reformas orientadas a ayudar a la clase trabajadora y a la gente con menos recursos eran reales y efectivas, pero no se hicieron para favorecer cambios significativos sino más bien para impedir que se produjeran”, escribe Patrick Renshaw a propósito de la catarata de medidas que puso en marcha Roosevelt después de llegar a la presidencia en noviembre de 1932, tras derrotar al republicano Herbert Hoover por goleada. Más allá de que sus políticas consiguieran o no darle la vuelta a la tortilla, y sin pararse a considerar si llegaron a ser verdaderamente revolucionarias o sólo sirvieron para apuntalar un capitalismo en quiebra, la talla de gigante de Roosevelt procede del ímpetu con el que se volcó en la tarea de aliviar la pobreza que afectaba a grandes sectores de la población de Estados Unidos. Alguien podrá pensar que este otro detalle es secundario, pero conviene subrayarlo: se embarcó en el enorme desafío del New Deal respetando escrupulosamente las reglas del juego democrático, peleando por cada ley en el Congreso y convenciendo al pueblo estadounidense, a través de una serie de charlas radiofónicas, que sus programas tenían sentido. Algunas veces perdió, incluso contra algunos miembros de su propio partido, que no le aceptaron (por ejemplo) la osadía de intentar reformar el Tribunal Supremo para que sus proyectos sociales superaran más fácilmente los escollos que legalmente padecieron. Entonces rectificaba. Prueba y error: la idea de experimentar.

El 10 de agosto de 1921, estando de vacaciones en su finca de Campobello, Roosevelt se bañó en las aguas heladas de la bahía de Fundy después de ayudar a apagar un incendio. Al día siguiente no le respondían las piernas, había contraído la poliomelitis. Entonces estaba empezando su carrera política. Siguió adelante con ella, sin desfallecer nunca a pesar de quedarse paralítico de las piernas. La biografía de Renshaw despliega la amplia galería de fascinantes personajes que lo rodearon. Por lo pronto, su esposa Eleanor; luego sus amantes, Lucy Mercer y Missy Lehand; sus dos íntimos colaboradores: primer, Louis Howe y, después, Harry Hopkins. Cuando tuvo que poner en marcha sus primeras medidas se rodeó de un “trust de cerebros” que le ayudaron a llevar adelante su proyecto. “No fue una filosofía lo que modeló el New Deal, fue un temperamento”, escribe Renshaw. Su libro se ocupa en demostrarlo. La política como el arte de hacerle un sitio a lo posible, discutiendo, pactando, buscando acuerdos, rodeándose de los mejores. Antes de llegar a gobernador de Nueva York fue un hombre decisivo en sus propias filas, sirviendo de puente entre la América rural y protestante, mucho más cerrada y racista, que nutría en el sur al Partido Demócrata, y los cuadros modernos del norte, más abiertos, metropolitanos y cosmopolitas.

Hay un momento en que Renshaw resume algunas de las políticas de Roosevelt. “La intervención pública para salvar la banca y Wall Street”, escribe, “la planificación de la agricultura y de la industria, las obras públicas para relanzar el empleo, la TVA para tener energía eléctrica de producción pública, controlar las crecidas fluviales y promover la conservación de los suelos en las zonas agrícolas, la regulación de las relaciones laborales a nivel federal, la seguridad social y muchas otras medidas crearon toda una red de instituciones y agencias federales que creció todavía mucho más al implantarse la economía de guerra”. Resulta llamativa, a la vista de los políticos del presente y de su manera de lidiar con la última crisis, la energía que desplegó Roosevelt para combatir los agujeros que el crack de 1929 le abrió a la economía de Estados Unidos, pero lo que ya suena a música celestial es la sensibilidad que mostró para facilitarles las cosas a los más desfavorecidos. No hay que olvidar, por otro lado, que mientras Roosevelt lanzaba sus reformas, Mussolini hacía de las suyas en Italia, el proyecto de Hitler se consolidaba en Alemania y Stalin se ocupaba con toda diligencia de levantar el imperio soviético sobre toneladas de cadáveres.

Rufianes

Por: | 23 de mayo de 2014

En las notas de su diario que corresponden al 13 de noviembre de 1941, Ernst Jünger se refiere a una reciente conversación con Grüninger, otro oficial del ejército alemán, como él mismo, que había llegado a París con las fuerzas de ocupación. Hablaron de “la obediencia del soldado”, seguramente el valor más importante que se les exige a quienes forman parte de una fuerza militar. Jünger ya había dado sobradas pruebas de acatarla al límite: durante la Primera Guerra Mundial lo “cosieron en veinte sitios distintos” tras haber obedecido las órdenes que sus jefes le impusieron durante el desarrollo de los combates. Sin la obediencia del soldado, no hay ejército que funcione. Pero el asunto que les preocupaba a aquellos oficiales alemanes era lo que ocurría cuando esa obediencia termina siendo perjudicial para el que la cultiva, “pues lo convierte en instrumento de fuerzas carentes de conciencia”. Es muy posible que Jünger y Grüninger estuvieran buscando un poco de luz para entender la delicada situación en la que estaban metidos. Formaban parte de un poderoso ejército que había terminado por convertirse en el instrumento de un furibundo desalmado, Adolf Hitler. La obediencia, en casos así, entra en conflicto “ante todo con el honor”, escribe Jünger, “que es el segundo pilar de la caballería”. Lo que por tanto se había hecho con aquellos soldados fue destruir en primer lugar el honor, con lo que quedaba después “una especie de autómata, un servidor que no tiene un señor auténtico, y, a la postre, un rufián”.

Ernst jungerErnst Jünger (en la imagen, durante la época de París) tituló Radiaciones los diarios que escribió durante la Segunda Guerra Mundial (los publicó Tusquets en dos volúmenes en 1989 y 1992, con traducción de Andrés Sánchez Pascual). Apuntaba de todo: sus minuciosas observaciones de entomólogo, notas de sus lecturas, retazos de conversaciones, pensamientos y aforismos, el día a día de la Francia ocupada con sus citas mundanas y su inquietante cotidianidad, las noticias que iba recibiendo de los distintos frentes y de la marcha de la guerra, sus despectivos comentarios sobre Kniébolo (nombre con el que designa a Hitler), etcétera. Habla con frecuencia de gente de la cultura que fue conociendo: el director teatral Sacha Guitry, la actriz Arletty, Picasso, el editor Gallimard, los escritores Jean Cocteau, Marcel Jouhandeau, Drieu La Rochelle o Paul Morand, entre otros muchos. En un largo texto recogido en ¿Qué hago yo aquí? (Muchnik, 1989; traducción de Alberto Cardín), Bruce Chatwin escribió: “Jünger resume toda su experiencia de la guerra en una secuencia de poemas alucinatorios en prosa en los que las cosas parecen respirar y las gentes actúan como autómatas, o a lo sumo, como insectos”. Esos “poemas alucinatorios” tienen, en cualquier caso, la frialdad de unos acantilados de mármol y, como estos, producen vértigo. Es perfectamente consciente de cuán terrible es lo que está ocurriendo, pero no es amigo de montar ningún melodrama y prefiere someterse a la sobria disciplina del amanuense que toma nota. “Roland, que ha regresado de Rusia, me cuenta el espantoso mecanismo con que allí se mata a los prisioneros. Con el pretexto de medirlos y pesarlos se les ordena que se quiten la ropa y se los lleva al ‘aparato medidor’, el cual acciona en realidad el fusil de aire comprimido que les dispara un tiro en la nuca”, apunta el 5 de noviembre de 1941 en París.

Unos días antes había escrito: “Parece que esta guerra nos lleva hacia abajo por unos escalones que están trazados según las reglas de una dramaturgia desconocida. Estas son cosas que ciertamente sólo pueden barruntarse, pues quienes viven los acontecimientos los perciben ante todo en su carácter anárquico. Los torbellinos están demasiado cerca, son demasiado violentos, y no hay en ninguna parte, ni siquiera en esta vieja isla, puntos de seguridad”. Así sucedían las cosas en aquellos días. París seguía siendo una fiesta, pero una corriente interna de desolación sacudía a los ocupantes y a los ocupados, aunque ninguno podía llegar a atisbar lo que de verdad estaba ocurriendo: por ese “carácter anárquico” de los acontecimientos, por estar demasiado dentro del barullo, por carecer de referentes. Los diarios tiene unas cuantas notas que servirían para construir voluminosos tratados. Esos mismos jirones de conversación entre dos oficiales sobre la obediencia y el honor de los soldados dan para mucho. Aquella terrible guerra estaba ajustándose, si aceptamos el diagnóstico de Jünger, a una dramaturgia desconocida en la que los delirantes proyectos de un tirano habían conseguido acabar con la decencia de sus soldados que operaban, a partir de un momento, ya solo como rufianes.  

Ernst Jünger abandonó París el 14 de agosto de 1944 y fue relevado de sus funciones, así que  regresó a casa, al pequeño pueblo de Kirchhorst. “¡Ernstel muerto, caído, mi buen niño, muerto ya el 29 de noviembre del pasado año! Ayer, 11 de enero de 1945, a última hora de la tarde, poco después de las siete, llegó la noticia”, apuntó en su  diario. Unos meses antes, en febrero, el entonces capitán Jünger tuvo que trasladarse desde París a Berlín para intentar mediar por ese hijo suyo ante sus superiores. Lo habían metido a la cárcel durante su servicio militar por haber tenido “unas conversaciones francas y valientes sobre la situación”. A parecer, Ernstel les había comentado a sus amigos que “si los alemanes querían llegar a una buena paz, tendrían que colgar a Kniébolo”.

“Mi querido muchacho encontró la muerte el 29 de noviembre de 1944; tenía dieciocho años”, escribió Jünger cuando supo un poco más sobre la suerte que había corrido Ernstel. “Cayó de un tiro en la cabeza durante un choque entre patrullas de reconocimiento en las montañas de mármol de Carrara, en Italia central, y, según cuentan sus camaradas, murió instantáneamente”. Unos párrafos más tarde, confesaba: “He estado hoy en la pequeña habitación del desván que le había cedido y en la que aún permanecía toda su aura. He entrado allí en silencio, como en un santuario. Entre sus papeles he encontrado un pequeño diario, que comienza con este lema: ‘El que más lejos llega es el que no sabe adónde va”.

Botellas de champán y arte antiguo

Por: | 16 de mayo de 2014

Rose Valland tenía 42 años en 1940, estaba soltera. Le gustaba pintar y trabajaba como conservadora en el Mussée National de Écoles Étrangères, que tenía entonces su sede en el Jeu de Paume. Fue la única funcionaria francesa que conservó allí su trabajo cuando los nazis ocuparon París. Quizá la dejaron estar por su apariencia inofensiva, pero se equivocaron: aquella discreta mujer hizo cuanto estuvo en sus manos para evitar que los alemanes se llevaran el arte que robaron a espuertas a los coleccionistas judíos. Rose Valland sabía taquigrafía, así que se dedicó a hacer un minucioso registro de todas las piezas que entraban en el Jeu de Paume, convertido en almacén de todo el material incautado, y como hablaba alemán, cosa que hábilmente ocultó, estaba al corriente de los planes de sus nuevos superiores e informaba de éstos a su antiguo jefe, el director de los Museos Franceses Jacques Jaujard, para que éste se los contara a la Resistencia, y que se hiciera lo que se pudiera. Gracias a su diligente trabajo, logró que muchas obras maestras no salieran de suelo francés. Con sus ademanes de mosquita muerta procuraba, además, copiar los negativos de las fotografías que los responsables nazis del saqueo hacían de todos y cada uno de sus tesoros. Así obraba Rose Valland, mandándole por ejemplo un día cualquiera un papel arrugado a Jaujard. Simplemente decía: “75 botellas de champán, 21 botellas de coñac, y 16 pinturas flamencas y holandesas han salido del Jeu de Paume a petición de M. Göring con motivo de su cumpleaños”. El episodio es uno más de las decenas de historias que Alan Riding, corresponsal cultural en Europa del New York Times durante doce años, recoge en Y siguió la fiesta (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores; traducción de Carles Andreu, Bacerlona 2011), un documentadísimo ensayo que reconstruye la vida de escritores, músicos, actores, cineastas, artistas y gente de la farándula durante los años de la ocupación en la capital francesa. En ese contexto, la historia de Rose Valland fue la excepción; la inmensa mayoría de cuantos estaban ligados a los círculos culturales hizo bien poco contra los alemanes y supo amoldarse con habilidad a su dominio.

Rose valland
El ejército alemán entró en Francia el 13 de mayo de 1940 y el 14 de junio, sin haber encontrado grandes resistencias, tomó posesión de París. El terror ente el enemigo hizo estragos, hubo largas colas de gentes que salían huyendo, todo se desmoronaba a gran velocidad, el desconcierto fue mayúsculo y “el hundimiento era tan absoluto que incluso la muerte nos parecía absurda” (Saínt-Exupéry). Cuenta Riding que André Gide, uno de los grandes referentes de la intelectualidad francesa de aquellos días, escribió por aquellos días en su diario: “¡Oh ciudadanos franceses, frívolos incurables! Hoy pagaréis cara vuestra falta de diligencia, vuestra inconsciencia y vuestra obstinación por acostaros encima de tantas virtudes preciosas”.

Esas virtudes preciosas estaban corroídas por dentro, los viejos valores de la Revolución se habían ido malgastando, las propias instituciones democráticas revelaron su frágil consistencia: los nazis las tocaron y cayeron hechas pedazos. Francia estaba desorientada y pérdida. El propio Gide daba voz, también en su diario, a esa íntima desolación: “Mi tormento es aún más profundo: nace también del hecho que no logro convencerme sin lugar a dudas de que un bando esté en lo cierto y el otro, equivocado”. La respuesta a tamaño desconcierto la encarnó, para buena parte de sus compatriotas, el mariscal Pétain.

Alan ridingEl 22 de junio se firmó el armisticio y Francia quedó dividida en dos zonas: la no ocupada, gobernada por el llamado régimen de Vichy, en el sur del país (salvo la costa que daba al Atlántico) y con unos trece millones de habitantes; y las tres partes restantes, el territorio que gobernaba el ejército alemán y donde la población llegaba a los 29 millones. La aureola mítica que rodeaba a Pétain como héroe de la Gran Guerra les permitió a los franceses sortear el bochorno de la capitulación. Apareció como la figura paternal que se sacrifica por la patria y que acude solícito a espantar los temores que habían despertado en las capas más conservadoras las transformaciones sociales que se estaban produciendo en Europa (urbanización, masas obreras que acarician la idea de un brusco cambio, inmigrantes de procedencias varias, liberalización de las costumbres). Armó su Revolución Nacional para regenerar el país recuperando sus raíces católicas y apartándolo de cualquier veleidad liberal. Disolvió los partidos políticos y las sociedades secretas, fortaleció el corporativismo en la economía y el orden tradicional en lo social, y discriminó a extranjeros y judíos. Su celo a la hora de colaborar con los alemanes en la Solución Final produce escalofríos: fueron asesinados 15.000 judíos y  a 75.000 se los envío a los campos de concentración (74 trenes se dirigieron a Auschwitz), donde perecieron unos 66.000. 

“Sí, la locura criminal del ocupante fue secundada por franceses, por el Estado francés”. Las palabras son del presidente Chirac, las pronunció en 1995 y las recordaba hace poco el historiador José Álvarez Junco al referirse a aquellos años desdichados. De la ignominia se salvaron muy pocos. Una de ellas fue Rose Valland. No siempre pudo hacer gran cosa. “En el verano de 1943, fue la única testigo francesa que presenció la quema en los jardines del Jeu de Paume de entre quinientas y seiscientas obras ‘degeneradas’ de Picasso, Léger, Ernst y otros. ‘Imposible salvar nada’, escribió en una nota”, cuenta Alan Riding (en la imagen) en su fascinante ibro. Pese a su impotencia frente a la barbarie de los invasores, Rose Valland siguió modestamente con su arriesgada tarea. En tiempos difíciles, esa valiente mujer sigue siendo un punto de referencia.

 

Lo peor como medida

Por: | 08 de mayo de 2014

Se ha recordado estos días el final de la Guerra Civil, el 1 de abril de 1939. Han pasado ya 75 años y del conflicto no se ha dejado de escribir, pero da la impresión de que las heridas siguieran escociendo, como si no pudieran terminar de cerrarse nunca. La fractura fue tremenda cuando se produjo el golpe de los militares y, seguramente, se hizo todavía mayor cuando poco después una parte importante de quienes permanecieron leales se embarcó en una revolución que pasaba por fulminar las instituciones democráticas que había levantado la República. El desorden, la violencia, la ejecución inmediata de viejas cuentas pendientes, la simple venganza entre vecinos: España se llenó en unos días de cadáveres y lo peor se impuso como la medida corriente de las cosas. La fuerte carga emocional que desencadena el horror sigue incrustada en la memoria de los pocos supervivientes de la tragedia, y se ha ido derramando a sus descendientes. Pero el resentimiento no sirve para construir nada, y todavía menos si viene heredado. Quizá por eso el único camino sensato sea el de intentar conocer mejor lo que ocurrió entonces. Hace ya unos cuantos años, en 1999, un libro colectivo se ocupó de las víctimas. ¿Cuántas fueron, cómo fueron asesinadas, qué mecanismos se pusieron en marcha para ejecutar una destrucción tan minuciosa, qué pasó en medio de tanta locura? Lo coordinó Santos Juliá, participaron los historiadores Julián Casanova, Josep Maria Solé i Sabaté, Joan Villarroya y Francisco Moreno y se tituló Víctimas de la Guerra Civil (Temas de Hoy).

Guerra civil masacre de badajoz
“Es preciso insistir en que la de 1936 no fue una guerra como las otras; que fue una guerra de vencedores y vencidos; de aniquilación del derrotado”, apunta Santos Juliá en el prólogo. “Los causantes de la hecatombe sabían lo que hacían y emplearon todos los medios para conseguir lo que querían”, explica poco después. La República había resistido diferentes embates: las huelgas anarquistas, el golpe de Sanjurjo, la revolución de octubre de 1934 y el alzamiento nacionalista catalán. Y la respuesta del ejército había sido siempre la misma: defender las instituciones legales. Hasta julio de 1936. Entonces, un grupo de militares rebeldes desencadenó un golpe y el ejército y las fuerzas de seguridad se partieron en dos. No todos estaban dispuestos a secundar la ignominia y una significativa parte de las fuerzas armadas se mantuvo al lado de la República. “Las primeras víctimas fusiladas por los rebeldes fueron sus propios compañeros de armas”, escribe Santos Juliá cuando reconstruye los primeros momentos del conflicto. El Gobierno se hundió, las horas iniciales fueron caóticas, se repartieron armas para contener la asonada y el desgarro fue creciendo como una tempestad: “Y así, cuando la rebelión hizo sonar la hora de la revolución, todos supieron qué destruir, a quiénes aniquilar; pero muy pocos sabían lo que había que construir, qué recursos y hacia qué objetivos había que emplear la fuerza desatada por el golpe militar”. El camino hacia lo peor había quedado franqueado.

Tanto la rebelión como la revolución, cuenta Santos Juliá, pusieron en marcha dos maquinarias de exterminio, y el Estado republicano sólo pudo reconstruirse muy lentamente “y tras levantar de la nada un ejército en toda regla”. Para entonces “ya había perdido definitivamente el control sobre más de la mitad de lo que había sido su territorio”. Episodios tan terribles como “el ametrallamiento de cerca de dos mil trabajadores en la plaza de toros de Badajoz (en la imagen) y la matanza de clérigos en la provincia de Lérida” ayudan a entender los distintos engranajes que movieron la brutal violencia que se puso en marcha en ambos bandos. “No se trata de postular ningún paralelismo que iguale responsabilidades y reparta culpas”, explica Santos Juliá, “sino sencillamente de constatar un hecho: en la zona insurgente, la represión y la muerte tenían que ver con la construcción de un nuevo poder; en la leal, la represión y la muerte tenían que ver con el hundimiento de todo poder”. 

Ese es el marco que se levanta al principio del libro y que da paso a las escalofriantes páginas que siguen después. El proyecto de ejercitar el terror lo llevaban incluido los militares sublevados en el programa de mano que guiaba sus pasos cuando se aplicaron a liquidar la República. Un periódico falangista de Zaragoza, Amanecer, no se andaba por las ramas para definir sus objetivos, tal como recoge Julián Casanova: “Para los poetas preñados, los filósofos henchidos y los jóvenes maestros y demás parientes, no podemos tener más que como en el romance clásico: un fraile que los confiese y un arcabuz que los mate”. Los revolucionarios también lo tuvieron claro: entendieron que había que hacer una limpieza de gente “malsana”, y procedieron. Paseos, sacas, checas. Personas de orden y potentados, servidores de la Iglesia, funcionarios que se habían puesto al servicio de los señoritos, políticos conservadores: cayeron como moscas. En noviembre de 1936, la República empezó seriamente a poner coto a los desmanes y, aunque todavía hubo algunas matanzas aisladas, en abril de 1937 se había controlado el llamado “terror caliente” de los primeros meses.

En el lado franquista se controló también la furia sanguinaria de los primeros días de sus facciones más extremistas, pero la represión siguió en marcha de manera fría y metódica. El objetivo de destruir al enemigo era el nervio central de un proyecto destinado a consolidar un régimen autoritario, apoyado en el ejército, la Iglesia y un partido de querencias totalitarias. Por eso la violencia no se acabó cuando terminaron los encontronazos bélicos. Empezó la larga dictadura con un rosario de pavorosas ejecuciones, trabajos forzados, cárceles a rebosar, incautación de bienes, violencia sobre las mujeres, niños robados y el oprobio general de una sociedad aniquilada. Hay otra forma de lo peor: el chivatazo anónimo y miserable. “Junto con los clarines de la victoria sonó también en toda España la consigna de la venganza, las denuncias y las delaciones masivas”, escribe Francisco Moreno. “La denuncia se convirtió en el motor y en el primer eslabón de la ‘justicia”. El resto, la conocida pesadilla de un tiempo de silencio.

El País

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