El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

Involucrarse en la realidad

Por: | 30 de junio de 2014

Hace ya años, en 2002, se publicó en el Reino Unido el polémico libro Koba el Temible. La risa y los Veinte Millones (Anagrama, 2004; traducción de Antonio-Prometeo Moya), donde Martin Amis se aplica con saña a liquidar cualquier justificación que pueda hacerse del comunismo. Es un libro cargado de metralla, un panfleto que va directo al grano y que no se anda por las ramas, y en el que Martin Amis acaso abusa de las referencias personales. Hay ratos en que los horrores que recoge provocan un nudo en la garganta y, por eso, es inevitable que de la sucesión de crímenes hechos en nombre de la revolución sea la propia revolución la que termine desvirtuada. Martin Amis está pensando en su padre, que murió en 1995, cuando va colocando una palabra detrás de otra, y tiene también presente a su amigo Christopher Hitchens. En la carta que le dirige a este último, y que abre la tercera parte del libro, le dice: “...se me hace cuesta arriba entender por qué no pones más distancia entre tú y esos actos que organizas, con tu veneración por Lenin y tu impenitente discipulado de Trotski. Estos dos hombres no se limitaron a preceder a Stalin. Crearon un  Estado policial que funcionaba a la perfección para que él lo utilizara después”. A su padre está dedicado el posfacio y, también en forma de una carta dirigida a su espíritu, le habla ahí de las diferencias que existen entre ellos. Las hay entre la manera en que uno y otro entienden la literatura. Pero hay otra diferencia, que es política y es fundamental. “Tenías ideología y yo no”, le dice Martin Amis. “En fin, creías, y creíste en el comunismo soviético durante quince años”. Le comenta que no existía “ninguna explicación racional para que fuera así”, pero ocurrió. Así que el hijo le ofrece algunas excusas. La última de todas tiene un interés especial: apoyar al comunismo soviético le pudo dar “la sensación, no del todo equivocada”, de que se estaba “involucrando directamente en los asuntos del mundo”.   

Mujeres y niños en un campo del gulag
El libro de Martin Amis no pretender ser una investigación histórica, es sólo un ajuste de cuentas contra la irresponsabilidad y la ceguera de los intelectuales. Para hacerse una idea aproximada de la magnitud de los crímenes del comunismo soviético (en la imagen, mujeres y niños trabajando en un campo del Gulag), el historiador Javier Moreno Luzón entiende que las cifras de Anne Applebaum constituyen un “buen estado de la cuestión”. Hubo en total 28,7 millones de trabajadores forzados, ha calculado: por los campos y colonias de trabajo pasaron entre 1929 y 1953 18 millones de ciudadanos soviéticos, a los que hay que sumar cuatro millones de prisioneros de guerra, los 700.000 que estuvieron en los campos de filtrado en la posguerra, más los seis millones de “desterrados especiales”, es decir: los dos millones de kulaks deportados durante la colectivización y los que fueron obligados ha abandonar sus respectivas naciones durante la guerra y la posguerra. ¿Cuántos murieron? Las cifras oficiales sostienen que cayeron 2,7 millones en los campos y, fuera de ellos, unos 800.000, ejecutados por cuestiones políticas. Pero hay que incluir también a los que murieron en el camino, en matanzas ocultas o por la hambruna. En resumen, entre 10 y 20 millones de “muertos innecesarios”. Una cifra remota, inimaginable, abstracta. Cuenta Martin Amis que Stalin “dijo una vez que mientras que una muerte es una tragedia, un millón de muertes es simple estadística”.  

Martin amis¿Fue por eso que nadie se hizo cargo de aquel horror, porque se trataba de un lejano e inexpresivo número? “¿Cuánto sabían los camaradas de Oxford en 1941?”, se pregunta Martin Amis (en la imagen) acordándose de que su padre tenía en ese momento 19 años, estaba allí y militaba en el partido comunista. “Ya en 1931 había protestas públicas en Occidente contra los campos de trabajo soviéticos. También había informes convincentes sobre el violento caos de la Colectivización (1929-1934) y sobre el hambre de 1933 (aunque ninguna insinuación todavía de que el hambre fuera un acto terrorista). Y estaban los Procesos de Moscú de 1936-1938, que se celebraron delante de periodistas e informadores extranjeros y que pudo seguir todo el mundo?”. ¿Cómo pudo ser, con toda esa información, que siguieran mirando a otra parte? 

Martin Amis manifiesta su enorme perplejidad porque su padre creyera todavía, hacia 1941, en la causa del comunismo y que lo hiciera a pesar de que ya se supiera entonces del horror de los campos y de la salvaje represión policial. En Mayo de 1968, escribe, “el  mundo parecía más izquierdista que nunca y fue más izquierdista de lo que sería ya en el futuro”. Cuenta que, entonces, las citas contra la guerra de Vietnam eran multitudinarias y festivas. Pero se acuerda también de haber acudido por aquellos días en Oxford a una manifestación contra la invasión de Checoslovaquia a la que sólo asistieron unas setenta almas (“había tristeza y buenos modales”, observa). ¿Quiere decir Martin Amis que la izquierda estaba contra la guerra de Vietnam y que miraba a otra parte cuando se estaba produciendo la invasión de Checoslovaquia? ¿Que estaba bien situarse contra Estados Unidos y que todavía había que seguir perdonándole los excesos a la Unión Soviética? Eso parece. 

Sea como sea, la izquierda cambió hacia en el año 68 y se fue transformando aún más a partir de ese momento. El distanciamiento respecto a la Unión Soviética se había empezado a producir tímidamente tras el discurso de Jruschev en 1956 sobre los excesos del estalinismo. Martin Amis habla de la Nueva Izquierda que se impuso en los setenta y afirma que “presentaba, o acabo presentando, la revolución como un juego”. Más adelante, sin embargo, ese juego se convirtió en una pesadilla cuando llegaron los chicos de las Brigadas Rojas y la Baader-Meinhof (Amis incluye a los Weathermen). En el resto del mundo, los jóvenes revolucionarios se metían al monte para convertir cada guerrilla en un trampolín para construir un mundo nuevo. Quizá habían hecho suya aquella observación de Trotski: “Tenemos que poner fin de una vez para siempre a las paparruchas cuáquero-papistas sobre la santidad de la vida humana”. Es posible que esa máxima forme parte de manera íntima del proyecto comunista: que la vida no vale nada y que todo debe plegarse al proyecto. Y, seguramente, también esa proclama ayuda a sentir que uno está de verdad involucrado en los asuntos del mundo.

Un mundo cada vez más extraño

Por: | 07 de junio de 2014

Un hombre y su hijo, de unos doce años, acaban de dejar un café y empiezan a caminar por la playa de Boulogne. No se acercan al agua, no se mojan los pies. El padre lleva un bastón y le va hablando de un libro, de una conferencia, de un sistema nuevo de ideas. Caminan rápido. Es una escena “llena de felicidad”, escribe Colm Tóibín. Hay una mujer que se está bañando. Es una buena nadadora, luego se abandona y deja que las olas arrastren su cuerpo hasta la orilla. Vuelve a juguetear con el agua, chapotea. El padre que pasea con su hijo se detiene, hace como que mira el horizonte, vuelve el rostro hacia atrás, parece distraído, se entretiene en la lejanía. Pero su hijo se da cuenta de que está mirando a la mujer que se baña en el mar. Luego dan la vuelta y emprenden el regreso a casa. El muchacho quiere salir corriendo para recuperar la atención del hombre, que ahora parece enfadado. Están cerca del orilla. “Su padre temblaba y miraba a la bañista que permanecía de espaldas a él, con su traje de baño pegado al cuerpo. Su padre no hacía ya ningún esfuerzo por disimular. Su mirada era deliberada e intensa, pero nadie más lo notó”. El chico prefiere no preguntar. El hombre está en otro mundo, detenido, perdido. Luego le coge de la mano y vuelven a caminar. “Su aspecto era el de alguien que ha sido perseguido y derrotado”. La mujer sigue nadando.

Colm_toibin 2
¿Qué ha pasado exactamente ese día cualquiera al final de la mañana en la playa de Boulogne? El escritor irlandés Colm Tóibín (en la imagen) publicó hace unos años The Master, retrato del novelista adulto (Edhasa, 2006; traducción de María Isabel Butler de Foley), donde cuenta la historia de Henry James. El hombre que camina por la playa con el bastón es su padre, el niño es el novelista que más adelante escribiría Las bostonianas o Retrato de una dama. No hay mayor explicación de aquel momento en el libro, simplemente está ahí. Un par de capítulos antes, y cuando Toíbín cuenta una visita de Henry James a Irlanda, se detiene en un momento en que mira de lejos a una niña, y entonces apunta: “Se dio cuenta ahora de que esa situación la había descrito en sus libros una y otra vez: figuras vistas desde una ventana o una puerta, un gesto casual que sugería una relación mucho más importante, algo escondido y súbitamente revelado”.

El libro empieza cuando Henry James se dispone a estrenar en Londres su obra de teatro Guy Domville, el 5 de enero de 1885, y termina cuando su hermano William, la mujer de este (Alice) y su sobrina Peggy abandonan Rye en octubre de 1899 después de haber pasado una breve temporada en Lamb House, la casa que el escritor compró por aquellos años en esa pequeña localidad inglesa. Colm Tóibín cuenta la vida de Henry James a la manera de Henry James. Con extrema sutileza, casi en voz baja, deteniéndose en pequeños detalles, rascando en la superficie de cuantos estuvieron próximos a él y hurgando en algunas circunstancias de su vida para averiguar de qué madera estaban hechas las relaciones y los afectos del gran escritor. En el prólogo que Luis Magrinyà escribió a la selección que hizo de sus relatos (Debols!llo, 2003) explica que en el caso de Henry James “nunca había estado tan claro que todo depende del narrador”. 

Henry jamesEs una lección que ha aprendido Colm Tóibín. Henry James (en la imagen) nació el 15 de abril de 1843 en Nueva York y murió en Londres el 28 de febrero de 1916, así que lo que cuenta The Master no es nada más que un suspiro, unos cuantos años de una larga vida. No hay, por otro lado, sino alusiones a sus novelas y cuentos. Tóibín toma las riendas, selecciona lo que le interesa y se dispone a pintar el retrato de un escritor. Es entonces cuando se queda al margen y levanta acta de lo que ve para, de esa manera, encontrar lo oculto, el verdadero secreto. El libro empieza con el fracaso de Henry James en el teatro y avanza a partir de ahí a saltos, yendo del presente al pasado para localizar aquellos momentos significativos. Un viaje a Irlanda, de donde procedían los James que se trasladaron a Estados Unidos y se hicieron ricos; la relación con su hermana Alice, cargada de tantas tensiones por su delicada salud; su complicidad con su prima Minny y el desdichado distanciamiento de última hora; la Guerra Civil, y la culpa de quedarse al margen cuando se han alistado a combatir tantos amigos y sus hermanos pequeños (los terribles dolores de Wilky, que fue herido en el asalto a Fort Wagner); el suicidio en Venecia de su gran amiga, la escritora Constance Fenimore Wolson, y etcétera. Están también todos esos momentos que Henry James vive de manera furtiva pero con extraordinaria intensidad. La incapacidad de encontrarse con Paul Joukowsky, la solicíta compañía de Hammond, un cabo del ejército que ejerce de criado cuando visita a los Wolseley, la noche que dureme con su amigo Oliver Wendell Holmes, su complicidad con el joven escultor Hendrick Andersen.

Cuando Colm Tóibín reconstruye el momento en que Henry James descubre siendo un jovencito a algunos grandes escritores, dice: “Nombres que sugerían no sólo la mentalidad moderna en su aspecto más radical, sino la idea del estilo en sí, de pensar en adquirir una especie de estilo y en escribir ensayos, no como una contundente llamada al deber o un serio esfuerzo para decubrirse a uno mismo, sino como un juego, como el ejercicio de un tono”. Y, ya casi al final, le hace decir al autor de Una vuelta de tuerca: “Yo soy un pobre narrador de historias, un escritor de novelas, interesado en dramáticas sutilezas. Mientras mi hermano explica el mundo, yo sólo puedo tratar brevemente de hacer que cobre vida o de que se haga más extraño”. 

Un juego, el ejercicio de un tono, dramáticas sutilezas, un mundo que se hace cada vez más extraño. Todo eso está en The Master. Habrá entonces que convenir que también está ahí Henry James. Y su padre, que una mañana salió a dar un paseo con su hijo y que vio de lejos a una bañista y que, ya de regreso, tenía el aspecto de un hombre perseguido y derrotado.

 

El coraje de experimentar

Por: | 30 de mayo de 2014

En octubre de 1929 se produjo en la Bolsa de Nueva York el llamado crack financiero y se inició una de las crisis más profundas que ha padecido el capitalismo. La economía estadounidense, pese a los años felices de la década de los veinte, no era lo suficientemente sólida y aquel vendaval la dejó en los huesos. A mediados de noviembre, los valores de Wall Street habían caído más del 40%, lo que suponía unas pérdidas de 26 millones de dólares, pero lo más grave estaba por llegar. Poco tiempo después la producción industrial se redujo hasta la mitad, los precios de los productos agropecuarios se despeñaron un 40% respecto a 1928, las exportaciones se contrajeron hasta la tercera parte. La renta nacional se precipitó, descendiendo de 83.000 millones de dólares en 1929 a 40.000 en 1931. El paro fue brutal: en 1933 había ya 13 millones de personas sin empleo, la cuarta parte de la fuerza de trabajo, el 40% de los asalariados. Los datos están tomados de la biografía que el profesor de la Universidad de Sheffield Patrick Renshaw dedicó a Franklin D. Roosevelt (Biblioteca Nueva, 2008; traducción de José Luis San Miguel de Pablos), que llevaba por entonces casi un año como gobernador del Estado de Nueva York. Como la gran mayoría de los políticos de entonces, tampoco había visto venir la tormenta, pero cuando se dio cuenta de que todo empezaba a irse al garete, se arremangó la camisa y se puso a trabajar.

Roosevel y hopkins
“Este país necesita, y exige también —si no yerro mucho en captar su estado de ánimo— la puesta en práctica de una experimentación persistente y atrevida”, dijo Roosevelt (en la imagen, con Harry Hopkins) en unos de los discursos de su campaña en las primarias del Partido Demócrata en las que se batió con Al Smith para ser elegido candidato a las próximas elecciones a la Casa Blanca. “Es de sentido común apostar por un método y ponerlo a prueba. Si fracasa, lo lógico es admitirlo francamente y probar con otro. Pero, sea como sea, algo habrá que ensayar”. Fue el primer boceto que hizo del New Deal, la fórmula que lo haría célebre y que no pretendía otra cosa que abordar de manera diferentes los graves problemas que estaban hundiendo a su país y, de rebote, al mundo entero. La crisis era devastadora. Y convenía reaccionar con coraje y decisión, y Roosevelt lo hizo.

“Las reformas orientadas a ayudar a la clase trabajadora y a la gente con menos recursos eran reales y efectivas, pero no se hicieron para favorecer cambios significativos sino más bien para impedir que se produjeran”, escribe Patrick Renshaw a propósito de la catarata de medidas que puso en marcha Roosevelt después de llegar a la presidencia en noviembre de 1932, tras derrotar al republicano Herbert Hoover por goleada. Más allá de que sus políticas consiguieran o no darle la vuelta a la tortilla, y sin pararse a considerar si llegaron a ser verdaderamente revolucionarias o sólo sirvieron para apuntalar un capitalismo en quiebra, la talla de gigante de Roosevelt procede del ímpetu con el que se volcó en la tarea de aliviar la pobreza que afectaba a grandes sectores de la población de Estados Unidos. Alguien podrá pensar que este otro detalle es secundario, pero conviene subrayarlo: se embarcó en el enorme desafío del New Deal respetando escrupulosamente las reglas del juego democrático, peleando por cada ley en el Congreso y convenciendo al pueblo estadounidense, a través de una serie de charlas radiofónicas, que sus programas tenían sentido. Algunas veces perdió, incluso contra algunos miembros de su propio partido, que no le aceptaron (por ejemplo) la osadía de intentar reformar el Tribunal Supremo para que sus proyectos sociales superaran más fácilmente los escollos que legalmente padecieron. Entonces rectificaba. Prueba y error: la idea de experimentar.

El 10 de agosto de 1921, estando de vacaciones en su finca de Campobello, Roosevelt se bañó en las aguas heladas de la bahía de Fundy después de ayudar a apagar un incendio. Al día siguiente no le respondían las piernas, había contraído la poliomelitis. Entonces estaba empezando su carrera política. Siguió adelante con ella, sin desfallecer nunca a pesar de quedarse paralítico de las piernas. La biografía de Renshaw despliega la amplia galería de fascinantes personajes que lo rodearon. Por lo pronto, su esposa Eleanor; luego sus amantes, Lucy Mercer y Missy Lehand; sus dos íntimos colaboradores: primer, Louis Howe y, después, Harry Hopkins. Cuando tuvo que poner en marcha sus primeras medidas se rodeó de un “trust de cerebros” que le ayudaron a llevar adelante su proyecto. “No fue una filosofía lo que modeló el New Deal, fue un temperamento”, escribe Renshaw. Su libro se ocupa en demostrarlo. La política como el arte de hacerle un sitio a lo posible, discutiendo, pactando, buscando acuerdos, rodeándose de los mejores. Antes de llegar a gobernador de Nueva York fue un hombre decisivo en sus propias filas, sirviendo de puente entre la América rural y protestante, mucho más cerrada y racista, que nutría en el sur al Partido Demócrata, y los cuadros modernos del norte, más abiertos, metropolitanos y cosmopolitas.

Hay un momento en que Renshaw resume algunas de las políticas de Roosevelt. “La intervención pública para salvar la banca y Wall Street”, escribe, “la planificación de la agricultura y de la industria, las obras públicas para relanzar el empleo, la TVA para tener energía eléctrica de producción pública, controlar las crecidas fluviales y promover la conservación de los suelos en las zonas agrícolas, la regulación de las relaciones laborales a nivel federal, la seguridad social y muchas otras medidas crearon toda una red de instituciones y agencias federales que creció todavía mucho más al implantarse la economía de guerra”. Resulta llamativa, a la vista de los políticos del presente y de su manera de lidiar con la última crisis, la energía que desplegó Roosevelt para combatir los agujeros que el crack de 1929 le abrió a la economía de Estados Unidos, pero lo que ya suena a música celestial es la sensibilidad que mostró para facilitarles las cosas a los más desfavorecidos. No hay que olvidar, por otro lado, que mientras Roosevelt lanzaba sus reformas, Mussolini hacía de las suyas en Italia, el proyecto de Hitler se consolidaba en Alemania y Stalin se ocupaba con toda diligencia de levantar el imperio soviético sobre toneladas de cadáveres.

Rufianes

Por: | 23 de mayo de 2014

En las notas de su diario que corresponden al 13 de noviembre de 1941, Ernst Jünger se refiere a una reciente conversación con Grüninger, otro oficial del ejército alemán, como él mismo, que había llegado a París con las fuerzas de ocupación. Hablaron de “la obediencia del soldado”, seguramente el valor más importante que se les exige a quienes forman parte de una fuerza militar. Jünger ya había dado sobradas pruebas de acatarla al límite: durante la Primera Guerra Mundial lo “cosieron en veinte sitios distintos” tras haber obedecido las órdenes que sus jefes le impusieron durante el desarrollo de los combates. Sin la obediencia del soldado, no hay ejército que funcione. Pero el asunto que les preocupaba a aquellos oficiales alemanes era lo que ocurría cuando esa obediencia termina siendo perjudicial para el que la cultiva, “pues lo convierte en instrumento de fuerzas carentes de conciencia”. Es muy posible que Jünger y Grüninger estuvieran buscando un poco de luz para entender la delicada situación en la que estaban metidos. Formaban parte de un poderoso ejército que había terminado por convertirse en el instrumento de un furibundo desalmado, Adolf Hitler. La obediencia, en casos así, entra en conflicto “ante todo con el honor”, escribe Jünger, “que es el segundo pilar de la caballería”. Lo que por tanto se había hecho con aquellos soldados fue destruir en primer lugar el honor, con lo que quedaba después “una especie de autómata, un servidor que no tiene un señor auténtico, y, a la postre, un rufián”.

Ernst jungerErnst Jünger (en la imagen, durante la época de París) tituló Radiaciones los diarios que escribió durante la Segunda Guerra Mundial (los publicó Tusquets en dos volúmenes en 1989 y 1992, con traducción de Andrés Sánchez Pascual). Apuntaba de todo: sus minuciosas observaciones de entomólogo, notas de sus lecturas, retazos de conversaciones, pensamientos y aforismos, el día a día de la Francia ocupada con sus citas mundanas y su inquietante cotidianidad, las noticias que iba recibiendo de los distintos frentes y de la marcha de la guerra, sus despectivos comentarios sobre Kniébolo (nombre con el que designa a Hitler), etcétera. Habla con frecuencia de gente de la cultura que fue conociendo: el director teatral Sacha Guitry, la actriz Arletty, Picasso, el editor Gallimard, los escritores Jean Cocteau, Marcel Jouhandeau, Drieu La Rochelle o Paul Morand, entre otros muchos. En un largo texto recogido en ¿Qué hago yo aquí? (Muchnik, 1989; traducción de Alberto Cardín), Bruce Chatwin escribió: “Jünger resume toda su experiencia de la guerra en una secuencia de poemas alucinatorios en prosa en los que las cosas parecen respirar y las gentes actúan como autómatas, o a lo sumo, como insectos”. Esos “poemas alucinatorios” tienen, en cualquier caso, la frialdad de unos acantilados de mármol y, como estos, producen vértigo. Es perfectamente consciente de cuán terrible es lo que está ocurriendo, pero no es amigo de montar ningún melodrama y prefiere someterse a la sobria disciplina del amanuense que toma nota. “Roland, que ha regresado de Rusia, me cuenta el espantoso mecanismo con que allí se mata a los prisioneros. Con el pretexto de medirlos y pesarlos se les ordena que se quiten la ropa y se los lleva al ‘aparato medidor’, el cual acciona en realidad el fusil de aire comprimido que les dispara un tiro en la nuca”, apunta el 5 de noviembre de 1941 en París.

Unos días antes había escrito: “Parece que esta guerra nos lleva hacia abajo por unos escalones que están trazados según las reglas de una dramaturgia desconocida. Estas son cosas que ciertamente sólo pueden barruntarse, pues quienes viven los acontecimientos los perciben ante todo en su carácter anárquico. Los torbellinos están demasiado cerca, son demasiado violentos, y no hay en ninguna parte, ni siquiera en esta vieja isla, puntos de seguridad”. Así sucedían las cosas en aquellos días. París seguía siendo una fiesta, pero una corriente interna de desolación sacudía a los ocupantes y a los ocupados, aunque ninguno podía llegar a atisbar lo que de verdad estaba ocurriendo: por ese “carácter anárquico” de los acontecimientos, por estar demasiado dentro del barullo, por carecer de referentes. Los diarios tiene unas cuantas notas que servirían para construir voluminosos tratados. Esos mismos jirones de conversación entre dos oficiales sobre la obediencia y el honor de los soldados dan para mucho. Aquella terrible guerra estaba ajustándose, si aceptamos el diagnóstico de Jünger, a una dramaturgia desconocida en la que los delirantes proyectos de un tirano habían conseguido acabar con la decencia de sus soldados que operaban, a partir de un momento, ya solo como rufianes.  

Ernst Jünger abandonó París el 14 de agosto de 1944 y fue relevado de sus funciones, así que  regresó a casa, al pequeño pueblo de Kirchhorst. “¡Ernstel muerto, caído, mi buen niño, muerto ya el 29 de noviembre del pasado año! Ayer, 11 de enero de 1945, a última hora de la tarde, poco después de las siete, llegó la noticia”, apuntó en su  diario. Unos meses antes, en febrero, el entonces capitán Jünger tuvo que trasladarse desde París a Berlín para intentar mediar por ese hijo suyo ante sus superiores. Lo habían metido a la cárcel durante su servicio militar por haber tenido “unas conversaciones francas y valientes sobre la situación”. A parecer, Ernstel les había comentado a sus amigos que “si los alemanes querían llegar a una buena paz, tendrían que colgar a Kniébolo”.

“Mi querido muchacho encontró la muerte el 29 de noviembre de 1944; tenía dieciocho años”, escribió Jünger cuando supo un poco más sobre la suerte que había corrido Ernstel. “Cayó de un tiro en la cabeza durante un choque entre patrullas de reconocimiento en las montañas de mármol de Carrara, en Italia central, y, según cuentan sus camaradas, murió instantáneamente”. Unos párrafos más tarde, confesaba: “He estado hoy en la pequeña habitación del desván que le había cedido y en la que aún permanecía toda su aura. He entrado allí en silencio, como en un santuario. Entre sus papeles he encontrado un pequeño diario, que comienza con este lema: ‘El que más lejos llega es el que no sabe adónde va”.

Botellas de champán y arte antiguo

Por: | 16 de mayo de 2014

Rose Valland tenía 42 años en 1940, estaba soltera. Le gustaba pintar y trabajaba como conservadora en el Mussée National de Écoles Étrangères, que tenía entonces su sede en el Jeu de Paume. Fue la única funcionaria francesa que conservó allí su trabajo cuando los nazis ocuparon París. Quizá la dejaron estar por su apariencia inofensiva, pero se equivocaron: aquella discreta mujer hizo cuanto estuvo en sus manos para evitar que los alemanes se llevaran el arte que robaron a espuertas a los coleccionistas judíos. Rose Valland sabía taquigrafía, así que se dedicó a hacer un minucioso registro de todas las piezas que entraban en el Jeu de Paume, convertido en almacén de todo el material incautado, y como hablaba alemán, cosa que hábilmente ocultó, estaba al corriente de los planes de sus nuevos superiores e informaba de éstos a su antiguo jefe, el director de los Museos Franceses Jacques Jaujard, para que éste se los contara a la Resistencia, y que se hiciera lo que se pudiera. Gracias a su diligente trabajo, logró que muchas obras maestras no salieran de suelo francés. Con sus ademanes de mosquita muerta procuraba, además, copiar los negativos de las fotografías que los responsables nazis del saqueo hacían de todos y cada uno de sus tesoros. Así obraba Rose Valland, mandándole por ejemplo un día cualquiera un papel arrugado a Jaujard. Simplemente decía: “75 botellas de champán, 21 botellas de coñac, y 16 pinturas flamencas y holandesas han salido del Jeu de Paume a petición de M. Göring con motivo de su cumpleaños”. El episodio es uno más de las decenas de historias que Alan Riding, corresponsal cultural en Europa del New York Times durante doce años, recoge en Y siguió la fiesta (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores; traducción de Carles Andreu, Bacerlona 2011), un documentadísimo ensayo que reconstruye la vida de escritores, músicos, actores, cineastas, artistas y gente de la farándula durante los años de la ocupación en la capital francesa. En ese contexto, la historia de Rose Valland fue la excepción; la inmensa mayoría de cuantos estaban ligados a los círculos culturales hizo bien poco contra los alemanes y supo amoldarse con habilidad a su dominio.

Rose valland
El ejército alemán entró en Francia el 13 de mayo de 1940 y el 14 de junio, sin haber encontrado grandes resistencias, tomó posesión de París. El terror ente el enemigo hizo estragos, hubo largas colas de gentes que salían huyendo, todo se desmoronaba a gran velocidad, el desconcierto fue mayúsculo y “el hundimiento era tan absoluto que incluso la muerte nos parecía absurda” (Saínt-Exupéry). Cuenta Riding que André Gide, uno de los grandes referentes de la intelectualidad francesa de aquellos días, escribió por aquellos días en su diario: “¡Oh ciudadanos franceses, frívolos incurables! Hoy pagaréis cara vuestra falta de diligencia, vuestra inconsciencia y vuestra obstinación por acostaros encima de tantas virtudes preciosas”.

Esas virtudes preciosas estaban corroídas por dentro, los viejos valores de la Revolución se habían ido malgastando, las propias instituciones democráticas revelaron su frágil consistencia: los nazis las tocaron y cayeron hechas pedazos. Francia estaba desorientada y pérdida. El propio Gide daba voz, también en su diario, a esa íntima desolación: “Mi tormento es aún más profundo: nace también del hecho que no logro convencerme sin lugar a dudas de que un bando esté en lo cierto y el otro, equivocado”. La respuesta a tamaño desconcierto la encarnó, para buena parte de sus compatriotas, el mariscal Pétain.

Alan ridingEl 22 de junio se firmó el armisticio y Francia quedó dividida en dos zonas: la no ocupada, gobernada por el llamado régimen de Vichy, en el sur del país (salvo la costa que daba al Atlántico) y con unos trece millones de habitantes; y las tres partes restantes, el territorio que gobernaba el ejército alemán y donde la población llegaba a los 29 millones. La aureola mítica que rodeaba a Pétain como héroe de la Gran Guerra les permitió a los franceses sortear el bochorno de la capitulación. Apareció como la figura paternal que se sacrifica por la patria y que acude solícito a espantar los temores que habían despertado en las capas más conservadoras las transformaciones sociales que se estaban produciendo en Europa (urbanización, masas obreras que acarician la idea de un brusco cambio, inmigrantes de procedencias varias, liberalización de las costumbres). Armó su Revolución Nacional para regenerar el país recuperando sus raíces católicas y apartándolo de cualquier veleidad liberal. Disolvió los partidos políticos y las sociedades secretas, fortaleció el corporativismo en la economía y el orden tradicional en lo social, y discriminó a extranjeros y judíos. Su celo a la hora de colaborar con los alemanes en la Solución Final produce escalofríos: fueron asesinados 15.000 judíos y  a 75.000 se los envío a los campos de concentración (74 trenes se dirigieron a Auschwitz), donde perecieron unos 66.000. 

“Sí, la locura criminal del ocupante fue secundada por franceses, por el Estado francés”. Las palabras son del presidente Chirac, las pronunció en 1995 y las recordaba hace poco el historiador José Álvarez Junco al referirse a aquellos años desdichados. De la ignominia se salvaron muy pocos. Una de ellas fue Rose Valland. No siempre pudo hacer gran cosa. “En el verano de 1943, fue la única testigo francesa que presenció la quema en los jardines del Jeu de Paume de entre quinientas y seiscientas obras ‘degeneradas’ de Picasso, Léger, Ernst y otros. ‘Imposible salvar nada’, escribió en una nota”, cuenta Alan Riding (en la imagen) en su fascinante ibro. Pese a su impotencia frente a la barbarie de los invasores, Rose Valland siguió modestamente con su arriesgada tarea. En tiempos difíciles, esa valiente mujer sigue siendo un punto de referencia.

 

Lo peor como medida

Por: | 08 de mayo de 2014

Se ha recordado estos días el final de la Guerra Civil, el 1 de abril de 1939. Han pasado ya 75 años y del conflicto no se ha dejado de escribir, pero da la impresión de que las heridas siguieran escociendo, como si no pudieran terminar de cerrarse nunca. La fractura fue tremenda cuando se produjo el golpe de los militares y, seguramente, se hizo todavía mayor cuando poco después una parte importante de quienes permanecieron leales se embarcó en una revolución que pasaba por fulminar las instituciones democráticas que había levantado la República. El desorden, la violencia, la ejecución inmediata de viejas cuentas pendientes, la simple venganza entre vecinos: España se llenó en unos días de cadáveres y lo peor se impuso como la medida corriente de las cosas. La fuerte carga emocional que desencadena el horror sigue incrustada en la memoria de los pocos supervivientes de la tragedia, y se ha ido derramando a sus descendientes. Pero el resentimiento no sirve para construir nada, y todavía menos si viene heredado. Quizá por eso el único camino sensato sea el de intentar conocer mejor lo que ocurrió entonces. Hace ya unos cuantos años, en 1999, un libro colectivo se ocupó de las víctimas. ¿Cuántas fueron, cómo fueron asesinadas, qué mecanismos se pusieron en marcha para ejecutar una destrucción tan minuciosa, qué pasó en medio de tanta locura? Lo coordinó Santos Juliá, participaron los historiadores Julián Casanova, Josep Maria Solé i Sabaté, Joan Villarroya y Francisco Moreno y se tituló Víctimas de la Guerra Civil (Temas de Hoy).

Guerra civil masacre de badajoz
“Es preciso insistir en que la de 1936 no fue una guerra como las otras; que fue una guerra de vencedores y vencidos; de aniquilación del derrotado”, apunta Santos Juliá en el prólogo. “Los causantes de la hecatombe sabían lo que hacían y emplearon todos los medios para conseguir lo que querían”, explica poco después. La República había resistido diferentes embates: las huelgas anarquistas, el golpe de Sanjurjo, la revolución de octubre de 1934 y el alzamiento nacionalista catalán. Y la respuesta del ejército había sido siempre la misma: defender las instituciones legales. Hasta julio de 1936. Entonces, un grupo de militares rebeldes desencadenó un golpe y el ejército y las fuerzas de seguridad se partieron en dos. No todos estaban dispuestos a secundar la ignominia y una significativa parte de las fuerzas armadas se mantuvo al lado de la República. “Las primeras víctimas fusiladas por los rebeldes fueron sus propios compañeros de armas”, escribe Santos Juliá cuando reconstruye los primeros momentos del conflicto. El Gobierno se hundió, las horas iniciales fueron caóticas, se repartieron armas para contener la asonada y el desgarro fue creciendo como una tempestad: “Y así, cuando la rebelión hizo sonar la hora de la revolución, todos supieron qué destruir, a quiénes aniquilar; pero muy pocos sabían lo que había que construir, qué recursos y hacia qué objetivos había que emplear la fuerza desatada por el golpe militar”. El camino hacia lo peor había quedado franqueado.

Tanto la rebelión como la revolución, cuenta Santos Juliá, pusieron en marcha dos maquinarias de exterminio, y el Estado republicano sólo pudo reconstruirse muy lentamente “y tras levantar de la nada un ejército en toda regla”. Para entonces “ya había perdido definitivamente el control sobre más de la mitad de lo que había sido su territorio”. Episodios tan terribles como “el ametrallamiento de cerca de dos mil trabajadores en la plaza de toros de Badajoz (en la imagen) y la matanza de clérigos en la provincia de Lérida” ayudan a entender los distintos engranajes que movieron la brutal violencia que se puso en marcha en ambos bandos. “No se trata de postular ningún paralelismo que iguale responsabilidades y reparta culpas”, explica Santos Juliá, “sino sencillamente de constatar un hecho: en la zona insurgente, la represión y la muerte tenían que ver con la construcción de un nuevo poder; en la leal, la represión y la muerte tenían que ver con el hundimiento de todo poder”. 

Ese es el marco que se levanta al principio del libro y que da paso a las escalofriantes páginas que siguen después. El proyecto de ejercitar el terror lo llevaban incluido los militares sublevados en el programa de mano que guiaba sus pasos cuando se aplicaron a liquidar la República. Un periódico falangista de Zaragoza, Amanecer, no se andaba por las ramas para definir sus objetivos, tal como recoge Julián Casanova: “Para los poetas preñados, los filósofos henchidos y los jóvenes maestros y demás parientes, no podemos tener más que como en el romance clásico: un fraile que los confiese y un arcabuz que los mate”. Los revolucionarios también lo tuvieron claro: entendieron que había que hacer una limpieza de gente “malsana”, y procedieron. Paseos, sacas, checas. Personas de orden y potentados, servidores de la Iglesia, funcionarios que se habían puesto al servicio de los señoritos, políticos conservadores: cayeron como moscas. En noviembre de 1936, la República empezó seriamente a poner coto a los desmanes y, aunque todavía hubo algunas matanzas aisladas, en abril de 1937 se había controlado el llamado “terror caliente” de los primeros meses.

En el lado franquista se controló también la furia sanguinaria de los primeros días de sus facciones más extremistas, pero la represión siguió en marcha de manera fría y metódica. El objetivo de destruir al enemigo era el nervio central de un proyecto destinado a consolidar un régimen autoritario, apoyado en el ejército, la Iglesia y un partido de querencias totalitarias. Por eso la violencia no se acabó cuando terminaron los encontronazos bélicos. Empezó la larga dictadura con un rosario de pavorosas ejecuciones, trabajos forzados, cárceles a rebosar, incautación de bienes, violencia sobre las mujeres, niños robados y el oprobio general de una sociedad aniquilada. Hay otra forma de lo peor: el chivatazo anónimo y miserable. “Junto con los clarines de la victoria sonó también en toda España la consigna de la venganza, las denuncias y las delaciones masivas”, escribe Francisco Moreno. “La denuncia se convirtió en el motor y en el primer eslabón de la ‘justicia”. El resto, la conocida pesadilla de un tiempo de silencio.

El largo camino por la nieve

Por: | 28 de marzo de 2014

Mayo de 1945, la guerra ha terminado y muchos de los altos responsables del partido nazi son conscientes de que las cosas pueden ponerse difíciles. Uno de ellos es Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Oficina Central del Reich Alemán, y responsable por tanto de haber participado en la puesta en marcha de la Solución Final. Ha vuelto a Austria, a su tierra, y decide adentrarse en las Montañas Muertas para pasar una temporada escondido mientras las cosas vuelven a la normalidad. En la expedición, una larga marcha por la nieve que va a conducirlo a un remoto refugio, camina junto a un guía, que los dirige, y dos colaborares suyos. La historia la cuenta el escritor austriaco Franz Kain en El camino al lago Desierto (Periférica; traducción de Richard Gross, y postfacio de Sigurd Paul Schleichl), una novela breve y de una inquietante originalidad. El jerarca nazi es quien toma la palabra y lo que el libro recoge es el largo monólogo interior de un hombre que camina y que ordena sus reflexiones y recuerdos para establecer un relato plausible de sus expectativas. No hay casi datos de lo que hizo durante la guerra, ni de sus obligaciones al frente de la Oficina Central del régimen hitleriano, ni de sus asuntos personales. Mandan sus observaciones sobre la dificultad de la empresa de adentrarse en lo más profundo de la montaña y el impoluto diagnóstico sobre su trabajo, el de un funcionario que reivindica el trabajo bien hecho.

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El horror de los campos de exterminio aparece sólo de una manera lateral. Cada capítulo termina con un breve texto en cursiva que se refiere, de manera fragmentaria y como a ráfagas, a uno de los lugares siniestros del Holocausto: el campo de Mauthausen, construido en Austria en un hermoso paraje sobre el Danubio, a veinte kilómetros de Linz. De hecho, algunos de estos comentarios referidos a Kaltenbrunner (en la imagen, durante el juicio de Nuremberg), y que no tienen que ver con lo que el oficial nazi rumia en su huida a través de la nieve, se refieren al emplazamiento del campo. “Después, el bello paraje sobre el Danubio fue destinado a una función distinta”, se lee por ejemplo: “Él [Kaltenbrunner] no pudo oponerse abiertamente, pues ocupaba todavía un rango inferior; Heydrich, su antecesor en el cargo, aún estaba vivo, y la decisión competía a Heinrich Himmler, jefe supremo de las SS”. 

La habilidad de Kain —un escritor que sigue siendo desconocido, y no sólo en España, acaso por tratarse de un austriaco que militaba en el comunismo y que vivió una larga época  en la República Democrática de Alemania— consiste en abrir una rendija a través de la cual se pueden  observar  los asuntos que ocupan a Kaltenbrunner mientras recorre ese largo camino a través de la nieve. Llama la atención, en primer lugar, la alta opinión que tiene de sí mismo –se califica de “hombre sumamente culto, con una aquilatada conciencia de la tradición” – y el punto de desprecio con el que se refiere a los demás, sobre todo a sus dos subalternos, a los que considera unos redomados inútiles a la hora de moverse por los fríos picos de los Alpes. Kaltenbrunner formó parte de joven de la Asociación de Montañeros Licenciados, un grupo selecto que organizaba largas caminatas por las alturas y cuyos miembros, con el tiempo, llegaban a conocer todos los secretos de las peculiaridades geológicas y botánicas de la zona. No tenían nada que ver con los Amigos de la Naturaleza, otra agrupación mucho menos elitista que organizaba también viajes a la montaña. Kain (en la imagen) no enfatiza nada, no señala, no subraya. En el pequeño ensayo que acompaña a la novela en la edición de Periférica, Schleichl cuenta que el escritor austriaco dijo alguna vez que había “meditado veinte años sobre esta historia antes de escribirla”. Y se nota: cada frase parece el resultado de un elaborado proceso de destilación.

“Los gerifaltes van y vienes; el funcionario permanece. Le asiste también el derecho, no sólo la fuerza. Con los gerifaltes salientes no hay que relacionarse en tiempos como éstos, pues todo lo arrastran al abismo”. Kaltenbrunner ha considerado que debía quitarse de en medio una temporada, precisamente por eso, por el descontrol que existe entre los perdedores y por la persecución que se ha iniciado para atrapar a  los más altos jerarcas nazis. Pero tiene la profunda convicción de que con él no va la cosa. Sí, hubo un montón de “gerifaltes”, tipos ambiciosos que coparon posiciones de poder, que medraron sin tener derecho a hacerlo por su falta de escrúpulos o su loca ambición. Pero un funcionario es otra cosa, es uno de los pilares que sostiene el Estado. “Los zares, césares y emperadores prenden fuego a las ciudades cuando se acerca el final”, piensa Kaltenbrunner. “El jefe de policía, empero, ha de quedarse y entregar los negocios al sucesor”. Es imprescindible, una pieza del engranaje de la que no se puede prescindir.

Franz kainEn Interrogatorios (Tusquets; traducción de María Luz García de la Hoz), el libro de Richard Overy que aborda los juicios de Nuremberg, se explica que Kaltenbrunner se refugió en un pabellón de caza de los Alpes austriacos tras haber adoptado la personalidad y la documentación del doctor Josef Unterwogen. Su amante lo delató, pues corrió a abrazarlo en cuanto lo pusieron delante de ella. Nada de esto aparece en el libro de Kain (en la imagen). No quiere adornos: sólo iluminar las consideraciones de alguien que no asume la envergadura del daño causado, ni el horror del proyecto nazi. Me ocupé de salvar una gran cantidad de obras de arte que se habían ocultado en una mina, como el políptico de Gante de Hubert y Jan van Eyck, piensa Kaltenbrunner. También se acuerda de haber protegido la tumba de un judío. Es suficiente.

Por lo demás, fue un impecable funcionario. Así que les hará falta a las nuevas autoridades. Cuando pueda volver, formara parte de nuevo de la burguesía de su ciudad, aunque quizá no tenga una jubilación boyante (el Tercer Reich duró demasiado poco). Eso es lo que piensa Kaltenbrunner. En Nuremberg, refiere Overy, fue de los que sostuvo con tesón que había sido un simple funcionario administrativo que nada tuvo que ver con los crímenes. Kain, en su narración, lo desnuda en un par de párrafos: pura economía de medios para acercarse a ese misterio casi irresoluble, cómo fue posible tanta maldad en una sociedad tan sofisticada. Kaltenbrunner fue condenado a muerte en la horca, y ejecutado el 16 de octubre de 1946.

La desgarradura

Por: | 22 de marzo de 2014

Hay algunas partes del volumen sexto de los Obras Completas  de María Zambrano (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores; dirección y coordinación de Jesús Moreno Sanz) en las que resulta revelador detenerse. No tanto por lo que dicen de su filosofía y de la razón poética. Más bien por lo que cuentan de los dolores y las penas de España. Y de sus alegrías. De hecho, el primer momento en el que conviene reparar es el de la proclamación de la República. El texto se titula Aquel 14 de abril, y lo escribió mucho después, en 1985. “Pasaban guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del pueblo de Madrid, y ellos eran felices”, escribe allí. “Los rateros se declararon en huelga; no hubo un solo hurto por pequeño que fuera”. 

Maria_zambranoLuego apunta: “Las gentes sólo pensábamos —es muy cursi, lo sé, pero es verdad— en amarnos, en abrazarnos, sin conocernos. Llorábamos de alegría, unos y otros, en la Puerta del Sol”. Luego cuenta que iban de un lado a otro con su hermana y con el marido de esta y con su padre, y que se detuvieron en Telégrafos. Allí se quedaron un momento solas Araceli y ella. “Éramos señoritas. Íbamos de señoritas”. Y apareció un grupo de hombres, todos ellos “de una tierra que estuviese comenzando a salir de una maldición bíblica”. Se acercaron, les dijeron “¡Viva la República!”, querían que participaran en la celebración. Dice María Zambrano (en la imagen, en Roma, donde estuvo entre 1953 y 1964), refiriéndose después a Los fusilamientos de Goya, que destacaba un hombre de camisa blanca: “la blancura de su camisa era ultraterrena y, al mismo tiempo, terrestre, porque todo era así, nada era abstracto, nada era irreal, todo era concreto, real, vivo, la mismísima realidad, la felicidad que, sin duda alguna, nos dieron al principio”. Y ese hombre gritó tres veces: “¡Que no muera nadie! ¡Que viva todo el mundo! ¡Que viva la vida!”. 

Salto en el tiempo, pero curiosamente hacia atrás, hacia marzo de 1940. En esos días, en los diarios de María Zambrano hay una parte que titula Los intelectuales en el drama español. Los que han callado. Ortega y Azorín. Y se refiere, efectivamente, a los que consiguieron permanecer al margen, y que nada dijeron. No pretende descalificarlos, ni hacer sangre, más bien quiere explicarse a sí misma: “Esta falta de misericordia era lo que nos irritaba”, escribe, “el sustraerse al delirio, el permanecer callados cuando todos gritábamos, el quedar lúcidos cuando habíamos renunciado a la lucidez, poseídos como estábamos de esa otra lucidez que da el amor exasperado hacia algo que amenaza ser destruido antes nuestros mismos ojos”. 

Quién sabe si detrás de esa desgarradura no habitaba el recuerdo de aquel grupo de hombres, del tipo de la camisa blanca. “Porque esto sí”, confesaba después. “Es imposible pretender haber quedado limpio después de haber estado, no ya con el pueblo, sino dentro del pueblo y su contienda”. María Zambrano no puede ocultar los desmanes que ocurrieron del lado de la República, habla de “la locura” que se apoderó del pueblo, y también se refiere a que existieron “pequeñas islas de buen sentido”. “Lo demás era locura, delirio, desesperación..”. Pero allí se quedó, aguantando: “Había que apurarlo todo hasta el final, para que nuestro testimonio fuese válido, verídico; para que nuestra palabra no resuene en nuestros oídos ni en los ajenos, jamás, como una impostura”.

El 18 de julio de 1936, cuando se produjo el golpe de los militares, María Zambrano firmó un manifiesto, en cuya redacción participó, donde defendía que los intelectuales debían  estar al lado del pueblo. El 14 de septiembre se casó con Alfonso Rodríguez Aldave, que fue nombrado secretario de la Embajada de España en Santiago de Chile. Salieron hacia allí en octubre. La angustia de estar lejos en medio del conflicto los forzó a regresar. Llegaron el 19 de junio de 1937. Le preguntaron cómo es que había vuelto cuando la guerra estaba perdida. Contestó que precisamente por eso.

Otro apunte de su diario, seguramente a comienzos de febrero de 1939: “No otra cosa es lo que sucede. Por los pasos del Pirineo, como sangre manada a empujones por un corazón espantado, la multitud llega interminable. Tiene color de tierra, color de monte derrotado de encina rota a hachazos; es el mismo suelo que arrancado de sus cimientos echa a andar; es la materia de España, su sustancia, su fondo último, lo que llega, lo que avanza, lo que espera, en esta terrible mañana gris vacía de Dios, por la larga carretera hacia Le Perthus”. Todo había terminado. La República fue derrotada.

“Porque lo esencial ha sido que todos, absolutamente todos los españoles conscientes, hemos participado en una forma u otra en la tragedia”, reflexionaba unos meses después, en aquel texto sobre los que habían permanecido callados. “Nadie ha podido quedar exento”, afirmaba de manera rotunda. “Porque la verdad absoluta es incompatible con el hecho de estar vivo. Lo único que podemos pretender es haber tenido nuestra verdad y haberle sido fieles hasta el fin, seguir siéndolo, ya que el fin, claro es, no ha llegado”.

La pérfida Albión

Por: | 11 de marzo de 2014

El 17 de julio de 1936 ya se tuvo noticia del torpe inicio en Melilla de un golpe militar contra la República. El 18, las asonadas se habían multiplicado en la península, triunfando en algunos lugares y siendo neutralizadas en otros. El lunes 20, el primer ministro de Francia, León Blum, se encontró un telegrama abierto al llegar a su despacho. Era del nuevo primer ministro de la República, José Giral, y en él le pedía armas y aviones. Como ese miércoles Blum viajaba a Inglaterra, puso en marcha cuanto antes un plan de ayuda. Al llegar a la habitación de su hotel en Londres, tuvo la visita de Pertinax, un periodista, que le preguntó de inmediato si Francia iba a proporcionar armas a la República. Blum contestó que sí. Su interlocutor le dijo entonces que eso no estaba bien visto en el Reino Unido. Unos días después, cuando se disponía a regresar a París el viernes 24, Blum recibió otra visita. Esta vez fue a verlo el secretario del Foreign Office, Anthony Eden. Le repitió la misma pregunta; Blum contestó que sí, que ayudarían a la República. Eden entonces le pidió solo una cosa: “Os ruego que seáis prudentes”. 

Fuerzas italianas en la guerra civil
¿Fue en ese instante cuando se empezaron a estropear las cosas para la República (por lo menos en lo que se refiere a obtener ayuda militar de las democracias próximas)? Probablemente, sí. Sobre todo si se hace caso a Azaña, que en su Memoria de guerra escribió: “Lo que creo es que con Inglaterra no podemos. Contra la agresión italiana (en la imagen, soldados del Corpo Truppe Volontarie durante la batalla de Guadalajara) y alemana, todavía nos defendemos. Pero contra Inglaterra no podríamos, sin necesidad de que Inglaterra tome parte directa en la contienda. Le bastaría la acción diplomática, en la que arrastraría a todos, sin exceptuar a Francia”. Fueron, efectivamente, suficientes sus iniciativas diplomáticas, y arrastró a Francia. A finales de agosto, prácticamente todos los países europeos firmaban el Acuerdo de No Intervención. Luego se pondría en marcha un Comité, y un subcomité, y se desplegarían en el Mediterráneo unas patrullas de vigilancia. Al final de todo, el invento resultó una farsa que favoreció a Franco y a los suyos. Cierto que una guerra no se gana o se pierde en función de la ayuda externa, pero a veces cuenta, y cuenta mucho. En un libro ya antiguo, El reñidero de Europa. Las dimensiones internacionales de la guerra civil española (Península, 2001), Enrique Moradiellos documentó paso a paso el comportamiento de las naciones europeas en relación a lo que se jugaba en España durante la Guerra Civil. La conclusión es desoladora: la República fue abandonada a su suerte. 

Una larga cita del trabajo de Moradiellos resume bien la posición de Londres: “…a fin de garantizar la seguridad de la base naval de Gibraltar (punto clave en la ruta imperial hacia la India) y de los cuantiosos intereses económicos británicos en España (el 40 por ciento de las inversiones extranjeras en España eran británicas), el gobierno del Reino Unido decidió inmediatamente adoptar de hecho una actitud de estricta neutralidad entre los dos bandos contendientes. Una neutralidad tácita que significaba la imposición de un embargo de armas y municiones con destino a España, equiparando así en un aspecto clave al gobierno legal reconocido (único con capacidad jurídica para importar ese material) y a los militares insurgentes (sin derecho a importar armas hasta que no fuesen reconocidos como beligerantes mediante una declaración de neutralidad formal y oficial). Por eso mismo, se trataba de una neutralidad benévola hacia el bando insurgente y notoriamente malévola hacia la causa del gobierno de la República”. 

La ayuda italiana y alemana fue esencial para el bando franquista, llegó en momentos decisivos y en abundancia, y se facilitó a crédito. Tropas, aviones, armas, información, entrenamiento. Moradiellos se refiere a “la voluntad de convertir la guerra española en un campo de pruebas militares donde los ejércitos alemán e italiano ensayaban técnicas y equipos y adquirían experiencia bélica con vistas al futuro”, y apunta de esa manera al peso internacional que adquirió el conflicto en una Europa que se iba desgarrando a marchas forzadas. La larga sombra de los totalitarismos que emergieron en la época de entreguerras se proyectó en España, pues no en vano la República sólo encontró ayuda en la Unión Soviética. Eso sí, pagando rigurosamente y sin tener nunca la seguridad del momento en que podría disponer del material recién adquirido. 

Un ejemplo. Conforme el conflicto evolucionaba, al Reino Unido le interesaba cada vez más que no influyera en su política de alianzas y, como pretendía obsesivamente seducir a Italia para apartarla de Alemania, estaba dispuesta a permitirle hacer lo que quisiera en España. Anthony Eden todavía quiso aparentar cierta firmeza ante la abierta intervención en España de las potencias fascistas, pero dimitió en febrero de 1938. “El 16 y 17 de marzo la aviación italiana, por orden expresa de Mussolini, realizó sobre Barcelona los mayores bombardeos sobre una ciudad conocidos hasta el momento”, explica Moradiellos. El 13 de junio se cerró la frontera francesa, con lo que la República no pudo contar con las pocas “facilidades” que Francia le otorgó para que le llegaran las armas que venían de la Unión Soviética. “El 29 de septiembre de 1938, con ausencia de cualquier representante de Checoslovaquia o de la Unión Soviética, los dictadores germano e italiano y los primeros ministros británico y francés acordaron en Múnich que la cesión de los Sudetes a Alemania se realizara pacíficamente entre el 1 y el 10 de octubre”. Fue la confirmación de que la política de apaciguamiento lo significaba todo y, también, el golpe de muerte que acabó con los esfuerzos militares de la República: no habría un conflicto internacional que obligara a las democracias europeas a situarse a su lado. Cuando, como ahora, algunos conflictos reclaman la intervención de las democracia occidentales, nunca está de más acordarse de lo que sucedió durante la Guerra Civil de España. El trabajo de Moradiellos, que tituló La perfidia de Albión (Siglo XXI, 1996) otros de sus libros, sigue siendo una buena herramienta.

El ruido y la democracia

Por: | 04 de marzo de 2014

Hubo mucho ruido durante la Segunda República. También hubo violencia. El nuevo régimen desembarcó con la voluntad de cambiar profundamente el rumbo de España, y lógicamente encontró resistencias y también presiones de todo tipo para acelerar las reformas. La propia época era excesiva. La Gran Guerra había dejado muchos problemas abiertos y sobrevino, además, la crisis económica del 29. Así que el orden burgués liberal y las formas democráticas fueron bombardeados sistemáticamente en toda Europa desde los extremos. Hace un par de años se publicó Palabras como puños (Tecnos), un libro colectivo coordinado por Fernando del Rey que analizaba a través de los discursos, las proclamas, los valores, las ideas y las estrategias de las distintas fuerzas políticas que se batían en el parlamento y en las calles lo que rezaba el subtítulo: La intransigencia política en la Segunda República española. La furia y la pasión, el ingenio y la brocha gorda, el disparate elevado a argumento, la hipérbole como gran figura retórica, el desafío elegante y el insulto chabacano: llovieron entonces palabras como pedradas y el mérito de los autores fue desembarcar en el tumulto de aquellos años y meterse en sus entrañas para reconstruir su alta tensión política y social. 

Republica madrid proclamacion

En un mitin en tierras salmantinas, uno de los líderes de los radical-socialistas, Álvaro de Albornoz, dijo en 1933 que ser “revolucionario” no consistía en “decir frases gruesas, ni en fumar tagarnina, ni en escupir por el colmillo” sino en “algo más hondo: la transformación de la mentalidad y el espíritu” (en la imagen, proclamación de la República en la Puerta del Sol de Madrid). Lo de “escupir por el colmillo”, sin embargo, se llevaba mucho. La descalificación, la amenaza, el insulto, el exceso verbal. En El Socialista del 16 de junio de 1931 se podía leer, por ejemplo: “¡Ya viene, ya viene! […] la turba de alimañas, de raposas, de avechuchos, de sabandijas, de cuervos, de garduñas, de lechuzas, de reptiles, de chacales, de hienas y demás animales y animánculos dañinos que infectaron el país hasta el advenimiento de la República, torna ahora en infernal algarabía de graznidos, chillidos, aullidos, silbidos y rugidos”. Hubo, pues, palabras altisonantes. Y también  sangre y muerte. Frente a las pistolas fascistas, los anarquistas reclamaron que “se esgriman las pistolas del proletariado”. La CNT no se andaba con chiquitas en sus proclamas (los tradicionalistas eran unos “desvergonzados frailazos” a los que había que barrer “a estacazos”) y la FAI recomendaba la violencia como “gimnasia revolucionaria”. Y así, a la República le tocó aguantar un golpe militar, el de Sanjurjo en 1932, y varias insurrecciones anarquistas y la revolución de Asturias en 1934 y la proclamación del Estado catalán ese mismo año. El experimento de la libertad dio muchos vuelcos durante esa temporada, pero no conviene sacar las cosas de quicio. Fernando del Rey reivindica ocuparse del “impacto de las retóricas de intransigencia y de la violencia política en el escenario público”, pero es rotundo cuando escribe que “frente a las simplezas que se cuentan por ahí”, “ni la Guerra Civil comenzó en octubre de 1934 ni tampoco resultó en ningún momento un desenlace inevitable”. Las palabras fueron ruidosas y hubo asesinatos y disputas a tiros, pero para derrumbar a la República hizo falta algo más: una trama civil y militar que quisiera cargársela. Ocurrió con el golpe de julio de 1936, pero para que cayera del todo tuvo que producirse una larga y cruenta guerra civil.

Palabras como puños se divide en cuatro grandes apartados: en el primero se analizan “los discursos, los valores, las actitudes y las estrategias” de libertarios (Gonzalo Álvarez Chillida), comunistas (Hugo García) y socialistas (Fernando del Rey); en la segunda se hace lo mismo a propósito de los radical-socialistas (Manuel Álvarez Tardío) y de los nacionalistas catalanes (Eduardo González Calleja); en la tercera se abordan las fuerzas de derecha: la CEDA (Manuel Álvarez Tardío), los monárquicos y los falangistas (ambos tratados por separado por Pedro Carlos González Cuevas); la cuarta se centra, para terminar, en los discursos irresponsables de los intelectuales (Javier Zamora Bonilla) y en las voces de la policía (Diego Palacios Cerezales). Aunque algunos de los textos se aparten un tanto de las líneas generales, lo que el libro persigue es reconstruir, a partir de “investigaciones originales, basadas en fuentes primarias”, las ideas que fuerzas tan diferentes tenían de la República y de las instituciones representativas, cómo entendían la lucha política y el enfrentamiento con sus adversarios, hasta dónde llegaba su respeto por los valores democráticos y por las reglas de juega establecidas, qué margen de maniobra otorgaban a la violencia… 

La política ya no era cosa exclusiva de las elites, ni se decidía solo en los despachos del poder. Estaba la calle, y esa gran dama a la que había que cortejar utilizando cualquier estrategia: la masa. Hay quien dice que uno de los errores de los republicanos fue desdeñar la capacidad de movilización de los católicos. Fuera como fuera, las multitudes contaban cada vez más. Como ahora, eran caprichosas e imprevisibles, podían desbocarse o desaparecer de escena, convertirse en un oleaje furioso o esfumarse como por ensalmo. Las fuerzas políticas desplegaron en esa años de entreguerras  una multitud de técnicas para domesticar y encender su energía indómita. El 22 de octubre de 1933, por ejemplo, Esquerra Republicana inauguró la campaña electoral con un gran espectáculo presidido por Macià en el estadio de Montjuïc: “Desfilaron unos ocho mil jóvenes, de ellos, quinientas mujeres, encuadrados en cincuenta y cinco secciones de grupos de montaña en filas de cinco en fondo, uniformados con camisa verde oliva, pantalón corto caqui, bandas en las piernas, alpargatas y la estrella de EC en el pecho, precedidos de una sección motorista y otra ciclista, con banderines federales y banda de música”, cuenta González Calleja. Este singular “festival atlético-deportivo” levantó una gran polémica. Algunos tacharon esas coreografías multitudinarias ejecutadas por “juventudes uniformadas y disciplinadas” de deriva fascista. Era, en cualquier caso, un signo más de unos años turbios y agitados. La República vivió los estertores de un sinfín de creencias que se venían abajo. Los discursos irresponsables e intransigentes formaban parte de ese pastel. Palabras como puños consigue desplegar el abanico de los más diversos desmanes.

 

El País

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