Se ha recordado estos días el final de la Guerra Civil, el 1 de abril de 1939. Han pasado ya 75 años y del conflicto no se ha dejado de escribir, pero da la impresión de que las heridas siguieran escociendo, como si no pudieran terminar de cerrarse nunca. La fractura fue tremenda cuando se produjo el golpe de los militares y, seguramente, se hizo todavía mayor cuando poco después una parte importante de quienes permanecieron leales se embarcó en una revolución que pasaba por fulminar las instituciones democráticas que había levantado la República. El desorden, la violencia, la ejecución inmediata de viejas cuentas pendientes, la simple venganza entre vecinos: España se llenó en unos días de cadáveres y lo peor se impuso como la medida corriente de las cosas. La fuerte carga emocional que desencadena el horror sigue incrustada en la memoria de los pocos supervivientes de la tragedia, y se ha ido derramando a sus descendientes. Pero el resentimiento no sirve para construir nada, y todavía menos si viene heredado. Quizá por eso el único camino sensato sea el de intentar conocer mejor lo que ocurrió entonces. Hace ya unos cuantos años, en 1999, un libro colectivo se ocupó de las víctimas. ¿Cuántas fueron, cómo fueron asesinadas, qué mecanismos se pusieron en marcha para ejecutar una destrucción tan minuciosa, qué pasó en medio de tanta locura? Lo coordinó Santos Juliá, participaron los historiadores Julián Casanova, Josep Maria Solé i Sabaté, Joan Villarroya y Francisco Moreno y se tituló Víctimas de la Guerra Civil (Temas de Hoy).
“Es preciso insistir en que la de 1936 no fue una guerra como las otras; que fue una guerra de vencedores y vencidos; de aniquilación del derrotado”, apunta Santos Juliá en el prólogo. “Los causantes de la hecatombe sabían lo que hacían y emplearon todos los medios para conseguir lo que querían”, explica poco después. La República había resistido diferentes embates: las huelgas anarquistas, el golpe de Sanjurjo, la revolución de octubre de 1934 y el alzamiento nacionalista catalán. Y la respuesta del ejército había sido siempre la misma: defender las instituciones legales. Hasta julio de 1936. Entonces, un grupo de militares rebeldes desencadenó un golpe y el ejército y las fuerzas de seguridad se partieron en dos. No todos estaban dispuestos a secundar la ignominia y una significativa parte de las fuerzas armadas se mantuvo al lado de la República. “Las primeras víctimas fusiladas por los rebeldes fueron sus propios compañeros de armas”, escribe Santos Juliá cuando reconstruye los primeros momentos del conflicto. El Gobierno se hundió, las horas iniciales fueron caóticas, se repartieron armas para contener la asonada y el desgarro fue creciendo como una tempestad: “Y así, cuando la rebelión hizo sonar la hora de la revolución, todos supieron qué destruir, a quiénes aniquilar; pero muy pocos sabían lo que había que construir, qué recursos y hacia qué objetivos había que emplear la fuerza desatada por el golpe militar”. El camino hacia lo peor había quedado franqueado.
Tanto la rebelión como la revolución, cuenta Santos Juliá, pusieron en marcha dos maquinarias de exterminio, y el Estado republicano sólo pudo reconstruirse muy lentamente “y tras levantar de la nada un ejército en toda regla”. Para entonces “ya había perdido definitivamente el control sobre más de la mitad de lo que había sido su territorio”. Episodios tan terribles como “el ametrallamiento de cerca de dos mil trabajadores en la plaza de toros de Badajoz (en la imagen) y la matanza de clérigos en la provincia de Lérida” ayudan a entender los distintos engranajes que movieron la brutal violencia que se puso en marcha en ambos bandos. “No se trata de postular ningún paralelismo que iguale responsabilidades y reparta culpas”, explica Santos Juliá, “sino sencillamente de constatar un hecho: en la zona insurgente, la represión y la muerte tenían que ver con la construcción de un nuevo poder; en la leal, la represión y la muerte tenían que ver con el hundimiento de todo poder”.
Ese es el marco que se levanta al principio del libro y que da paso a las escalofriantes páginas que siguen después. El proyecto de ejercitar el terror lo llevaban incluido los militares sublevados en el programa de mano que guiaba sus pasos cuando se aplicaron a liquidar la República. Un periódico falangista de Zaragoza, Amanecer, no se andaba por las ramas para definir sus objetivos, tal como recoge Julián Casanova: “Para los poetas preñados, los filósofos henchidos y los jóvenes maestros y demás parientes, no podemos tener más que como en el romance clásico: un fraile que los confiese y un arcabuz que los mate”. Los revolucionarios también lo tuvieron claro: entendieron que había que hacer una limpieza de gente “malsana”, y procedieron. Paseos, sacas, checas. Personas de orden y potentados, servidores de la Iglesia, funcionarios que se habían puesto al servicio de los señoritos, políticos conservadores: cayeron como moscas. En noviembre de 1936, la República empezó seriamente a poner coto a los desmanes y, aunque todavía hubo algunas matanzas aisladas, en abril de 1937 se había controlado el llamado “terror caliente” de los primeros meses.
En el lado franquista se controló también la furia sanguinaria de los primeros días de sus facciones más extremistas, pero la represión siguió en marcha de manera fría y metódica. El objetivo de destruir al enemigo era el nervio central de un proyecto destinado a consolidar un régimen autoritario, apoyado en el ejército, la Iglesia y un partido de querencias totalitarias. Por eso la violencia no se acabó cuando terminaron los encontronazos bélicos. Empezó la larga dictadura con un rosario de pavorosas ejecuciones, trabajos forzados, cárceles a rebosar, incautación de bienes, violencia sobre las mujeres, niños robados y el oprobio general de una sociedad aniquilada. Hay otra forma de lo peor: el chivatazo anónimo y miserable. “Junto con los clarines de la victoria sonó también en toda España la consigna de la venganza, las denuncias y las delaciones masivas”, escribe Francisco Moreno. “La denuncia se convirtió en el motor y en el primer eslabón de la ‘justicia”. El resto, la conocida pesadilla de un tiempo de silencio.