Lo peor como medida

Por: | 08 de mayo de 2014

Se ha recordado estos días el final de la Guerra Civil, el 1 de abril de 1939. Han pasado ya 75 años y del conflicto no se ha dejado de escribir, pero da la impresión de que las heridas siguieran escociendo, como si no pudieran terminar de cerrarse nunca. La fractura fue tremenda cuando se produjo el golpe de los militares y, seguramente, se hizo todavía mayor cuando poco después una parte importante de quienes permanecieron leales se embarcó en una revolución que pasaba por fulminar las instituciones democráticas que había levantado la República. El desorden, la violencia, la ejecución inmediata de viejas cuentas pendientes, la simple venganza entre vecinos: España se llenó en unos días de cadáveres y lo peor se impuso como la medida corriente de las cosas. La fuerte carga emocional que desencadena el horror sigue incrustada en la memoria de los pocos supervivientes de la tragedia, y se ha ido derramando a sus descendientes. Pero el resentimiento no sirve para construir nada, y todavía menos si viene heredado. Quizá por eso el único camino sensato sea el de intentar conocer mejor lo que ocurrió entonces. Hace ya unos cuantos años, en 1999, un libro colectivo se ocupó de las víctimas. ¿Cuántas fueron, cómo fueron asesinadas, qué mecanismos se pusieron en marcha para ejecutar una destrucción tan minuciosa, qué pasó en medio de tanta locura? Lo coordinó Santos Juliá, participaron los historiadores Julián Casanova, Josep Maria Solé i Sabaté, Joan Villarroya y Francisco Moreno y se tituló Víctimas de la Guerra Civil (Temas de Hoy).

Guerra civil masacre de badajoz
“Es preciso insistir en que la de 1936 no fue una guerra como las otras; que fue una guerra de vencedores y vencidos; de aniquilación del derrotado”, apunta Santos Juliá en el prólogo. “Los causantes de la hecatombe sabían lo que hacían y emplearon todos los medios para conseguir lo que querían”, explica poco después. La República había resistido diferentes embates: las huelgas anarquistas, el golpe de Sanjurjo, la revolución de octubre de 1934 y el alzamiento nacionalista catalán. Y la respuesta del ejército había sido siempre la misma: defender las instituciones legales. Hasta julio de 1936. Entonces, un grupo de militares rebeldes desencadenó un golpe y el ejército y las fuerzas de seguridad se partieron en dos. No todos estaban dispuestos a secundar la ignominia y una significativa parte de las fuerzas armadas se mantuvo al lado de la República. “Las primeras víctimas fusiladas por los rebeldes fueron sus propios compañeros de armas”, escribe Santos Juliá cuando reconstruye los primeros momentos del conflicto. El Gobierno se hundió, las horas iniciales fueron caóticas, se repartieron armas para contener la asonada y el desgarro fue creciendo como una tempestad: “Y así, cuando la rebelión hizo sonar la hora de la revolución, todos supieron qué destruir, a quiénes aniquilar; pero muy pocos sabían lo que había que construir, qué recursos y hacia qué objetivos había que emplear la fuerza desatada por el golpe militar”. El camino hacia lo peor había quedado franqueado.

Tanto la rebelión como la revolución, cuenta Santos Juliá, pusieron en marcha dos maquinarias de exterminio, y el Estado republicano sólo pudo reconstruirse muy lentamente “y tras levantar de la nada un ejército en toda regla”. Para entonces “ya había perdido definitivamente el control sobre más de la mitad de lo que había sido su territorio”. Episodios tan terribles como “el ametrallamiento de cerca de dos mil trabajadores en la plaza de toros de Badajoz (en la imagen) y la matanza de clérigos en la provincia de Lérida” ayudan a entender los distintos engranajes que movieron la brutal violencia que se puso en marcha en ambos bandos. “No se trata de postular ningún paralelismo que iguale responsabilidades y reparta culpas”, explica Santos Juliá, “sino sencillamente de constatar un hecho: en la zona insurgente, la represión y la muerte tenían que ver con la construcción de un nuevo poder; en la leal, la represión y la muerte tenían que ver con el hundimiento de todo poder”. 

Ese es el marco que se levanta al principio del libro y que da paso a las escalofriantes páginas que siguen después. El proyecto de ejercitar el terror lo llevaban incluido los militares sublevados en el programa de mano que guiaba sus pasos cuando se aplicaron a liquidar la República. Un periódico falangista de Zaragoza, Amanecer, no se andaba por las ramas para definir sus objetivos, tal como recoge Julián Casanova: “Para los poetas preñados, los filósofos henchidos y los jóvenes maestros y demás parientes, no podemos tener más que como en el romance clásico: un fraile que los confiese y un arcabuz que los mate”. Los revolucionarios también lo tuvieron claro: entendieron que había que hacer una limpieza de gente “malsana”, y procedieron. Paseos, sacas, checas. Personas de orden y potentados, servidores de la Iglesia, funcionarios que se habían puesto al servicio de los señoritos, políticos conservadores: cayeron como moscas. En noviembre de 1936, la República empezó seriamente a poner coto a los desmanes y, aunque todavía hubo algunas matanzas aisladas, en abril de 1937 se había controlado el llamado “terror caliente” de los primeros meses.

En el lado franquista se controló también la furia sanguinaria de los primeros días de sus facciones más extremistas, pero la represión siguió en marcha de manera fría y metódica. El objetivo de destruir al enemigo era el nervio central de un proyecto destinado a consolidar un régimen autoritario, apoyado en el ejército, la Iglesia y un partido de querencias totalitarias. Por eso la violencia no se acabó cuando terminaron los encontronazos bélicos. Empezó la larga dictadura con un rosario de pavorosas ejecuciones, trabajos forzados, cárceles a rebosar, incautación de bienes, violencia sobre las mujeres, niños robados y el oprobio general de una sociedad aniquilada. Hay otra forma de lo peor: el chivatazo anónimo y miserable. “Junto con los clarines de la victoria sonó también en toda España la consigna de la venganza, las denuncias y las delaciones masivas”, escribe Francisco Moreno. “La denuncia se convirtió en el motor y en el primer eslabón de la ‘justicia”. El resto, la conocida pesadilla de un tiempo de silencio.

El largo camino por la nieve

Por: | 28 de marzo de 2014

Mayo de 1945, la guerra ha terminado y muchos de los altos responsables del partido nazi son conscientes de que las cosas pueden ponerse difíciles. Uno de ellos es Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Oficina Central del Reich Alemán, y responsable por tanto de haber participado en la puesta en marcha de la Solución Final. Ha vuelto a Austria, a su tierra, y decide adentrarse en las Montañas Muertas para pasar una temporada escondido mientras las cosas vuelven a la normalidad. En la expedición, una larga marcha por la nieve que va a conducirlo a un remoto refugio, camina junto a un guía, que los dirige, y dos colaborares suyos. La historia la cuenta el escritor austriaco Franz Kain en El camino al lago Desierto (Periférica; traducción de Richard Gross, y postfacio de Sigurd Paul Schleichl), una novela breve y de una inquietante originalidad. El jerarca nazi es quien toma la palabra y lo que el libro recoge es el largo monólogo interior de un hombre que camina y que ordena sus reflexiones y recuerdos para establecer un relato plausible de sus expectativas. No hay casi datos de lo que hizo durante la guerra, ni de sus obligaciones al frente de la Oficina Central del régimen hitleriano, ni de sus asuntos personales. Mandan sus observaciones sobre la dificultad de la empresa de adentrarse en lo más profundo de la montaña y el impoluto diagnóstico sobre su trabajo, el de un funcionario que reivindica el trabajo bien hecho.

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El horror de los campos de exterminio aparece sólo de una manera lateral. Cada capítulo termina con un breve texto en cursiva que se refiere, de manera fragmentaria y como a ráfagas, a uno de los lugares siniestros del Holocausto: el campo de Mauthausen, construido en Austria en un hermoso paraje sobre el Danubio, a veinte kilómetros de Linz. De hecho, algunos de estos comentarios referidos a Kaltenbrunner (en la imagen, durante el juicio de Nuremberg), y que no tienen que ver con lo que el oficial nazi rumia en su huida a través de la nieve, se refieren al emplazamiento del campo. “Después, el bello paraje sobre el Danubio fue destinado a una función distinta”, se lee por ejemplo: “Él [Kaltenbrunner] no pudo oponerse abiertamente, pues ocupaba todavía un rango inferior; Heydrich, su antecesor en el cargo, aún estaba vivo, y la decisión competía a Heinrich Himmler, jefe supremo de las SS”. 

La habilidad de Kain —un escritor que sigue siendo desconocido, y no sólo en España, acaso por tratarse de un austriaco que militaba en el comunismo y que vivió una larga época  en la República Democrática de Alemania— consiste en abrir una rendija a través de la cual se pueden  observar  los asuntos que ocupan a Kaltenbrunner mientras recorre ese largo camino a través de la nieve. Llama la atención, en primer lugar, la alta opinión que tiene de sí mismo –se califica de “hombre sumamente culto, con una aquilatada conciencia de la tradición” – y el punto de desprecio con el que se refiere a los demás, sobre todo a sus dos subalternos, a los que considera unos redomados inútiles a la hora de moverse por los fríos picos de los Alpes. Kaltenbrunner formó parte de joven de la Asociación de Montañeros Licenciados, un grupo selecto que organizaba largas caminatas por las alturas y cuyos miembros, con el tiempo, llegaban a conocer todos los secretos de las peculiaridades geológicas y botánicas de la zona. No tenían nada que ver con los Amigos de la Naturaleza, otra agrupación mucho menos elitista que organizaba también viajes a la montaña. Kain (en la imagen) no enfatiza nada, no señala, no subraya. En el pequeño ensayo que acompaña a la novela en la edición de Periférica, Schleichl cuenta que el escritor austriaco dijo alguna vez que había “meditado veinte años sobre esta historia antes de escribirla”. Y se nota: cada frase parece el resultado de un elaborado proceso de destilación.

“Los gerifaltes van y vienes; el funcionario permanece. Le asiste también el derecho, no sólo la fuerza. Con los gerifaltes salientes no hay que relacionarse en tiempos como éstos, pues todo lo arrastran al abismo”. Kaltenbrunner ha considerado que debía quitarse de en medio una temporada, precisamente por eso, por el descontrol que existe entre los perdedores y por la persecución que se ha iniciado para atrapar a  los más altos jerarcas nazis. Pero tiene la profunda convicción de que con él no va la cosa. Sí, hubo un montón de “gerifaltes”, tipos ambiciosos que coparon posiciones de poder, que medraron sin tener derecho a hacerlo por su falta de escrúpulos o su loca ambición. Pero un funcionario es otra cosa, es uno de los pilares que sostiene el Estado. “Los zares, césares y emperadores prenden fuego a las ciudades cuando se acerca el final”, piensa Kaltenbrunner. “El jefe de policía, empero, ha de quedarse y entregar los negocios al sucesor”. Es imprescindible, una pieza del engranaje de la que no se puede prescindir.

Franz kainEn Interrogatorios (Tusquets; traducción de María Luz García de la Hoz), el libro de Richard Overy que aborda los juicios de Nuremberg, se explica que Kaltenbrunner se refugió en un pabellón de caza de los Alpes austriacos tras haber adoptado la personalidad y la documentación del doctor Josef Unterwogen. Su amante lo delató, pues corrió a abrazarlo en cuanto lo pusieron delante de ella. Nada de esto aparece en el libro de Kain (en la imagen). No quiere adornos: sólo iluminar las consideraciones de alguien que no asume la envergadura del daño causado, ni el horror del proyecto nazi. Me ocupé de salvar una gran cantidad de obras de arte que se habían ocultado en una mina, como el políptico de Gante de Hubert y Jan van Eyck, piensa Kaltenbrunner. También se acuerda de haber protegido la tumba de un judío. Es suficiente.

Por lo demás, fue un impecable funcionario. Así que les hará falta a las nuevas autoridades. Cuando pueda volver, formara parte de nuevo de la burguesía de su ciudad, aunque quizá no tenga una jubilación boyante (el Tercer Reich duró demasiado poco). Eso es lo que piensa Kaltenbrunner. En Nuremberg, refiere Overy, fue de los que sostuvo con tesón que había sido un simple funcionario administrativo que nada tuvo que ver con los crímenes. Kain, en su narración, lo desnuda en un par de párrafos: pura economía de medios para acercarse a ese misterio casi irresoluble, cómo fue posible tanta maldad en una sociedad tan sofisticada. Kaltenbrunner fue condenado a muerte en la horca, y ejecutado el 16 de octubre de 1946.

La desgarradura

Por: | 22 de marzo de 2014

Hay algunas partes del volumen sexto de los Obras Completas  de María Zambrano (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores; dirección y coordinación de Jesús Moreno Sanz) en las que resulta revelador detenerse. No tanto por lo que dicen de su filosofía y de la razón poética. Más bien por lo que cuentan de los dolores y las penas de España. Y de sus alegrías. De hecho, el primer momento en el que conviene reparar es el de la proclamación de la República. El texto se titula Aquel 14 de abril, y lo escribió mucho después, en 1985. “Pasaban guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del pueblo de Madrid, y ellos eran felices”, escribe allí. “Los rateros se declararon en huelga; no hubo un solo hurto por pequeño que fuera”. 

Maria_zambranoLuego apunta: “Las gentes sólo pensábamos —es muy cursi, lo sé, pero es verdad— en amarnos, en abrazarnos, sin conocernos. Llorábamos de alegría, unos y otros, en la Puerta del Sol”. Luego cuenta que iban de un lado a otro con su hermana y con el marido de esta y con su padre, y que se detuvieron en Telégrafos. Allí se quedaron un momento solas Araceli y ella. “Éramos señoritas. Íbamos de señoritas”. Y apareció un grupo de hombres, todos ellos “de una tierra que estuviese comenzando a salir de una maldición bíblica”. Se acercaron, les dijeron “¡Viva la República!”, querían que participaran en la celebración. Dice María Zambrano (en la imagen, en Roma, donde estuvo entre 1953 y 1964), refiriéndose después a Los fusilamientos de Goya, que destacaba un hombre de camisa blanca: “la blancura de su camisa era ultraterrena y, al mismo tiempo, terrestre, porque todo era así, nada era abstracto, nada era irreal, todo era concreto, real, vivo, la mismísima realidad, la felicidad que, sin duda alguna, nos dieron al principio”. Y ese hombre gritó tres veces: “¡Que no muera nadie! ¡Que viva todo el mundo! ¡Que viva la vida!”. 

Salto en el tiempo, pero curiosamente hacia atrás, hacia marzo de 1940. En esos días, en los diarios de María Zambrano hay una parte que titula Los intelectuales en el drama español. Los que han callado. Ortega y Azorín. Y se refiere, efectivamente, a los que consiguieron permanecer al margen, y que nada dijeron. No pretende descalificarlos, ni hacer sangre, más bien quiere explicarse a sí misma: “Esta falta de misericordia era lo que nos irritaba”, escribe, “el sustraerse al delirio, el permanecer callados cuando todos gritábamos, el quedar lúcidos cuando habíamos renunciado a la lucidez, poseídos como estábamos de esa otra lucidez que da el amor exasperado hacia algo que amenaza ser destruido antes nuestros mismos ojos”. 

Quién sabe si detrás de esa desgarradura no habitaba el recuerdo de aquel grupo de hombres, del tipo de la camisa blanca. “Porque esto sí”, confesaba después. “Es imposible pretender haber quedado limpio después de haber estado, no ya con el pueblo, sino dentro del pueblo y su contienda”. María Zambrano no puede ocultar los desmanes que ocurrieron del lado de la República, habla de “la locura” que se apoderó del pueblo, y también se refiere a que existieron “pequeñas islas de buen sentido”. “Lo demás era locura, delirio, desesperación..”. Pero allí se quedó, aguantando: “Había que apurarlo todo hasta el final, para que nuestro testimonio fuese válido, verídico; para que nuestra palabra no resuene en nuestros oídos ni en los ajenos, jamás, como una impostura”.

El 18 de julio de 1936, cuando se produjo el golpe de los militares, María Zambrano firmó un manifiesto, en cuya redacción participó, donde defendía que los intelectuales debían  estar al lado del pueblo. El 14 de septiembre se casó con Alfonso Rodríguez Aldave, que fue nombrado secretario de la Embajada de España en Santiago de Chile. Salieron hacia allí en octubre. La angustia de estar lejos en medio del conflicto los forzó a regresar. Llegaron el 19 de junio de 1937. Le preguntaron cómo es que había vuelto cuando la guerra estaba perdida. Contestó que precisamente por eso.

Otro apunte de su diario, seguramente a comienzos de febrero de 1939: “No otra cosa es lo que sucede. Por los pasos del Pirineo, como sangre manada a empujones por un corazón espantado, la multitud llega interminable. Tiene color de tierra, color de monte derrotado de encina rota a hachazos; es el mismo suelo que arrancado de sus cimientos echa a andar; es la materia de España, su sustancia, su fondo último, lo que llega, lo que avanza, lo que espera, en esta terrible mañana gris vacía de Dios, por la larga carretera hacia Le Perthus”. Todo había terminado. La República fue derrotada.

“Porque lo esencial ha sido que todos, absolutamente todos los españoles conscientes, hemos participado en una forma u otra en la tragedia”, reflexionaba unos meses después, en aquel texto sobre los que habían permanecido callados. “Nadie ha podido quedar exento”, afirmaba de manera rotunda. “Porque la verdad absoluta es incompatible con el hecho de estar vivo. Lo único que podemos pretender es haber tenido nuestra verdad y haberle sido fieles hasta el fin, seguir siéndolo, ya que el fin, claro es, no ha llegado”.

La pérfida Albión

Por: | 11 de marzo de 2014

El 17 de julio de 1936 ya se tuvo noticia del torpe inicio en Melilla de un golpe militar contra la República. El 18, las asonadas se habían multiplicado en la península, triunfando en algunos lugares y siendo neutralizadas en otros. El lunes 20, el primer ministro de Francia, León Blum, se encontró un telegrama abierto al llegar a su despacho. Era del nuevo primer ministro de la República, José Giral, y en él le pedía armas y aviones. Como ese miércoles Blum viajaba a Inglaterra, puso en marcha cuanto antes un plan de ayuda. Al llegar a la habitación de su hotel en Londres, tuvo la visita de Pertinax, un periodista, que le preguntó de inmediato si Francia iba a proporcionar armas a la República. Blum contestó que sí. Su interlocutor le dijo entonces que eso no estaba bien visto en el Reino Unido. Unos días después, cuando se disponía a regresar a París el viernes 24, Blum recibió otra visita. Esta vez fue a verlo el secretario del Foreign Office, Anthony Eden. Le repitió la misma pregunta; Blum contestó que sí, que ayudarían a la República. Eden entonces le pidió solo una cosa: “Os ruego que seáis prudentes”. 

Fuerzas italianas en la guerra civil
¿Fue en ese instante cuando se empezaron a estropear las cosas para la República (por lo menos en lo que se refiere a obtener ayuda militar de las democracias próximas)? Probablemente, sí. Sobre todo si se hace caso a Azaña, que en su Memoria de guerra escribió: “Lo que creo es que con Inglaterra no podemos. Contra la agresión italiana (en la imagen, soldados del Corpo Truppe Volontarie durante la batalla de Guadalajara) y alemana, todavía nos defendemos. Pero contra Inglaterra no podríamos, sin necesidad de que Inglaterra tome parte directa en la contienda. Le bastaría la acción diplomática, en la que arrastraría a todos, sin exceptuar a Francia”. Fueron, efectivamente, suficientes sus iniciativas diplomáticas, y arrastró a Francia. A finales de agosto, prácticamente todos los países europeos firmaban el Acuerdo de No Intervención. Luego se pondría en marcha un Comité, y un subcomité, y se desplegarían en el Mediterráneo unas patrullas de vigilancia. Al final de todo, el invento resultó una farsa que favoreció a Franco y a los suyos. Cierto que una guerra no se gana o se pierde en función de la ayuda externa, pero a veces cuenta, y cuenta mucho. En un libro ya antiguo, El reñidero de Europa. Las dimensiones internacionales de la guerra civil española (Península, 2001), Enrique Moradiellos documentó paso a paso el comportamiento de las naciones europeas en relación a lo que se jugaba en España durante la Guerra Civil. La conclusión es desoladora: la República fue abandonada a su suerte. 

Una larga cita del trabajo de Moradiellos resume bien la posición de Londres: “…a fin de garantizar la seguridad de la base naval de Gibraltar (punto clave en la ruta imperial hacia la India) y de los cuantiosos intereses económicos británicos en España (el 40 por ciento de las inversiones extranjeras en España eran británicas), el gobierno del Reino Unido decidió inmediatamente adoptar de hecho una actitud de estricta neutralidad entre los dos bandos contendientes. Una neutralidad tácita que significaba la imposición de un embargo de armas y municiones con destino a España, equiparando así en un aspecto clave al gobierno legal reconocido (único con capacidad jurídica para importar ese material) y a los militares insurgentes (sin derecho a importar armas hasta que no fuesen reconocidos como beligerantes mediante una declaración de neutralidad formal y oficial). Por eso mismo, se trataba de una neutralidad benévola hacia el bando insurgente y notoriamente malévola hacia la causa del gobierno de la República”. 

La ayuda italiana y alemana fue esencial para el bando franquista, llegó en momentos decisivos y en abundancia, y se facilitó a crédito. Tropas, aviones, armas, información, entrenamiento. Moradiellos se refiere a “la voluntad de convertir la guerra española en un campo de pruebas militares donde los ejércitos alemán e italiano ensayaban técnicas y equipos y adquirían experiencia bélica con vistas al futuro”, y apunta de esa manera al peso internacional que adquirió el conflicto en una Europa que se iba desgarrando a marchas forzadas. La larga sombra de los totalitarismos que emergieron en la época de entreguerras se proyectó en España, pues no en vano la República sólo encontró ayuda en la Unión Soviética. Eso sí, pagando rigurosamente y sin tener nunca la seguridad del momento en que podría disponer del material recién adquirido. 

Un ejemplo. Conforme el conflicto evolucionaba, al Reino Unido le interesaba cada vez más que no influyera en su política de alianzas y, como pretendía obsesivamente seducir a Italia para apartarla de Alemania, estaba dispuesta a permitirle hacer lo que quisiera en España. Anthony Eden todavía quiso aparentar cierta firmeza ante la abierta intervención en España de las potencias fascistas, pero dimitió en febrero de 1938. “El 16 y 17 de marzo la aviación italiana, por orden expresa de Mussolini, realizó sobre Barcelona los mayores bombardeos sobre una ciudad conocidos hasta el momento”, explica Moradiellos. El 13 de junio se cerró la frontera francesa, con lo que la República no pudo contar con las pocas “facilidades” que Francia le otorgó para que le llegaran las armas que venían de la Unión Soviética. “El 29 de septiembre de 1938, con ausencia de cualquier representante de Checoslovaquia o de la Unión Soviética, los dictadores germano e italiano y los primeros ministros británico y francés acordaron en Múnich que la cesión de los Sudetes a Alemania se realizara pacíficamente entre el 1 y el 10 de octubre”. Fue la confirmación de que la política de apaciguamiento lo significaba todo y, también, el golpe de muerte que acabó con los esfuerzos militares de la República: no habría un conflicto internacional que obligara a las democracias europeas a situarse a su lado. Cuando, como ahora, algunos conflictos reclaman la intervención de las democracia occidentales, nunca está de más acordarse de lo que sucedió durante la Guerra Civil de España. El trabajo de Moradiellos, que tituló La perfidia de Albión (Siglo XXI, 1996) otros de sus libros, sigue siendo una buena herramienta.

El ruido y la democracia

Por: | 04 de marzo de 2014

Hubo mucho ruido durante la Segunda República. También hubo violencia. El nuevo régimen desembarcó con la voluntad de cambiar profundamente el rumbo de España, y lógicamente encontró resistencias y también presiones de todo tipo para acelerar las reformas. La propia época era excesiva. La Gran Guerra había dejado muchos problemas abiertos y sobrevino, además, la crisis económica del 29. Así que el orden burgués liberal y las formas democráticas fueron bombardeados sistemáticamente en toda Europa desde los extremos. Hace un par de años se publicó Palabras como puños (Tecnos), un libro colectivo coordinado por Fernando del Rey que analizaba a través de los discursos, las proclamas, los valores, las ideas y las estrategias de las distintas fuerzas políticas que se batían en el parlamento y en las calles lo que rezaba el subtítulo: La intransigencia política en la Segunda República española. La furia y la pasión, el ingenio y la brocha gorda, el disparate elevado a argumento, la hipérbole como gran figura retórica, el desafío elegante y el insulto chabacano: llovieron entonces palabras como pedradas y el mérito de los autores fue desembarcar en el tumulto de aquellos años y meterse en sus entrañas para reconstruir su alta tensión política y social. 

Republica madrid proclamacion

En un mitin en tierras salmantinas, uno de los líderes de los radical-socialistas, Álvaro de Albornoz, dijo en 1933 que ser “revolucionario” no consistía en “decir frases gruesas, ni en fumar tagarnina, ni en escupir por el colmillo” sino en “algo más hondo: la transformación de la mentalidad y el espíritu” (en la imagen, proclamación de la República en la Puerta del Sol de Madrid). Lo de “escupir por el colmillo”, sin embargo, se llevaba mucho. La descalificación, la amenaza, el insulto, el exceso verbal. En El Socialista del 16 de junio de 1931 se podía leer, por ejemplo: “¡Ya viene, ya viene! […] la turba de alimañas, de raposas, de avechuchos, de sabandijas, de cuervos, de garduñas, de lechuzas, de reptiles, de chacales, de hienas y demás animales y animánculos dañinos que infectaron el país hasta el advenimiento de la República, torna ahora en infernal algarabía de graznidos, chillidos, aullidos, silbidos y rugidos”. Hubo, pues, palabras altisonantes. Y también  sangre y muerte. Frente a las pistolas fascistas, los anarquistas reclamaron que “se esgriman las pistolas del proletariado”. La CNT no se andaba con chiquitas en sus proclamas (los tradicionalistas eran unos “desvergonzados frailazos” a los que había que barrer “a estacazos”) y la FAI recomendaba la violencia como “gimnasia revolucionaria”. Y así, a la República le tocó aguantar un golpe militar, el de Sanjurjo en 1932, y varias insurrecciones anarquistas y la revolución de Asturias en 1934 y la proclamación del Estado catalán ese mismo año. El experimento de la libertad dio muchos vuelcos durante esa temporada, pero no conviene sacar las cosas de quicio. Fernando del Rey reivindica ocuparse del “impacto de las retóricas de intransigencia y de la violencia política en el escenario público”, pero es rotundo cuando escribe que “frente a las simplezas que se cuentan por ahí”, “ni la Guerra Civil comenzó en octubre de 1934 ni tampoco resultó en ningún momento un desenlace inevitable”. Las palabras fueron ruidosas y hubo asesinatos y disputas a tiros, pero para derrumbar a la República hizo falta algo más: una trama civil y militar que quisiera cargársela. Ocurrió con el golpe de julio de 1936, pero para que cayera del todo tuvo que producirse una larga y cruenta guerra civil.

Palabras como puños se divide en cuatro grandes apartados: en el primero se analizan “los discursos, los valores, las actitudes y las estrategias” de libertarios (Gonzalo Álvarez Chillida), comunistas (Hugo García) y socialistas (Fernando del Rey); en la segunda se hace lo mismo a propósito de los radical-socialistas (Manuel Álvarez Tardío) y de los nacionalistas catalanes (Eduardo González Calleja); en la tercera se abordan las fuerzas de derecha: la CEDA (Manuel Álvarez Tardío), los monárquicos y los falangistas (ambos tratados por separado por Pedro Carlos González Cuevas); la cuarta se centra, para terminar, en los discursos irresponsables de los intelectuales (Javier Zamora Bonilla) y en las voces de la policía (Diego Palacios Cerezales). Aunque algunos de los textos se aparten un tanto de las líneas generales, lo que el libro persigue es reconstruir, a partir de “investigaciones originales, basadas en fuentes primarias”, las ideas que fuerzas tan diferentes tenían de la República y de las instituciones representativas, cómo entendían la lucha política y el enfrentamiento con sus adversarios, hasta dónde llegaba su respeto por los valores democráticos y por las reglas de juega establecidas, qué margen de maniobra otorgaban a la violencia… 

La política ya no era cosa exclusiva de las elites, ni se decidía solo en los despachos del poder. Estaba la calle, y esa gran dama a la que había que cortejar utilizando cualquier estrategia: la masa. Hay quien dice que uno de los errores de los republicanos fue desdeñar la capacidad de movilización de los católicos. Fuera como fuera, las multitudes contaban cada vez más. Como ahora, eran caprichosas e imprevisibles, podían desbocarse o desaparecer de escena, convertirse en un oleaje furioso o esfumarse como por ensalmo. Las fuerzas políticas desplegaron en esa años de entreguerras  una multitud de técnicas para domesticar y encender su energía indómita. El 22 de octubre de 1933, por ejemplo, Esquerra Republicana inauguró la campaña electoral con un gran espectáculo presidido por Macià en el estadio de Montjuïc: “Desfilaron unos ocho mil jóvenes, de ellos, quinientas mujeres, encuadrados en cincuenta y cinco secciones de grupos de montaña en filas de cinco en fondo, uniformados con camisa verde oliva, pantalón corto caqui, bandas en las piernas, alpargatas y la estrella de EC en el pecho, precedidos de una sección motorista y otra ciclista, con banderines federales y banda de música”, cuenta González Calleja. Este singular “festival atlético-deportivo” levantó una gran polémica. Algunos tacharon esas coreografías multitudinarias ejecutadas por “juventudes uniformadas y disciplinadas” de deriva fascista. Era, en cualquier caso, un signo más de unos años turbios y agitados. La República vivió los estertores de un sinfín de creencias que se venían abajo. Los discursos irresponsables e intransigentes formaban parte de ese pastel. Palabras como puños consigue desplegar el abanico de los más diversos desmanes.

 

La claridad helada

Por: | 14 de febrero de 2014

El último de los intelectuales franceses de los que se ocupa Tony Judt en El peso de la responsabilidad (Taurus; traducción de Juan Ramón Azaola) es Raymond Aron. “El mundo moderno es demasiado complejo para reducirlo a una fórmula, a una condena o a una solución”, comenta Judt glosando su pensamiento, y luego lo cita: “La sociedad moderna [...] es una sociedad democrática que hay que observar sin arrebatos de entusiasmo o de indignación”. Nada de emociones, por tanto, nada de sentimientos y, a ser posible, tampoco nada de disquisiciones teóricas que no conducen a parte alguna. “El analista no crea la historia que interpreta”, escribió Aron en otro lugar. Y de eso se trata, de ser lo más fino a la hora de sumergirse en sus recovecos.

Judt presenta a Aron como un hombre de selecto pedigrí. Nacido en 1905, asistió a las elitistas clases del  Lycée Condorcet, luego estudió en la École Normale Supérieure, y en 1928 obtuvo el agrégation en Filosofía con el número uno. Se enredó muy pronto en el periodismo, con lo que su carrera académica empezó de manera tardía y a través de una disciplina que no había sido hasta entonces la suya: obtuvo la cátedra de Sociología en La Sorbona en 1954.

Lo que Judt no se cansa de subrayar es su carácter de insider, de alguien que estaba en el cogollo del sistema y que, de hecho, conocía a muchos de  los hombres que tomaban las decisiones sobre las que él se pronunciaba en sus columnas periodísticas. Estuvo próximo a las elites de Francia, Alemania y Estados Unidos y por eso, quizá, recomendaba no andarse por las ramas y ser realista. A la hora de involucrarse en los debates públicos importantes no tenía ningún sentido aferrarse a grandes y nebulosas abstracciones sino ser mucho más pragmático, y preguntarse por ejemplo: ¿Qué haría usted siendo ministro del Gobierno? Sostuvo que “el intelectual siempre tiene que enfrentarse a la decisión de cómo actuar en una situación dada; comprenderla no es suficiente”, y en su libro sobre Clausewitz proponía que “renunciemos a las abstracciones del moralismo y la ideología y en vez de ellas busquemos el verdadero contenido de las posibles opciones, limitadas como están por la realidad misma”. 

Raymond-Aron
Lo más sensato es verlo en acción. Aron pasó una temporada en los años treinta estudiando en Alemania, de ahí le vienen las influencias de Husserl y Max Weber, y asistió en primera fila al resquebrajamiento de la República de Weimar. Pudo ver cómo iba creciendo el monstruo del nacionalsocialismo y cómo los vecinos de Alemania miraban a otra parte y levantaban el estandarte de la paz como una banderola con la que pretendían engatusar a Hitler y frenar así sus afanes expansionistas. En febrero de 1933, Aron escribió en Esprit: “Los franceses de izquierda utilizan un lenguaje sentimental (justicia, respeto) que los protege de las duras realidades. En su deseo de enmendar nuestros errores olvidan que nuestras políticas tienen que tener en cuenta no el pasado, sino a la Alemania de hoy. Y no es una reparación de las faltas pasadas el cometer otras en la dirección opuesta... Una buena política se mide por su efectividad, no por su virtud”. 

No se anduvo por las ramas, ni entonces ni más adelante. Judt dice de Aron que siempre estuvo inclinado a la izquierda, pero que terminó siendo una figura solitaria. No se le aceptaba su libertad de criterio, no se llevaba bien que denunciara con acritud los desmanes del comunismo, no se le entendía que en la Guerra Fría estuviera del lado de quienes defendían las libertades públicas, los Estados Unidos. “La nuestra no es nunca una batalla entre el bien y el mal, sino entre lo preferible y lo detestable”, escribió Aron. Y también: “La acción política es una respuesta a las circunstancias, no una disquisición teórica o la expresión de sentimientos”. 

Fue un liberal que escribía en un periódico conservador, Le Figaro, pero que en su defensa del liberalismo económico se enfrentaba abiertamente a Hayek. Siempre crítico con el establishment, odiaba sin embargo el desorden y la confusión. Era un radical anticomunista que aborrecía el modelo americano. Tony Judt pone en escena todas las contradicciones de Aron y de esa manera construye un fascinante elogio de su independencia. Las ideas, pensaba Aron, forman parte de la realidad, como las armas y los garbanzos, como los cepillos de dientes y las grandes fábricas. Pueden cambiarla: por tanto, cada cual debe ser responsable de lo que piensa. No se puede alegremente, como hacían tantos intelectuales de izquierda, bendecir los desmanes revolucionarios solo por congraciarse con el aplauso del público. Así que, como escribe Judt, “insistió en que el primer deber de los franceses era comprender qué había sucedido en su país y qué había que hacer ahora”. En estos momentos, es una lección que nos vendría bien poner en práctica aquí: ¿qué nos ha pasado, cómo debemos actuar? Y hacerlo sin ningún entusiasmo. Sin indignación. Con su helada claridad.    

 

El lugar del intelectual

Por: | 31 de enero de 2014

Una de las figuras de las que se ocupa Tony Judt en El peso de la responsabilidad (Taurus, traducción de Juan Ramón Azaola) es León Blum, otro es Raymond Aron y el tercero es Albert Camus. Hannah Arendt se refería en 1952 a este último como el intelectual francés. Seguramente ya nadie sabe muy bien, a estas alturas, lo que significa ese término, pero si se diera la razón a Arendt, y en Camus tomara cuerpo el concepto, la mejor manera de comprenderlo sería seguir la trayectoria del autor de El extranjero. Antes, de todas formas, es necesario tomar en consideración las inquietudes de Judt a la hora de afrontar durante los años noventa este (triple) ensayo. Está, por lo pronto, su interés por Francia, y por la proyección en la vida pública que tuvieron allí los intelectuales durante buena parte del siglo XX. Lo importante, de todas formas, son las tres diferentes formas de irresponsabilidad que denuncia y que se impusieron en Francia de manera sutil, pero incontestable, desde finales de la Primera Guerra Mundial hasta mediados de la década de los setenta. La primera irresponsabilidad fue política: nadie se dio cuenta de lo que estaba pasando. Cuando Daladier regresó de Munich, donde se le entregaron a Hitler los Sudetes con el argumento de que semejante concesión aplacaría sus afanes expansionistas, los franceses lo recibieron como un héroe. ¿Es que nadie se daba cuenta de que se estaba alimentando al monstruo? El régimen de Vichy, aquella ignominia, se impuso con facilidad ante esa atmósfera de tanta ligereza. Judt se refiere luego a la irresponsabilidad moral: se aferraron al pacifismo apolítico que surgió tras la Gran Guerra, no defendieron la democracia, nada dijeron del giro autoritario del comunismo soviético y, en los sesenta y setenta, celebraron la revolución cultural de Mao y los terribles desmanes en Camboya de las fuerzas de Pol Pot. La tercera irresponsabilidad fue intelectual. Crecidos por el predicamento que tenían en la ciudadanía, quienes participaban pontificando en la vida pública ni se molestaron en preparar sus argumentos y simplemente tiraron de recetas. La solvencia era irrelevante: lo que importaba era la afiliación política o ideológica. ¿Y Camus? ¿Cuál era el lugar de Camus?

Albert camus cartier-bresson
“No hablo para nadie: bastante dificultad tengo en hablar para mí mismo. No sé, o sólo sé vagamente, hacia dónde me dirijo”, dijo Camus (la fotografía es de Henri Cartier-Bresson) en 1959. En 1956, durante la crisis de Argelia, había comentado: “No soy un hombre político, mis pasiones y mis gustos me llevan a otros lugares distintos de las tribunas públicas. Voy allí sólo por la presión de las circunstancias y por la idea que tengo a veces de mí mismo como escritor”. Tony Judt sostiene que Camus fue la voz moral de su época, pero que pecó de ingenuidad filosófica. El joven escritor, que había desembarcado en París procedente de Argel, se convirtió en poco tiempo en el referente de la generación de la Resistencia frente a los dilemas de la Cuarta República. Luego fue rechazado de los círculos de la intelligentsia con un cierto desdén y le tocó vivir como un intruso donde antes había reinado como una gran figura. En El hombre rebelde atacó los mitos revolucionarios. Fue entonces cuando le cayeron latigazos por todas partes. En aquel libro había idealizado la rebelión frente a la revolución y cayó también en cierto “anarquismo sentimental”, apunta Judt. Pero tenía razón a la hora de señalar que la violencia totalitaria era el gran dilema moral de aquella época y que la Unión Soviética y sus satélites no sólo eran admirados por los filósofos sino que estos eran quienes allí gobernaban. 

Tres instantes. Camus escribiendo los editoriales de Combat, y gobernando su balsa con autoridad sobre el impetuoso oleaje de aquellos tiempos. Camus señalado por Sartre como un apestado por cuestionar, con argumentos de maestro de escuela, los grandes pilares de la revolución. Camus, en fin, roto por la guerra de Argelia: todavía creía en las virtudes de asimilación de la Tercera República frente a los nacionalistas argelinos que eran intransigentes con Europa. Criticó los actos terroristas de del Frente de Liberación Nacional y le irritó la actitud despreocupada de sus colegas parisinos. “Mañana Argelia será una tierra de ruinas y cadáveres que ninguna fuerza, ninguna potencia mundial será capaz de restaurar en nuestro siglo”, escribió.

Camus, entonces, ¿el intelectual? ¿Cuál de ellos? ¿El que gobierna la balsa, el que se revuelve contra el terror (acaso con ingenuidad), el que cae en el silencio desgarrado por el vendaval de las circunstancias? “Creo en la defensa de la justicia, pero defenderé antes a mi madre”, dijo poco después de recibir el Premio Nobel en diciembre de 1957. Quizá ahí esté la pista, que solo tenga sentido tomar la palabra moviéndose en la cuerda floja que sobrevuela el abismo entre el calor de las grandes abstracciones y la tantas veces sórdida vida concreta.

La fuerza de los argumentos

Por: | 29 de enero de 2014

León Blum tenía una voz fina y bastante aguda. Era un tipo alto y, sin embargo, parecía frágil. No era de esas presencias que se imponen físicamente sobre los demás, pero resultaba seductor. Cuando era joven trabajó como crítico de teatro y se le habían quedado esos ademanes tan propios de la bohemia. El historiador Tony Judt dice de él que tenía algo de “dandi ascético”. “Si emocionaba a la gente no era por su carisma, en el sentido convencional, sino por la fuerza de sus argumentos, la lógica y profundidad de sus propias convicciones clara y convincentemente transmitidas incluso a la más hostil y ajena de las audiencias, ya fuera en el parlamento, sobre el estrado o en una columna periodística”, escribe. Blum era judío, procedía de una familia alsaciana. En 1923 explicó en una sesión del parlamento: “Yo nací en Francia, me eduqué en escuelas francesas. Mis amigos son franceses... Tengo derecho a considerarme perfectamente asimilado. Bien, no obstante me siento judío. Y nunca he advertido, entre esos dos aspectos de mi conciencia, la menor contradicción, la menor tensión”. En El peso de las responsabilidad, que recoge tres ensayos sobre tres grandes personajes (Blum, Camus, Aron) que terminó alrededor de 1995 y que Taurus acaba de publicar (traducción de Juan Ramón Azaola), Tony Judt llega a referirse al político francés como una especie de hombre del Renacimiento. Nacido en 1872, empezó pronunciándose sobre lo que ocurría en los escenarios y luego fue un prestigioso jurista —auditeur del Consejo de Estado, el más alto tribunal de derecho administrativo— que preparó en 1898 la defensa de Emile Zola en el juicio vinculado al caso Dreyfus. Dejó las leyes por la política cuando fue elegido diputado por el partido socialista en 1919. Fue nombrado primer ministro cuando el Frente Popular llegó en Francia al poder en 1936. Los republicanos españoles no guardan buena memoria de aquella época: Blum prometió ayudarlos, pero luego secundó al Reino Unido en el Comité de No Intervención. Los franceses, en cambio, lo tienen asociado a algunas medidas que tomó entonces, como las vacaciones anuales pagadas, una conquista de la clase obrera. En la Francia ocupada, fue uno de los 80 parlamentarios que votaron en contra de dar plenos poderes a Pétain. Fue encarcelado y luego lo condujeron, primero, al campo de concentración de Buchenwald y, después, al de Dachau. En diciembre de 1946 fue nombrado presidente del Gobierno interino que se estableció en Francia hasta enero de 1947. Le tocó defender el cambio y la renovación de los hombres de la Cuarta República. En 1950 murió a los 77 años.

Leon blum¿Qué interés puede tener Blum (en la foto) a estas alturas? Basta ver su aspecto para confirmar que pertenece a otra época. El siglo XX va quedando muy lejos, pero la brutal crisis de estos últimos años ha obligado a recordar aquella otra, la de los años treinta, que sacudió los cimientos del mundo de entonces y que tuvo catastróficas consecuencias. También está presente hoy la Europa de entreguerras, por la falta de derroteros en el horizonte, por el ascenso de los extremismos, por la crisis de la democracia representativa. En aquella tumultuosa época tuvo Blum un papel esencial. Fue el portavoz del partido socialista francés cuando se debatió en 1920 si debía incorporarse a la Tercera Internacional, la plataforma de izquierdas que defendía las tesis de Moscú. Se mantuvo firme, y evitó esa deriva: no aprobaba el terror como forma de gobierno. Había que trabajar por la justicia, pero dentro de la democracia. Judt le atribuye en los años siguientes un papel esencial a la hora de evitar que el partido socialista se escorara hacia la derecha en su afán de distinguirse de los comunistas.

Blum fracasó cuando llegó al poder con el Frente Popular. Impulsó los acuerdos de Matignon del 8 de junio de 1936 (“generosos aumentos de salarios, una semana laboral de cuarenta horas, vacaciones pagadas y el derecho a la negociación colectiva”), pero las expectativas eran tan grandes y tan dura la tarea de gobernar, con una derecha que saboteaba cada paso y con los comunistas desentendiéndose de compromiso alguno, que las cosas no salieron como debían haber salido. Luego vino lo peor: los ejércitos de la Alemania nazi invadieron Francia y llegaron a París sin demasiados contratiempos. Durante los años treinta, a Blum le tocó padecer el antisemitismo que empapaba el ambiente; cuando se impuso el régimen de Vichy, fue a la cárcel y, de ahí, al infierno de los campos. 

“Estamos afrontando una amenaza imperial a Europa”, comentó en junio de 1938 en uno de los congresos de su partido, tres meses antes de la crisis de Múnich. Era consciente del peligro que representaban Hitler y Mussolini, y no tuvo más remedio que cuestionar la tradición pacifista de los socialistas. “Podéis seguir diciendo que nosotros ‘no votamos a favor del tratado de Versalles’, pero no os engañéis; esa es la actitud de los espectadores, no de los participantes. Y no os olvidéis que los espectadores despreocupados pueden a veces convertirse en cómplices”. De nada sirvieron sus palabras. Tanta despreocupación, y la tentación de mirar a otra parte, fueron determinantes para que Francia siguiera cayendo en esa lánguida decadencia que facilitó la ocupación, consumada en el verano de 1940. Aquel dandi ascético, León Blum, siguió en sus trece y no votó a favor de permitir que Pétain tuviera las manos libres para someterse a los dictados del Führer. Tony Judt lo rescata en su libro por su coraje y por seguir defendiendo sus ideas (igualdad, laicismo, libertad, justicia) en tiempos confusos, por llegar incluso a defenderlas al margen (o contra) los suyos. De acuerdo: la historia no sirve mucho para evitar que se repitan los mismos errores. Pero no está de más cuando sirve para recordar que hubo tipos así. Cuenta Judt que Blum no era nada sentimental, que lo suyo era armar buenos argumentos para defender sus ideas, e intentar convencer al otro. Justo lo que se necesita en tiempos como los que padecemos y donde solo parece tener peso la furia de las emociones. Y así nos va.  

 

Contra todo catastrofismo

Por: | 15 de enero de 2014

En 1984 Francisco Ayala fue invitado al Congreso de los Diputados y allí leyó una conferencia, Mi yo catedrático, en la que hacía un repaso de lo que habían sido hasta entonces sus reflexiones políticas. Contaba ahí que cuando empezó a preocuparse por la cosa pública, siendo todavía muy joven, se enfrentó con una grave crisis institucional, la dictadura de Primo de Rivera, y constató que “el vituperio contra el caciquismo había alcanzado a ser clamor en España…”. Aquel sistema clientelar dista mucho de cosechar aplausos y, desde luego hoy, no se da por buena una democracia donde eran los caciques del lugar los que establecían a quién debía votarse; a los demás no les quedaba otra que plegarse, ya fuera por cuestiones  laborales, ya fuera por un afán de simple integración social. Más adelante, al volver sobre aquella época, Ayala escribió en España, a la fecha (1965) que aquel caciquismo había sido el resultado de “un intento sano y en sí mismo plausible” de implantar en España, a partir de la Constitución de 1876, una democracia liberal, y que esa era la “condición necesaria para que el país se transformara en una sociedad moderna”. Pese a sus indudables limitaciones, Ayala quería subrayar que aquel periodo, el de la Restauración, había sido el único de “la historia de España en que este pueblo ha vivido, no sin injusticias ni trastornos, claro está, pero en una atmósfera de efectiva libertad política, con discusión pública, respeto al adversario e imperio del orden jurídico”. Y añadía: “De hecho, España estaba convirtiéndose en una nación moderna. Era el tiempo de la convivencia amistosa de Pereda, Galdós, Clarín y Menéndez Pelayo; el tiempo en que surgió y se desplegó la generación del 98; el tiempo de Ortega y Gasset... España se había europeizado”. La conferencia de Francisco Ayala se puede encontrar en el sexto volumen de sus Obras completas (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), que apareció hace unos meses y que reúne sus colaboraciones periodísticas y textos atípicos, como ese de 1984, que leyó en la sede parlamentaria de una España en la que se consolidaba la Transición y que había logrado superar el golpe de Estado de 1981.

Ayala
Resulta seguramente chocante que Ayala (la fotografía es de Miguel Gener, 1992) no echara pestes sobre aquella democracia tan incompleta, tan frágil, tan íntimamente manchada por los caciques de turno, y donde sólo votaba un sector muy pequeño de la sociedad. Hubiera quedado mejor si se hubiera rasgado las vestiduras. La idea de insistir en los caminos torcidos de España siempre ha tenido buena prensa, el lamento por su singularidad, la queja por la acumulación de desastres, el gusto por encontrar en sus más íntimas esencias ese oprobio que no va a borrarse fácilmente y que va a marcarle finalmente un destino trágico e inevitable (la Guerra Civil). En 1965, Ayala se distanciaba drásticamente de esa lectura. Bueno, bueno, no hay que exagerar: esa podría haber sido su fórmula. Cuando en 1923 Primo de Rivera daba el golpe, lo que estaba haciendo era poner fin a una época de relativa estabilidad, de relativo progreso, de relativa democracia, para recuperar de paso la España más autoritaria y conservadora. El país que hasta entonces iba configurándose no era muy diferente de los equivalentes de su entorno: no era ese caso excepcional que producía tanto lamento y crujir de dientes.

Ya podía hablarse de una opinión pública de cierta envergadura, se había producido su despegue industrial, el centro de gravedad de la cosa pública se desplazaba hacia las nuevas clases medias y obreras de las ciudades (algunas de las cuales habían crecido de manera notable), eran muchos los jóvenes que completaban su formación en el extranjero. Todavía una parte de la clase intelectual se regodeaba hurgando en las esencias de un país maldito, pero había otros que estaban más interesados en llorar menos y en hacer cosas. Por eso Ayala observaba en su discurso de 1984 que “esas tremendas críticas con que se atacaba a la ‘España oficial’ eran la mejor, aun cuando paradójica, comprobación del éxito logrado por Cánovas con su monarquía constitucional y parlamentaria” y, poco más adelante, proclamaba: “la europeización de España por la que tanto se había clamado, estaba conseguida ya”.

Es importante llamar la atención sobre el lugar desde el que hablaba Ayala. En ese texto, si se busca algo que podría resumir su posición respecto a los vaivenes del mundo se encuentra, y de refilón, algo muy escueto: le interesó siempre defender “el valor permanente e irrenunciable de la libertad individual”. Por eso subrayó los discretos progresos de la Restauración, por eso se opuso a la dictadura de Primo de Rivera, por eso celebró la República y la defendió combatiendo contra los militares que se empeñaron en destruirla, por eso tuvo que salir de aquella España tristona devorada por la dictadura franquista. Regresó cuando volvieron las libertades. Y procuro seguir cuidándolas. Una manera de hacerlo fue la de aportar un poco de sensatez a los debates que entonces tenían lugar. Ayala había sido testigo de los excesos de la época de entreguerras donde “toda la construcción política del liberalismo estaba siendo sometida en Europa a una demoledora crítica de intención revolucionaria llevada a cabo por los teorizadores del marxismo y, de otra parte, aprovechada para sus propios fines por los partidarios de la ideología fascista”. Las libertades individuales casan mal con los totalitarismos, sean del signo que sean, y estos se alimentan en las retóricas incendiarias que se imponen en tiempos de crisis. Precisamente por estar viviendo una de esas épocas de desolación, conviene aferrarse a cuantos buscan argumentos para defender las libertades, como Ayala, y no desgarrarse en los ampulosos gestos de aquellos que, de un brochazo, ponen en cuestión cuanto se ha conseguido hasta ahora y se refugian en el catastrofismo de nuestra supuesta condición anómala.

El sistema de los objetos

Por: | 06 de enero de 2014

Lo primero son las campanas. Tocan a rebato, llamando a la movilización. Luego está el cuartel. A los flamantes soldados les entregan sus uniformes y les asignan su destino. Número de registro 4221: “11.ª escuadra de la 10.ª compañía, perteneciente en orden creciente al 93.º regimiento de infantería, 42.ª brigada, 21.ª división de infantería y 11.º cuerpo del 5.º ejército”. Después viene la despedida. La marcha de la tropa, los vítores de la gente. Reina un aire festivo: las cosas parecen formar parte de un orden cerrado, la guerra va a durar poco. El tren, la llegada a las Ardenas. El acantonamiento. Los muchachos toman copas, juegan a los naipes, por el aire cruzan aeroplanos a lo lejos. Pasan así tres meses. Entonces les toca caminar. Recorren pueblos devastados, en ruinas, ven muertos, chorros de sangre. Les ordenan que oscurezcan sus escudillas: no es bueno que el enemigo pueda orientarse con tanto brillo. Más adelante, en la frontera belga, a escasa distancia de Maissin, entrarán en combate. Deben lanzarse a paso de carga. Cuando empiezan a hacerlo, unos veinte hombres forman un corro, indiferentes a los proyectiles, aplicados a su tarea. Son los músicos del regimiento, tocan La Marsellesa. No deben perderse las formas. Una bala atraviesa el brazo del barítono, el del trombón cae herido, mueren el de la flauta y el de la viola. Estamos en el fragor de la batalla, esto es 14 (Anagrama; traducción de Javier Albiñana), del escritor francés Jean Echenoz. Cuando el episodio concluye, cuentan los muertos. La compañía ha sufrido 76 bajas.

Jean echenoz y miguel mora y otro ser humano
En la retaguardia, un domingo cualquiera de unas semanas antes en un lugar de la Vendée, Blanche se acaba de despertar en su habitación. Su cama es de cerezo; el armario, de pino de Virginia; el escritorio es de roble, la cómoda de caoba. A Jean Echenoz (al fondo, a la izquierda, junto al periodista Miguel Mora; la foto es de Daniel Mordzinski) no se le escapan las cosas, y procura ser preciso. Al personaje central de 14, Anthime, un joven de 23 años al que le toca ir a la Gran Guerra, lo ha sacado al principio del libro a pedalear en una bicicleta Euntes, “pensada por y para eclesiásticos”. Luego se detendrá en el pequeño avión biplaza modelo Farman F 37, en el biplaza Aviatik con su ametralladora Hotchkiss o en la pistola Savage, “especialmente adaptada para la aviación, envuelta en una rejilla para evitar que los casquillos se cuelen en la hélice”. Conviene no irse por las ramas y prestar atención a los objetos. ¿Qué llevan, por ejemplo, Anthime y los otros soldados en su mochila? Echenoz nos hace el favor: “material alimentario —botellas de aguardiente de menta y sucedáneo de café, cajas y bolsitas de azúcar y chocolate, cantimploras y cubiertos de hierro estañado, taza de hierro forjado, abrelatas y navaja—, ropa —calzoncillos cortos y largos, pañuelos de algodón, camisas de franela, tirantes y polainas de paño—, productos de mantenimiento y de limpieza —cepillos de ropa, de calzado y para las armas, latas de grasa, de betún, botones y cordones de recambio, estuche de costura y tijeras de punta redonda—, artículos de aseo y de sanidad —apósitos individuales y algodón hidrófilo, toallitas, espejo, jabón, navaja de afeitar con su afilador,  brocha, cepillo de dientes, peine—, así como objetos personales —tabaco y papel de fumar, cerillas y mechero, linterna, pulsera identificativa con placas de alpaca y aluminio, pequeño misal de soldado, cartilla individual”. Y apunta que, gracias a unas correas, pueden llevar también una manta enrollada, una lona de tienda de campaña con palos, piquetas y cables, la famosa escudilla que les encargaron embadurnar con betún para que no lanzara destello alguno, un pequeño haz de leña embutido en una cazuela y, bueno, otros útiles de campaña (hacha o cizalla, hocino, sierra, pala, pico o piqueta), una bolsa de agua, un farol con su estuche de lona. No está mal: 35 kilos cuando no ha llovido.

La pequeña novela de Jean Echenoz tiene menos de 100 páginas en su edición española. Las suficientes para bajar al infierno. El escritor francés se ha tomado la molestia de no llenar la narración con hojarasca inútil. Se sirve de los objetos para construir la época y ha elegido unos cuantos personajes para darle calor humano a la historia. Vuelan los proyectiles, explotan, se amontonan los cadáveres. Alguna vez habla del miedo. Cuenta, por ejemplo, que los zapadores sudaban. Que sudaban de cansancio “y miedo”. Narra un combate entre aviones: “...una bala atraviesa doce metros de aire a setecientos metro de altura y mil por segundo y penetra en el ojo izquierdo de Noblès para salir por encima de su nuca...”. Alfred Noblès es el piloto. Lleva su casco, unas gruesas gafas protectoras, un mono de tela negra cauchutada recubierta de piel de conejo y reforzada con piel de cabra, la cazadora y el pantalón son también de cuero, lleva botas y guantes forrados. Hace frío ahí arriba, no se puede viajar de cualquier manera.

No hay nombres de batallas, ni salen los políticos ni los militares que orquestaron la masacre. Echenoz prefiere ocuparse de los piojos y de las ratas. Su pequeña novela es necesaria por eso. Porque detrás de las ambiciones de los estados y de las estrategias de los generales, que tanto se recordaran este año del centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial, están las criaturas que pasaron cuatro años en las trincheras. Es curioso que los objetos digan tanto de su sufrimiento.

El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

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