Hace ya años, en 2002, se publicó en el Reino Unido el polémico libro Koba el Temible. La risa y los Veinte Millones (Anagrama, 2004; traducción de Antonio-Prometeo Moya), donde Martin Amis se aplica con saña a liquidar cualquier justificación que pueda hacerse del comunismo. Es un libro cargado de metralla, un panfleto que va directo al grano y que no se anda por las ramas, y en el que Martin Amis acaso abusa de las referencias personales. Hay ratos en que los horrores que recoge provocan un nudo en la garganta y, por eso, es inevitable que de la sucesión de crímenes hechos en nombre de la revolución sea la propia revolución la que termine desvirtuada. Martin Amis está pensando en su padre, que murió en 1995, cuando va colocando una palabra detrás de otra, y tiene también presente a su amigo Christopher Hitchens. En la carta que le dirige a este último, y que abre la tercera parte del libro, le dice: “...se me hace cuesta arriba entender por qué no pones más distancia entre tú y esos actos que organizas, con tu veneración por Lenin y tu impenitente discipulado de Trotski. Estos dos hombres no se limitaron a preceder a Stalin. Crearon un Estado policial que funcionaba a la perfección para que él lo utilizara después”. A su padre está dedicado el posfacio y, también en forma de una carta dirigida a su espíritu, le habla ahí de las diferencias que existen entre ellos. Las hay entre la manera en que uno y otro entienden la literatura. Pero hay otra diferencia, que es política y es fundamental. “Tenías ideología y yo no”, le dice Martin Amis. “En fin, creías, y creíste en el comunismo soviético durante quince años”. Le comenta que no existía “ninguna explicación racional para que fuera así”, pero ocurrió. Así que el hijo le ofrece algunas excusas. La última de todas tiene un interés especial: apoyar al comunismo soviético le pudo dar “la sensación, no del todo equivocada”, de que se estaba “involucrando directamente en los asuntos del mundo”.
El libro de Martin Amis no pretender ser una investigación histórica, es sólo un ajuste de cuentas contra la irresponsabilidad y la ceguera de los intelectuales. Para hacerse una idea aproximada de la magnitud de los crímenes del comunismo soviético (en la imagen, mujeres y niños trabajando en un campo del Gulag), el historiador Javier Moreno Luzón entiende que las cifras de Anne Applebaum constituyen un “buen estado de la cuestión”. Hubo en total 28,7 millones de trabajadores forzados, ha calculado: por los campos y colonias de trabajo pasaron entre 1929 y 1953 18 millones de ciudadanos soviéticos, a los que hay que sumar cuatro millones de prisioneros de guerra, los 700.000 que estuvieron en los campos de filtrado en la posguerra, más los seis millones de “desterrados especiales”, es decir: los dos millones de kulaks deportados durante la colectivización y los que fueron obligados ha abandonar sus respectivas naciones durante la guerra y la posguerra. ¿Cuántos murieron? Las cifras oficiales sostienen que cayeron 2,7 millones en los campos y, fuera de ellos, unos 800.000, ejecutados por cuestiones políticas. Pero hay que incluir también a los que murieron en el camino, en matanzas ocultas o por la hambruna. En resumen, entre 10 y 20 millones de “muertos innecesarios”. Una cifra remota, inimaginable, abstracta. Cuenta Martin Amis que Stalin “dijo una vez que mientras que una muerte es una tragedia, un millón de muertes es simple estadística”.
¿Fue por eso que nadie se hizo cargo de aquel horror, porque se trataba de un lejano e inexpresivo número? “¿Cuánto sabían los camaradas de Oxford en 1941?”, se pregunta Martin Amis (en la imagen) acordándose de que su padre tenía en ese momento 19 años, estaba allí y militaba en el partido comunista. “Ya en 1931 había protestas públicas en Occidente contra los campos de trabajo soviéticos. También había informes convincentes sobre el violento caos de la Colectivización (1929-1934) y sobre el hambre de 1933 (aunque ninguna insinuación todavía de que el hambre fuera un acto terrorista). Y estaban los Procesos de Moscú de 1936-1938, que se celebraron delante de periodistas e informadores extranjeros y que pudo seguir todo el mundo?”. ¿Cómo pudo ser, con toda esa información, que siguieran mirando a otra parte?
Martin Amis manifiesta su enorme perplejidad porque su padre creyera todavía, hacia 1941, en la causa del comunismo y que lo hiciera a pesar de que ya se supiera entonces del horror de los campos y de la salvaje represión policial. En Mayo de 1968, escribe, “el mundo parecía más izquierdista que nunca y fue más izquierdista de lo que sería ya en el futuro”. Cuenta que, entonces, las citas contra la guerra de Vietnam eran multitudinarias y festivas. Pero se acuerda también de haber acudido por aquellos días en Oxford a una manifestación contra la invasión de Checoslovaquia a la que sólo asistieron unas setenta almas (“había tristeza y buenos modales”, observa). ¿Quiere decir Martin Amis que la izquierda estaba contra la guerra de Vietnam y que miraba a otra parte cuando se estaba produciendo la invasión de Checoslovaquia? ¿Que estaba bien situarse contra Estados Unidos y que todavía había que seguir perdonándole los excesos a la Unión Soviética? Eso parece.
Sea como sea, la izquierda cambió hacia en el año 68 y se fue transformando aún más a partir de ese momento. El distanciamiento respecto a la Unión Soviética se había empezado a producir tímidamente tras el discurso de Jruschev en 1956 sobre los excesos del estalinismo. Martin Amis habla de la Nueva Izquierda que se impuso en los setenta y afirma que “presentaba, o acabo presentando, la revolución como un juego”. Más adelante, sin embargo, ese juego se convirtió en una pesadilla cuando llegaron los chicos de las Brigadas Rojas y la Baader-Meinhof (Amis incluye a los Weathermen). En el resto del mundo, los jóvenes revolucionarios se metían al monte para convertir cada guerrilla en un trampolín para construir un mundo nuevo. Quizá habían hecho suya aquella observación de Trotski: “Tenemos que poner fin de una vez para siempre a las paparruchas cuáquero-papistas sobre la santidad de la vida humana”. Es posible que esa máxima forme parte de manera íntima del proyecto comunista: que la vida no vale nada y que todo debe plegarse al proyecto. Y, seguramente, también esa proclama ayuda a sentir que uno está de verdad involucrado en los asuntos del mundo.