Rufianes

Por: | 23 de mayo de 2014

En las notas de su diario que corresponden al 13 de noviembre de 1941, Ernst Jünger se refiere a una reciente conversación con Grüninger, otro oficial del ejército alemán, como él mismo, que había llegado a París con las fuerzas de ocupación. Hablaron de “la obediencia del soldado”, seguramente el valor más importante que se les exige a quienes forman parte de una fuerza militar. Jünger ya había dado sobradas pruebas de acatarla al límite: durante la Primera Guerra Mundial lo “cosieron en veinte sitios distintos” tras haber obedecido las órdenes que sus jefes le impusieron durante el desarrollo de los combates. Sin la obediencia del soldado, no hay ejército que funcione. Pero el asunto que les preocupaba a aquellos oficiales alemanes era lo que ocurría cuando esa obediencia termina siendo perjudicial para el que la cultiva, “pues lo convierte en instrumento de fuerzas carentes de conciencia”. Es muy posible que Jünger y Grüninger estuvieran buscando un poco de luz para entender la delicada situación en la que estaban metidos. Formaban parte de un poderoso ejército que había terminado por convertirse en el instrumento de un furibundo desalmado, Adolf Hitler. La obediencia, en casos así, entra en conflicto “ante todo con el honor”, escribe Jünger, “que es el segundo pilar de la caballería”. Lo que por tanto se había hecho con aquellos soldados fue destruir en primer lugar el honor, con lo que quedaba después “una especie de autómata, un servidor que no tiene un señor auténtico, y, a la postre, un rufián”.

Ernst jungerErnst Jünger (en la imagen, durante la época de París) tituló Radiaciones los diarios que escribió durante la Segunda Guerra Mundial (los publicó Tusquets en dos volúmenes en 1989 y 1992, con traducción de Andrés Sánchez Pascual). Apuntaba de todo: sus minuciosas observaciones de entomólogo, notas de sus lecturas, retazos de conversaciones, pensamientos y aforismos, el día a día de la Francia ocupada con sus citas mundanas y su inquietante cotidianidad, las noticias que iba recibiendo de los distintos frentes y de la marcha de la guerra, sus despectivos comentarios sobre Kniébolo (nombre con el que designa a Hitler), etcétera. Habla con frecuencia de gente de la cultura que fue conociendo: el director teatral Sacha Guitry, la actriz Arletty, Picasso, el editor Gallimard, los escritores Jean Cocteau, Marcel Jouhandeau, Drieu La Rochelle o Paul Morand, entre otros muchos. En un largo texto recogido en ¿Qué hago yo aquí? (Muchnik, 1989; traducción de Alberto Cardín), Bruce Chatwin escribió: “Jünger resume toda su experiencia de la guerra en una secuencia de poemas alucinatorios en prosa en los que las cosas parecen respirar y las gentes actúan como autómatas, o a lo sumo, como insectos”. Esos “poemas alucinatorios” tienen, en cualquier caso, la frialdad de unos acantilados de mármol y, como estos, producen vértigo. Es perfectamente consciente de cuán terrible es lo que está ocurriendo, pero no es amigo de montar ningún melodrama y prefiere someterse a la sobria disciplina del amanuense que toma nota. “Roland, que ha regresado de Rusia, me cuenta el espantoso mecanismo con que allí se mata a los prisioneros. Con el pretexto de medirlos y pesarlos se les ordena que se quiten la ropa y se los lleva al ‘aparato medidor’, el cual acciona en realidad el fusil de aire comprimido que les dispara un tiro en la nuca”, apunta el 5 de noviembre de 1941 en París.

Unos días antes había escrito: “Parece que esta guerra nos lleva hacia abajo por unos escalones que están trazados según las reglas de una dramaturgia desconocida. Estas son cosas que ciertamente sólo pueden barruntarse, pues quienes viven los acontecimientos los perciben ante todo en su carácter anárquico. Los torbellinos están demasiado cerca, son demasiado violentos, y no hay en ninguna parte, ni siquiera en esta vieja isla, puntos de seguridad”. Así sucedían las cosas en aquellos días. París seguía siendo una fiesta, pero una corriente interna de desolación sacudía a los ocupantes y a los ocupados, aunque ninguno podía llegar a atisbar lo que de verdad estaba ocurriendo: por ese “carácter anárquico” de los acontecimientos, por estar demasiado dentro del barullo, por carecer de referentes. Los diarios tiene unas cuantas notas que servirían para construir voluminosos tratados. Esos mismos jirones de conversación entre dos oficiales sobre la obediencia y el honor de los soldados dan para mucho. Aquella terrible guerra estaba ajustándose, si aceptamos el diagnóstico de Jünger, a una dramaturgia desconocida en la que los delirantes proyectos de un tirano habían conseguido acabar con la decencia de sus soldados que operaban, a partir de un momento, ya solo como rufianes.  

Ernst Jünger abandonó París el 14 de agosto de 1944 y fue relevado de sus funciones, así que  regresó a casa, al pequeño pueblo de Kirchhorst. “¡Ernstel muerto, caído, mi buen niño, muerto ya el 29 de noviembre del pasado año! Ayer, 11 de enero de 1945, a última hora de la tarde, poco después de las siete, llegó la noticia”, apuntó en su  diario. Unos meses antes, en febrero, el entonces capitán Jünger tuvo que trasladarse desde París a Berlín para intentar mediar por ese hijo suyo ante sus superiores. Lo habían metido a la cárcel durante su servicio militar por haber tenido “unas conversaciones francas y valientes sobre la situación”. A parecer, Ernstel les había comentado a sus amigos que “si los alemanes querían llegar a una buena paz, tendrían que colgar a Kniébolo”.

“Mi querido muchacho encontró la muerte el 29 de noviembre de 1944; tenía dieciocho años”, escribió Jünger cuando supo un poco más sobre la suerte que había corrido Ernstel. “Cayó de un tiro en la cabeza durante un choque entre patrullas de reconocimiento en las montañas de mármol de Carrara, en Italia central, y, según cuentan sus camaradas, murió instantáneamente”. Unos párrafos más tarde, confesaba: “He estado hoy en la pequeña habitación del desván que le había cedido y en la que aún permanecía toda su aura. He entrado allí en silencio, como en un santuario. Entre sus papeles he encontrado un pequeño diario, que comienza con este lema: ‘El que más lejos llega es el que no sabe adónde va”.

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Es impresionante lo que cuentas sobre Jünger y el horrible conflicto de conciencia que ocasiona el entregarse cuerpo y alma a una obediencia ciega. Mucho mas con la mentalidad alemana donde el sentimiento de disciplina es tan fuerte, casi atávico. Evidentemente la obediencia ciega lleva a eso: al fin de la decencia.
En el inmenso proceso de digestión de la historia del pasado siglo Alemania tiene este punto precisamente duro: sus soldados operaban, a partir de un momento, ya solo como rufianes.

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Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

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