Los cataclismos

Por: | 20 de diciembre de 2013

Nada más empezar a leer, la historia te ha agarrado y ya no te va a soltar más. Es como si entrara en tromba en tu vida y te exigiera, de alguna manera, participar en las circunstancias de cuanto se está contando. Ese es el poder de la literatura de Alice Munro, y por eso le deben haber dado el Nobel. Toma la palabra y lo que dice resulta tremendamente familiar, próximo. Pequeñas cosas, decisiones cotidianas, las ilusiones corrientes, los tropiezos habituales. Pero todo tocado, como ocurre también en la realidad, por esos minúsculos procesos interiores que van contagiando de turbulencias cuanto nos pasa. Alice Munro tiene un enorme talento para los detalles, los va dejando caer por el camino: como si fueran irrelevantes cuando están mostrando lo más importante. De Louisa, por ejemplo, una joven bibliotecaria que viene de otra ciudad y que se aloja en distintos hoteles, dice que bebía un vaso de vino en las comidas. Luego se preguntará que puede ocurrir con una mujer así, que ha mostrado su independencia y el coraje imprescindible para manejar su vida a su manera. “¿Un poco demasiado lista y segura de sí misma, para aquella época, de manera que hacía sentirse incómodos a los hombres?”. Podría ser, bebía un vaso de vino. Pero luego está también la prodigiosa manera que tiene Munro para describir a sus personajes. Respecto a la propia Louisa, escribe: “¿Sería una de esas personas llenas de grietas remendadas que sólo se ven de cerca? ¿La perturbaba un antiguo sufrimiento, algún secreto?”. Es lo que está pensando el hombre que la observa. Igual resulta que también es lo que piensa el lector, o lo que Munro quiere que el lector se pregunte. Damas y caballeros: ahí estamos, ya nos han arrancado del mundo para que lo habitemos más adentro, más en sus diabólicos pasadizos, en sus misterios que no tienen solución, en sus asuntos que no tienen salida, en los que dan paz y sosiego, en los que provocan heridas. Pongamos Secretos a voces (RBA; traducción de Flora Casas), una de sus muchas colecciones de relatos. Una maravilla.

Alice munro the guardian

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Pequeñas conmociones

Por: | 02 de diciembre de 2013

Dos amigos se encuentran después de mucho tiempo. “El gordo acababa de comer en la estación y sus labios manchados de mantequilla lucían como cerezas maduras. Olía a jerez y a agua de azahar. El flaco acababa de bajarse del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajas de cartón. Olía a jamón y a posos de café”. Antón Chéjov publicó El gordo y el flaco en 1883 en la revista Fragmentos, y es uno de los 240 relatos incluidos en el primer volumen de los Cuentos completos del escritor ruso, que Página de Espuma publica estos días y que recoge su primera producción, la que realizó entre los años 1880 y 1885. No son más que tres páginas. Los amigos se abrazan, fueron juntos al colegio, no se han visto desde entonces. Preguntan por sus historias. A uno le fue bien, al otro un poco peor. Chéjov está ahí en medio de la situación, registrando cada uno de los detalles, los minúsculos cambios, la más mínima alteración. Observa los engranajes, si las piezas hacen algún chirrido. Y sí que lo hacen, vaya que lo hacen. “He llegado a Consejero secreto. Tengo dos estrellas”, dice el gordo. Un buen cargo, sí señor. Y el flaco, que se había mostrado desenvuelto, que había bromeado sobre sus días de infancia, que había hecho gala hasta entonces de sus recursos, “palideció de repente, se quedó de piedra, pero pronto todo su rostro se transformó en una amplia sonrisa; parecía que su cara y sus ojos echaban chispas. Se arrugó, se encorvó, se encogió...”. Chéjov desmenuza el episodio, y lo cuenta. Y seguramente buena parte de su maestría tiene que ver con eso. La vida cotidiana está llena de pequeñas conmociones, toda la vida está recorrida por esos rasguños apenas perceptibles, gestos que se escapan sin querer pero que revelan cuanto ocurre por dentro, que desencadenan cada una de las calamidades. ¿Calamidades? Minúsculas calamidades, pero calamidades al fin ya al cabo.

1885 (1)En su breve libro sobre sobre el escritor ruso, Antón Chéjov (Acantilado, 2006; traducción de Celia Felipetto), Natalia Ginzburg escribe a propósito de esta temprana época: “Chéjov ya tenía una forma extraordinaria de introducirse en una historia, una forma brusca y ligera, fulminante e imperiosa, como si de pronto alguien abriera de par en par una puerta o una ventana para ofrecer al lector los rasgos de una figura humana o de un grupo de figuras humanas, permitirle escuchar el sonido de sus voces, intuir sus estados de ánimo, el servilismo o la afectación, la paciencia o la prepotencia, y a continuación, cerrara esa puerta o esa ventana ante el lector absorto, divertido y estupefacto”.

Así es. Absortos, estupefactos, divertidos: en estas 240 piezas de esta entrega inicial de su narrativa completa hay de todo. Textos minúsculos como una bocanada de aire fresco, casi chistes, apuntes veloces, meras notas a pie de página sobre el ruido del mundo. Pero hay ya algunos cuentos más largos. El humor y la ternura (o la piedad), esas notas que definen la mirada de Chéjov (la imagen es de 1885) sobre las cosas, aparecen ya como el diamante en bruto que irá puliendo hasta construir sus obras maestras. Iba apretando las piezas para que el mecanismo de su escritura funcionara a la perfección.

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El pequeño embarcadero de madera

Por: | 27 de noviembre de 2013

En una carta que Franz Kafka le escribió a Felice Bauer en la noche del 25 al 26 de febrero de 1913 le cuenta una anécdota de cuando era niño. Le explica que, entonces, siempre que podía se detenía delante del escaparate de una tienda de cuadros para dedicarse a observar una mala reproducción de una obra que representaba en color el suicidio de una pareja de amantes. Kafka no le ahorra ningún detalle y reconstruye minuciosamente la escena. Es de noche, es invierno, la luna parece colocada ahí simplemente para iluminar aquel último y trágico gesto. Los amantes están al fondo de un embarcadero, un “pequeño embarcadero de madera”, dispuestos a terminar con todo. “El pie de la joven, y el del hombre, tendían a un tiempo hacia las profundidades, y el espectador sentía con alivio como ambos caían ya, presa de la gravedad”, explica. Kafka le dice que la chica no llevaba sombrero, sino un velo verde que flotaba al viento mientras se precipitaban al vacío. Y observa también que el gabán negro del hombre se henchía. “Se mantenían abrazados, y nadie hubiera sabido decir si ella tiraba de él, o él la empujaba, hasta tal punto su impulso era equilibrado y necesario, y puede que ya entonces presintiera uno, aunque no lo llegase a comprender hasta más tarde, que para el amor tal vez no haya otra salida que la representada en aquel cuadro”. Ninguna otra salida, pues, eso le comentaba el escritor a su amada.

Se habían conocido  hacia unos siete meses y no se habían vuelto a ver desde aquella tarde en casa de Max Brod, el amigo de Kafka. Todavía no habían hablado de matrimonio. Toda su historia estaba hecha de palabras. De palabras que iban de Praga a Berlín y de Berlín a Praga. Se contaban cada uno de los detalles de sus días, se confesaban sus afectos y sus desafectos, y a Kafka le encantaba explorar cada vez más hacia el fondo, cada vez más dentro. Todo está en las Cartas a Felice (traducción de Pablo Sorozábal) que Nórdica acaba de rescatar, casi cuarenta años después de que Alianza las publicara en España en tres volúmenes. ¿Cómo decirlo sin exagerar ni una pizca? Pues eso, que en estas cartas están atrapadas todas las oscuridades del amor, cada uno de los pasos que se dan cuando uno se pierde en sus estancias, todo lo que tiene de falsa construcción, de azar, de puro disparate. Y de pasión inexplicable, de bendición, de júbilo. De horror y de tristeza.

Kafka y feliceElias Canetti escribió El otro proceso de Kafka (Muchnik, Alianza, 1983; traducción de Michael Faber-Kaiser y Mario Muchnik) para intentar penetrar en el inquietante misterio de esta correspondencia. Uno de sus efectos fulminantes fue que, en cuanto Kafka empezó a escribirle a Felice, inició una de sus etapas más creativas. La primera carta fue del 20 de septiembre de 1912, más de un mes después de haberla conocido. Dos noches más tarde, Kafka redactó La condena de un tirón, en una sola noche,  a lo largo de diez horas. No había pasado una semana cuando empezaba El fogonero y, durante los dos meses siguientes, terminó hasta cinco capítulo de América. Dejó la novela durante dos semanas para sumergirse en La metamorfosis. Y, de pronto, vino el parón, en enero de 1913.  “Felice era una muchacha de naturaleza sencilla”, obsreva Canetti. “Es posible que durante mucho tiempo él hubiera podido proseguir el diálogo --si es que una palabra tan concreta puede emplearse para algo tan complejo e insondable-- que mantenía consigo mismo a través de Felice”. 

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Contra toda tentación

Por: | 23 de noviembre de 2013

En La quiebra de las democracias (Alianza, 1987), el sociólogo Juan J Linz rescata una de las frases de las que está trufada la ascensión de Hitler al poder: “Voy a revelaros lo que me ha llevado al puesto que ocupo. Nuestros problemas parecían complicados. El pueblo alemán no sabía qué hacer con ellos. En estas circunstancias el pueblo prefirió dejárselos a los políticos profesionales. Yo, por otra parte, he simplificado los problemas y los he reducido a la fórmula más sencilla. Las masas lo reconocieron y me siguieron”. Así que arrasó, y la República de Weimar se fue al garete. A Hitler le hicieron falta, pues, una fórmula sencilla y el apoyo de las masas. Europa conoció, a partir de ese momento, uno de los periodos más oscuros de su historia. Mucho después, cuando la tormenta hubo amainado, surgieron esos grandes interrogantes que, en el fondo, se reducen a uno solo: ¿cómo fue posible que pasara lo que pasó?

De eso trata La quiebra de las democracias. Linz, lógicamente, viste su trabajo con toda la artillería propia de las ciencias sociales y procura construir, según sus propias palabras, “un modelo descriptivo del proceso de caída de una democracia”. Tiene la atención puesta, sobre todo, en la Europa de entreguerras, pero no le hace ascos a otras circunstancias históricas y, de tanto en tanto, en la apabullante catarata de ejemplos con los que refuerza sus tesis aparecen referencias a otros procesos en los que la democracia cayó hecha añicos, por ejemplo, en distintos países latinoamericanos. Está pensando también, como no podía ser de otra manera, en el golpe de 1936 y en el desplome de la Segunda República, y en lo que vino después, la guerra y la larga dictadura franquista. “Nuestra hipótesis es que los regímenes democráticos que hemos estudiado tuvieron en un momento u otro unas probabilidades razonables de supervivencia y consolidación total, pero que ciertas características y actos de importantes actores —instituciones tanto como individuos— disminuyeron estas probabilidades”, escribe en la introducción del libro.

Juan j. linz

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Gángster o detective

Por: | 15 de noviembre de 2013

Son como dos mundos diferentes. En uno de ellos se toman las decisiones verdaderamente importantes. Ahí están las instituciones, el ejército y la policía, las burocracias que consiguen que funcionen las cosas, los partidos políticos, la bolsa y las empresas, etcétera. Un día llega al poder Hitler y convierte todo eso en una poderosa maquinaria de destrucción, en la que algunas personas corrientes como Adolf Eichmann colaboran con su impecable laboriosidad para que los engranajes funcionen a la perfección. Millones de judíos son conducidos a la muerte. Y queda para la historia una cifra que produce escalofríos. Ahora toca rascar en la gélida superficie de esos números para poder dirigirse al otro mundo, al que permanece en la sombra y donde aparentemente nada ocurre. Y llegar, por ejemplo, a Subotica, un pequeño pueblo de la provincia de Voivodina, al norte de Serbia, en la frontera con Hungría. Pongamos que es el segundo o tercer año de la Segunda Guerra Mundial. En un carro, un chaval de unos ocho o nueve años se ha escondido debajo del heno. Escucha que su padre conversa con un campesino con que acaba de encontrarse. De pronto se ponen a hablar del muchacho: que si es un gamberro, que si pronto va a salir disparado persiguiendo las faldas de las mozuelas. ¿Pronto?, se pregunta el padre, y le comenta que hace unos días hizo algo que por vergüenza ni se atreve a contar. El niño recuerda el momento. Jugaban al escondite con unos amigos, se metió en el corral con Julia, se tumbaron en la paja uno al lado del otro, se hicieron confidencias, y luego él la beso cuando ella cerraba los ojos. Sus amigos se burlaron entonces, y ahora el chico se acuerda y se muere del bochorno. “Por eso Andi había decidido no volver a casa a cenar”, cuenta Danilo Kiš en Penas precoces (Muchnick; Barcelona, 2000; traducción de Dragana Bajic y Mª Ángeles Alonso Zarza; se ha recuperado en Acantilado). “Ni mañana a desayunar. No volver nunca más a casa. Durante el verano pescaría peces en el río, y durante el invierno iría de pueblo en pueblo y ayudaría a los campesinos. Y cuando reuniera suficiente dinero, compraría una barca y se iría con su abuelo, a Cetinje. O a cualquier sitio. Se haría gángster o detective. Da igual”. Más adelante, un día de 1944, se llevaron al padre a Auschwitz. Nunca regresó.

Danilo-kis
Un pequeño rincón del mundo. Danilo Kiš (en la imagen) reconstruyó aquellos días de su infancia en ese pequeño libro. Una colección de pequeños fragmentos, de historias pequeñas, de pequeños acontecimientos. Insignificantes en el marco de la gran historia, sólo penas precoces. La madre los cogió un día, a Andi y a su hermana Ana, y fueron a la casa de unos parientes cuando todo había acabado. Esperaban encontrarse de nuevo a la tribu entera, pero sólo estaba la tía Rebeca. Andi no quiso creer que su padre había muerto, pero su tía lo miró de tal manera que parecía decirle: “¡tu creencia en su inmortalidad pronto será totalmente abatida, pequeño presuntuoso, el tiempo debilitará tu fe!”. Así ocurrió, tuvo que aceptarlo. Cuando se fueron de aquel lugar, cuando fueron deportados, Andi se llevó los papeles y las fotos que quedaban de su padre.

“Kiš tuvo una vida que se correspondió de principio a fin con lo que podría tenerse por lo peor que el siglo pudo ofrecer a su parte de Europa: la conquista nazi y el genocidio de los judíos seguido de la toma de poder soviética”, escribió Susan Sontag en Cuestión de énfasis (Alfaguara; Madrid, 2007; traducción de Aurelio Major). Luego apuntó: “Kiš es parte del puñado de escritores indiscutiblemente importantes de la segunda mitad de siglo”. Penas precoces, publicado originalmente en 1968, es su tercer libro. Recoge las cosas pequeñas que le pasaron a Andi en esos aciagos días (la guerra al fondo, el padre ausente, el trabajo para el señor Molnar, la pobreza, las redacciones en el colegio, la complicidad con el perro Dingo...). “(Sigamos en tercera persona. Después de tantos años, Andreas quizá no sea yo)”, sugiere Kiš entre paréntesis cuando cuenta aquella historia del beso.

El beso furtivo de unos niños en un corral, tumbados sobre la paja. Al muchacho le producía tanto terror que lo supieran que había decidido que su vida tenía que cambiar por completo. No volvería a casa, se prometió. Haría cualquier cosa: que más da, detective o gángster. Viviría. Saldría adelante. Pero no siempre es tan fácil. No siempre pasa. Un día ese otro mundo, lejano, remoto, del que poco se sabe (y menos aún cuando se es niño) desata la tormenta. Y aparecen unos desconocidos y se llevan a su padre. 

Camus, en sus cuadernos

Por: | 07 de noviembre de 2013

En septiembre de 1939, Albert Camus escribió en su cuaderno (Carnets, mayo de de 1935-febrero de 1942; traducción de Eduardo Paz Leston; Alianza, 1985) una frase que escuchó en un tranvía: “A Hitler si se le da un dedo, habrá que cederle todo”. Unas cuantas anotaciones más tarde reflejaba su extrañeza por lo que estaba pasando: “Estalló la guerra. ¿Dónde está la guerra? Fuera de las noticias que hay que creer y de los carteles que hay que leer, ¿dónde encontrar los signos de este absurdo acontecimiento?”, se preguntaba. Y poco después se decía: “Haber vivido en el odio de esta bestia, tenerla delante de sí y no saber reconocerla. Tan pocas cosas han cambiado. Más tarde, sin duda, vendrán el lodo, la sangre y el asco inmenso. Pero por el momento sentimos que el comienzo de las guerras es semejante al principio de la paz: el mundo y el corazón los ignoran”. Pronto llegarían, efectivamente, “el lodo, la sangre y el asco inmenso” y aquel joven escritor y periodista, que también se dedicaba al teatro, pondría su pluma al servicio de la Resistencia dirigiendo Combat. Sólodespués publicaría la obra que le dio más fama, El extranjero, y se pelearía con Sartre y su posición sobre Argelia le traería complicaciones y ganaría el Premio Nobel y un día, en 1960, un accidente de coche terminaría con su vida. En septiembre de 1939, cuando Hitler invadió Polonia, era simplemente un hombre perplejo que intentaba reconocer a la bestia. “Juzgar un acontecimiento es imposible e inmoral si es desde fuera”, apuntó más adelante en su cuaderno. “Es en el seno de esta absurda desgracia donde se conserva el derecho a despreciar”. 

Albert camus
Los cuadernos que se conservan de Camus empiezan con una larga anotación de mayo de 1935 y terminan en marzo de 1951. Apunta ideas cazadas al vuelo, ensaya diálogos, procura explicarse a sí mismo el torbellino de asuntos que lo afectan, recoge las primeras notas de las obras que luego desarrollará, describe paisajes, resume sus viajes: “Breslau. Llovizna. Iglesias y chimeneas de fábrica. Su peculiaridad trágica” (julio de 1937). Es el lugar donde está a solas consigo mismo, donde se desnuda y afila sus argumentos y esconde sus miedos, donde se observa y se define. Así que hoy, cuando se cumplen cien años del nacimiento del autor de La peste, no está de más copiar lo que apuntó, antes de la guerra, sobre el oficio que marcó en buena medida su escritura: “¿Intelectual? Sí. Y no renegar nunca de ello. Intelectual=aquel que se desdobla. Eso me gusta. Estoy contento de ser los dos. ‘¿Si eso puede unirse?’ Cuestión práctica. Hay que hacer la prueba. ‘Desprecio la inteligencia’ significa en realidad: ‘no puedo soportar mis dudas”. Camus supo hacerlo, y hurgó en sus contradicciones, que eran las de su tiempo, y tuvo el coraje de definirse, sabiendo siempre que estaba caminando sobre un alambre.

Además del intelectual, estaba el otro Camus. Es el que, por aquellos días de 1937, escribía su primera novela, La muerte feliz. Y tomaba notas:  “M. Todas las noches colocaba el arma sobre la mesa. Terminado el trabajo, arreglaba sus papeles, acercaba el revólver, lo ponía contra la frente y en él deslizaba sus sienes, calmando sobre el frío del metal la fiebre de sus mejillas. Y luego permanecía así durante un largo rato, dejando correr sus dedos a lo largo del gatillo, manoseando el seguro, hasta que el mundo callara en torno suyo y que, soñoliento ya, todo su ser se replegara en la sola sensación del metal frío y salado de donde podía salir la muerte”. M es Mersault, el oficinista que protagoniza aquella historia, un tipo obsesionado con la idea de ser feliz. “Desde el instante en que no nos suicidamos debemos guardar silencio ante la vida. Y él, despertándose, la boca llena de una saliva ya amarga, lamía el cañón del arma, introduciendo su lengua en él y, en un estertor de felicidad sin medida, repetía maravillado: ‘Mi dicha no tiene precio”. Inmediatamente después, Camus escribió: “M. 2ª parte. Las catástrofes sucesivas. Su coraje. La vida se entreteje de esas desgracias. Se instala en esa tela dolorosa, construye sus días alrededor de aquellos regresos nocturnos, de su soledad, de su desconfianza, de sus sinsabores. Lo creen estoico y resistente. Pensándolo bien, las cosas no pueden marchar mejor. Un día, un incidente insignificante: uno de sus amigos le habla distraídamente. Vuelve a su casa. Se mata”.   

Existe claro, una distancia entre aquellos esbozos y lo que finalmente escribió Camus. Esas notas no son nada más que el primer soplo, el primer golpe de inspiración. El hombre con el revólver. La tentación del suicidio. El metal frío y salado. Sea como sea, en esos cuadernos donde Camus se estaba dirigiendo en realidad a sí mismo, es donde recoge para el lector con la mayor sencillez las cuestiones que terminaron marcando su obra. El intelectual (“aquel que se desdobla”) y el otro, el que anda trabajando obsesivamente sobre ese extraño laberinto de emociones que engrasa la maquinaria que mueve al hombre. ¿Qué le dijo distraídamente a M. aquel amigo para obligarlo a regresar a casa y a matarse?

El salto a la oscuridad

Por: | 06 de noviembre de 2013

En el verano de 1925 las ancianas campesinas llevaban en Alemania la esvástica en sus batas de trabajo. Lo cuenta el historiador Ian Kershaw en su biografía de Hitler (Península; Barcelona, 2010). Enseguida explica que era fácil deducir que no tenían ni la más remota idea de los objetivos de los nazis. “Pero estaban seguras de que el gobierno era incompetente y de que las autoridades estaban despilfarrando el dinero de los contribuyentes. Estaban convencidas de que ‘sólo los nacionalistas podrían salvar a la gente de esta presunta miseria”. Todavía no se había producido el crack de 1929, que complicaría las cosas todavía más, pero desde principios de los años veinte las cifras no eran buenas. “El país estaba en bancarrota, la moneda carecía de valor y la inflación se había disparado vertiginosamente”, cuenta Kershaw. Se estaban dando, pues, las circunstancias idóneas para que prendiera en una parte significativa de la población un mensaje de redención nacional que prometiera un futuro radiante. Adolf Hitler iba a ser el encargado de agitarlo a los cuatro vientos. Había publicado ese mismo año de 1925 Mein Kampf (Mi lucha). La filosofía contenida en aquel escrito, resume Kershaw en dos trazos, “se reducía a una visión maniquea y simplista de la historia como una lucha racial en la que la entidad racial superior, los arios, estaba siendo debilitada y destruida por la entidad inferior, los parásitos judíos”. El enemigo estaba identificado. Como Alemania había quedado, además, seriamente tocada tras el Tratado de Versalles, que consagró su derrota en la Gran Guerra, la población se sentía íntimamente herida, maltratada por los vencedores, humillada. Tocaba pues juntar ambos extremos y producir el cortocircuito: la furia y el odio, alimentados por el victimismo, y la identificación de un culpable. En febrero de 1921 se redactaron los 25 puntos del nacionalsocialismo, con lo que el movimiento se puso en marcha. Avanzó a lo largo de la década de manera imparable. El 30 de enero de 1933, Hitler juró como canciller del Reich. Un periódico católico definió lo que estaba pasando como un “salto a la oscuridad”.

Adolf hitler 1
Hitler había llegado al poder. Goebbels, uno de sus más estrechos colaboradores, improvisó entonces un desfile de antorchas. Kershaw apunta que el espectáculo fue “inolvidable, emocionante, embriagador”. Resulta significativo que, tras una de las primeras victorias de los nacionalsocialistas en unas elecciones, en el Estado de Turingia en diciembre de 1929, Hitler exigiera los ministerios de Interior y de Educación. “Quien controle esos ministerios y explote de forma implacable y constante su poder en ellos, puede conseguir cosas extraordinarias”, observó entonces, lo que dice mucho de su manera de entender la política. El siguiente paso que dio el partido fue introducir a sus militantes en los clubes y las asociaciones de las distintas comunidades provinciales. Conseguían asegurar así que la simplicidad de su mensaje fuera calando en los reductos más pequeños y desde ahí se extendiera por todas partes. El esquema se ajustaba a las ideas de Hitler, para quien “la política era la propaganda y, en lo esencial, lo seguiría siendo siempre: una movilización incesante de la masas a favor de una causa que seguir ciegamente, no ‘el arte de lo posible”, escribe Kershaw. Unas cuantas frases del propio Hitler resumen a la perfección su estrategia. “La gran masa es femenina. Su actitud es parcial y sólo conoce el duro ‘todo o nada”, dijo. Y también: “Lo que es estable es la emoción: el odio”. Y otra más: “El talento de todos los grandes líderes populares ha consistido en todas las épocas en concentrar la atención de las masas en un único enemigo”.

Tenía ese talento. Y supo enardecer a las masas explotando sus instintos más bajos. Poco tiempo después de llegar al poder, quiso concentrarlo por completo en sus manos. Para entonces ya había destruido a los demás partidos y a las elecciones del 12 de noviembre de 1933 solo se presentaron los nazis. Obtuvieron el 91,2% de apoyo. Los alemanes se habían rendido a su líder, abandonando toda razón, enceguecidos por su imponente despliegue de fuerza y poder. Lo peor todavía no había empezado. 

Perezoso, resentido, rebelde, huraño, obstinado y sin objetivos. Tenía frenéticos ataques de entusiasmo y una total falta de realismo. Autodidactismo dogmático, extravagancia, egocentrismo. Arrebatos repentinos de ira y cólera. Fue un fanático de la guerra y un soldado entregado. Carecía de sentido del humor. Adoraba a Wagner, sus historias de lucha titánica y redención, de victoria y muerte. Kershaw se pregunta al principio de su libro: “¿Cómo podemos explicar que alguien con tan pocos dotes intelectuales y tan escasos atributos sociales, alguien que estaba totalmente vacío fuera de su vida política, inaccesible e impenetrable incluso para quienes formaban parte de su entorno más íntimo, al parecer incapaz de mantener una amistad verdadera, sin la formación que proporcionan los altos cargos, sin tan siquiera la menor experiencia de gobierno antes de convertirse en canciller del Reich pudiera, pese a todo, tener una repercusión histórica tan inmensa y hacer que el mundo entero contuviera la respiración?”. La respuesta no es fácil y el historiador británico intenta darle forma en las dos entregas de su biografía (más de 1.300 páginas en la versión sintética reunida en un único volumen). Acaso la observación de Hannah Arendt tenga en este punto alguna relevancia: Hitler consiguió convencer a una gran mayoría de alemanes de que con él entraban “al cauce por el que discurría la Historia”. Quedaron seducidos, saltaron a la oscuridad.  

La Europa oculta

Por: | 28 de octubre de 2013

En un reciente libro de Bernard Plossu, Europa (La Fábrica/Fundación Santander 2016; Madrid, 2010), se incluye una fotografía de un puñado de maletas que viaja en un barco por el canal que une a Francia con el Reino Unido. Hay imágenes del puerto de Palermo y del puerto de Antwerpen. Por una carretera de Polonia camina un grupo de personas. Un hombre mayor cruza una calle de Madrid. Una pareja de ancianos pasea por Roma. En Bruselas, un ejecutivo encorbatado corre con su cartera. También en Milán un hombre envuelto en un abrigo avanza con prisas, seguramente va retrasado. Un paso subterráneo en Londres, el túnel de un tren en Bayona. Gente por la calle en Coimbra y en Marsella. Una ciudad nevada: Schmirn, en Austria. Un palacio solitario en Sicilia, un castillo en Aragón. En Niza, una chica con unas hermosas piernas fuma sentada en el banco de una calle. Cuatro personas están en distintos lugares de una plaza de Berlín y cada una está concentrada en lo suyo. Hay unas grúas en Dover y un avión que pasa volando por encima de Innsbruck. Un hombre con sombrero, corbata, traje y gafas negras avanza solitario por una espacio vacío en Tesalónica. La relación de momentos podría seguir. Edificios viejos y nuevos, casas imponentes y habitáculos destartalados, cielos nublados, bruma, las luces que iluminan una calle al anochecer, las limpias líneas de la modernidad y las construcciones pobres y abigarradas de tiempos lejanos. Niños que van con sus padres (primera imagen: Cataluña), gente solitaria, amigas charlando (segunda imagen: Madrid), hombres bebiendo en una bar, una pareja enamorada, los tacones de un señorita que camina por París. Todo eso es Europa, nos cuenta Plossu. Sus fotografías son hermosas, conviene perderse en cada una de ellas. En el norte de Francia, al lado del mar, tres edificios de apartamentos seguidos y la playa vacía y el cielo cubierto de blanco. Un lugar cualquiera, seguramente bastante feo, sin gracia por lo menos. Plossu lo convierte en otra cosa. Resulta difícil traducir sus fotografías en palabras. Seguramente serviría de ayuda poner un fado, una soleá, una canción napolitana. O un cuarteto de Debussy, una sonata de Schubert, alguna cantata de Bach. Por ejemplo, la 199, que lleva por título Mi corazón nada en sangre y que en alguna parte dice: “Profundamente inclinado y lleno de remordimiento / me presento ante tí, Dios amado, / reconozco mi culpa / pero ten todavía paciencia, / ten paciencia conmigo”. ¡Ah, Europa!

Bernar plossu cataluña
Las maletas, los puertos, las carreteras, los trenes y los aviones: Bernard Plossu, el fotógrafo francés que nació en 1945 en Dá Lat (sur de Vietnam), nos cuenta la Europa de estos últimos años yendo de un lado a otro. Lo mismo que han hecho los propios europeos desde siempre: sales de un pueblo del sur lleno de sol y llegas a un rincón nevado del norte. O al revés: de la bruma y el frío a los cielos despejados y cristalinos. Te vas porque estás huyendo o porque no tienes trabajo; también los haces por afán de conocer, para hacer negocios, por puro placer. No siempre salen personas en las fotografías de Plossu: como si quisiera decir que hay un fondo que permanece y ríos de transformaciones que modifican poco a poco la sustancia de las cosas. La Europa última que ha atrapado Plossu con su cámara es la Europa que consiguió salir de una íntima desgarradura, pues estuvo nadando en la sangre de dos terribles guerras, y que también dijo: Señor, reconozco mi culpa, ten paciencia.

Bernard plossu madrid
En el catálogo de la exposición que el IVAM le dedicó en 1997, Josep Vicent Monzó escribe que “Plossu ha escogido voluntariamente realizar sus fotografías con el mínimo nivel tecnológico necesario, haciendo de esa decisión el elemento diferenciador de su personal ‘estilo”. Y explica que siempre trabaja con un objetivo de 50 mm, ya que este objetivo le permite traducir, según el fotógrafo, “todo aquello que percibe, sin ningún efecto artístico, traduce con precisión la emoción percibida. Es la esencia de la fotografía: la fuerza de su directa simplicidad, la verdad de su lenguaje, del mediodía radiante del desierto a los colores nocturnos del metro parisino”. En ese mismo catálogo, en Para un diccionario del planeta Plossu, Juan Manuel Bonet recogía otra frase suya para ilustrar la palabra instante: “La fotografía habla de todos los momentos aparentemente sin importancia que en el fondo tienen tanta importancia”. Esa idea la tradujo Rafael Doctor de la siguiente manera en la presentación del libro de Plossu Forget me not (Tf  Editores; Madrid, 2002): “El fotógrafo de las cosas tontas. El fotógrafo que ve y nos dice que veamos donde aparentemente no se ve nada”. Manuel Arce, en el texto incluido en Europa recuerda la vieja deuda de Plossu con la nouvelle vague que el fotógrafo explicó así: “Un cine que era una manera de caminar con una cámara a la espalda y sin saber dónde estaba la magia. Porque una foto es una foto y no hay truco”.

Al recorrer las fotografías de Plossu vuelve a emerger aquello que con tanta frecuencia se olvida de Europa para seguir alimentando la bucólica imagen de un continente que supo salir de aquellos ríos de sangre con un proyecto que consiguió un radiante triunfo. Aparece simplemente la vida de todos los días. Solo eso. Momentos de paz, ratos solitarios, algunas sombras. La Europa real. La de las cosas tontas, la que conviene aprender a ver.

El colapso moral

Por: | 21 de octubre de 2013

En el post scriptum de Eichmann en Jerusalén (Debolsillo, 2001; traducción de Carlos Ribalta), Hannah Arendt escribe: “Este libro no se ocupa de la historia del mayor desastre sufrido por el pueblo judío, ni tampoco es una crónica del totalitarismo, ni la historia del pueblo alemán en tiempos del Tercer Reich, ni por último tampoco, ni mucho menos, un tratado sobre la naturaleza del mal”. Fue también muy cuidadosa desde el principio para definir exactamente lo que estaba haciendo: informar, dar cuenta, contar un proceso judicial. “El objeto del juicio fue la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo alemán, ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el racismo”. Así que conviene aceptar las reglas de juego, y no convertir el trabajo de Hannah Arendt en otra cosa. El libro está, evidentemente, lleno de los sufrimientos del pueblo judío durante el Tercer Reich, por todas partes hay nazis que manifiestan sin sonrojo sus objetivos y que celebran los avances de su abominable proyecto de Solución Final, sale también Hitler y sus políticas y está, por tanto, empapado por esa sustancia dúctil y que se desliza como un corriente invencible por todos los rincones: el mal. El asunto central, sin embargo, es el proceso, y ese proceso “se centra en la persona del acusado, en una persona de carne y hueso, con una historia suya, individual, con sus propias formas de comportamiento, y con sus propias circunstancias”. Es importante no perder en ningún momento de vista esa cuestión, y más cuando con tanta frecuencia se pretende que la Justicia se pronuncie sobre diferentes abstracciones (“los crímenes del franquismo”, “los horrores de los nazis”, “los excesos de los fascistas”). La cuestión es que solo puede juzgarse a personas concretas por haber cometido delitos concretos, y los jueces tienen que tener en consideración todos los argumentos, los del fiscal y los de la defensa. Etcétera. Hannah Arendt ha vuelto a despertar interés recientemente por la película de Margarethe von Trotta, que se centra sobre todo en las circunstancias que rodearon su trabajo sobre el juicio a Eichmann en Jerusalén. Barbara Sukova es una actriz impresionante, pero no se parece nada a Hannah Arendt y eso produce a veces desconcierto.  

Hannah arendt
Antes de la película estuvo, en cualquier caso, el texto de Hannah Arendt, que sigue conservando intacto su poder de conmoción. Pero, sobre todo, su radical invitación a pensar las cosas. No hay concesión alguna a cuantos quieren orquestar un espectáculo para servirse del pasado en sus políticas del presente. Su análisis de los elementos jurídicos que rodean el proceso muestra cuánto quedaba (y queda) por hacer en relación a la forma de enfrentarse a los crímenes contra la humanidad. Y está su tesis sobre la banalidad del mal, que se maneja con soltura e incluso se critica o se ningunea, pero a veces sin haberse entendido de verdad. Eichmann era el mayor de cinco hermanos y en abril de 1932, cuando vivía en Salzburgo y estaba a punto de apuntarse a una logia masónica, ingresó en cambio en el Partido Nacionalsocialista. Lo que andaba buscando era alguna organización que le permitiera ganarse mejor la vida y entró, como cuenta Arendt, “al cauce por el que discurría la Historia”. “Fue como si el partido me hubiera absorbido en su seno, sin que yo lo pretendiera, sin que tomara la oportuna decisión. Ocurrió súbita y rápidamente”, dijo Eichmann en Jerusalén.

Una vez dentro, y cuando el proyecto nazi empezó a concretarse, trabajó con la meticulosidad propia de un profesional exigente. Debía ocuparse de la deportación de los judíos, borrarlos de la faz de Europa y conducirlos al matadero. Las órdenes las daba Himmler. En primer lugar al jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), que las notificaba al responsable de la Gestapo (la Sección IV de ese inmenso organismo), que era quien se las transmitía verbalmente a la Subsección IV-B-4. Eichmann mandaba ahí. Y fue el más eficaz a la hora de hacer su trabajo. “Esto es como una fábrica automática, como un molino conectado con una panadería”, explicó durante el juicio a la hora de describir alguno de los procedimientos que puso en marcha. “En un extremo se pone a un judío que todavía posee algo, una fábrica, una tienda, o una cuenta en el banco, y va pasando por todo el edificio de mostrador en mostrador, de oficina en oficina, y sale por el otro extremo sin nada de dinero, sin ninguna clase de derechos, sólo con un pasaporte que dice: ‘Usted debe abandonar el país antes de quince días. De lo contrario irá a un campo de concentración”. Se sabe que la mayor parte de los judíos terminó ahí, aquella fábrica funcionó con precisión. También lo hicieron las otras, las que los gasearon, pero eso no formó parte del trabajo de Eichmann.

HI Eichmann trial
En la maquinaria puesta en marcha para llevar a cabo la Solución Final, participaron los propios judíos. Hannah Arendt, judía, tuvo la valentía de contarlo. “Eichmann (en la imagen, durante el juicio) no esperaba que los judíos compartieran el general entusiasmo que su exterminio había despertado, pero sí esperaba de ellos algo más que obediencia, esperaba su activa colaboración y la recibió, en grado verdaderamente extraordinario”, escribe. “Lo más grave, en el caso de Eichmann”, apunta en otro lado, “era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”. Pero eso no justifica nada. Arendt, en el discurso que dirige a Eichmann al final del libro, y ante su afán por escurrir el bulto afirmando que todos hicieron lo mismo (“con esto quisiste decir que, cuando todos, o casi todos, son culpables, nadie lo es”), afirma con rotundidad: “Ante la ley, tanto la inocencia como la culpa tienen carácter objetivo, e incluso si ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo que tú hiciste, no por eso quedarías eximido de responsabilidad”. Eichmann fue culpable de sus crímenes, al margen de haber vivido en una época en que los nazis produjeron en la respetable sociedad europea un “colapso moral” de tal magnitud que no solo afectó a los victimarios sino también a sus víctimas. Es verdad que Eichmann en Jerusalén es nada más que la crónica de un proceso, pero al relatarlo permite construir un lúcido diagnóstico sobre aquella terrible desgarradura.

El juego de los olvidados

Por: | 10 de octubre de 2013

No se le puede pedir a la Academia Sueca que esté en todo y, por tanto, tampoco se le puede reprochar que en la lista de los premios Nobel de Literatura no figure el mejor escritor del siglo XX, Franz Kafka. Es verdad que buena parte de su obra es póstuma, y que no entra en las reglas de juego del Nobel otorgar el galardón al que ya no está entre los vivos. También es cierto que la mayor fama de Kafka le viene de sus obras que aparecieron cuando ya había muerto: El castillo o El proceso. Pero si esto es un juego, no está de más recordarles a sus señorías que Contemplación apareció en 1913, que La condena podía leerse ese mismo año, que La metamorfosis es de 1915 y que en 1919 estaba disponible En la colonia penitenciaria, entre otros escritos que vieron la luz, casi siempre breves. ¿Que no son las mejores obras de Kafka? De eso se puede discutir, pero lo que es indiscutible es que basta un fragmento de alguna de esas narraciones para poner en entredicho el valor de la obra entera de muchos autores que se llevaron el premio a casa. Con un escueto momento, tomado de cualquier sitio, es suficiente para rendirse a la literatura de Kafka. Por elegir alguno, ahí tienen la escena de Un médico rural en que los caballos que han conducido a éste a la casa del enfermo emergen en su habitación: “Esos caballos, que no sé cómo se han desatado de las riendas; tampoco sé cómo desde afuera han empujado la ventana; asoman la cabeza, cada uno por su ventana, y sin preocuparse por las exclamaciones de la familia contemplan al enfermo”. ¿La pesadilla del mundo? ¿Un mundo de pesadilla? ¿O solo una broma cruel donde gobierna el azar y se obedece a una lógica disparatada?

Franzkafka

Que cada cual haga su lista. Donde pone Kafka (en la imagen), hay quien preferirá escribir Anton Chéjov, Marcel Proust, Joseph Conrad, Henry James, Rainer Maria Rilke, Fernando Pessoa, Robert Musil, Virginia Woolf o James Joyce, por soltar una ristra de imprescindibles cuya ausencia entre los galardonados hace dudar seriamente del rigor y la puntería de los académicos suecos. ¿Cómo se puede tomar en serio a los sucesivos jurados si no se rindieron  abiertamente a Cesare Pavese, Vladimir Nabokov, Malcom Lowry, Louis Ferdinand Céline o Robert Walser y, sin embargo, premiaron a José Echegaray, Rudolf Christoph Eucken o Wladyslaw Reymont, por acordarse de algunos de los que ya no se acuerda nadie?

Una de las razones que suele aducirse para tanto despropósito es que los Nobel no premian exclusivamente a la literatura sino que se inclinan, más bien, por la literatura con floripondio. O lo que es lo mismo, que a los académicos suecos les suelen gustar esos escritores que llevan prendidas de sus obras esas causas que provocan el aplauso de los mortales: vocación de cambiar el mundo, interés por las minorías marginadas, recuperación de territorios exóticos, consejos morales de relumbrón. Pero ni siquiera eso es siempre cierto si se repara en tipos que dudosamente harían concesión alguna a cualquier tipo de adorno, por cargado que estuviera de valores humanistas, como Knut Hamsum, que lo recibió en 1920, o V. S. Naipaul, al que se lo otorgaron en 2001.

Al que suele nombrarse siempre es a Jorge Luis Borges. ¿Cómo no le dieron el Nobel a Borges? Es verdad, ¿cómo metieron la pata de manera tan rotunda, cómo dejaron que se les fuera muriendo sin reaccionar a tiempo? Su obra no solo es una síntesis de las tradiciones literarias más diversas sino que inaugura nuevos caminos para la escritura, combina la referencia más directa al ruido del mundo con un gusto recurrente por cuestiones abstractas, tiene algo de artefacto intelectual y está tocada también por las penas y los trabajos que a todos corresponden. Y tiene la osadía de contar historias de este calibre: “El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad”. No se lo dieron a Borges, ¡pero es que tampoco se acordaron de Juan Rulfo! ¿Cómo? ¿Fueron capaces de ignorar también a aquel coloso que en una novela y una colección de cuentos atrapó las palpitaciones de la muerte en su trato cotidiano con la vida? Ese escritor de oído tan fino, el que puso en pie Comala para que un hijo buscara a su padre, “un tal Pedro Páramo”. Rulfo, que en una frase definía un mundo: “Odilón y yo éramos sinvergüenzas y lo que tú quieras; y no digo que no llegamos a matar a nadie; pero nunca lo hicimos por tan poco”. Sí parece cierto que a la Academia sueca le podría aterrorizar dar semejante premio a un autor de obra tan breve, pero es que tampoco repararon en poetas como César Vallejo o José Ángel Valente (ni tampoco en Paul Celan, W. H. Auden o Zbigniew Herbert). Y pueden ser capaces de no dárselo a Rafael Sánchez Ferlosio. Señores académicos, todavía tienen tiempo de reparar tamaño olvido.

En este juego de los olvidados, se podría también incluir a Ernst Jünger. La Academia entonces podría haber bordado la justificación del fallo: por recoger en tantos de sus escritos el rostro impenetrable de la guerra. A Clarice Lispector tenían que habérselo dado por su coraje a la hora de romper moldes y a Junichiro Tanizaki por su finura cuando trató de las sombras. Si los académicos hubieran tenido alguna vez un poco de ganas de provocar hubieran acertado de lleno con E. M. Cioran, Antonin Artaud o Thomas Bernhard. No supieron apreciar a tiempo la envergadura del desafío literario de W. G. Sebald y, como se descuiden, se les van a escapar algunos de los mejores que siguen ahí: Philip Roth, Lobo Antunes, Jean Echenoz. Pero, en fin, lo que jamás se les podrá perdonar a los jurados del Premio Nobel de Literatura es que no se lo dieran a Witold Gombrowicz. El polaco que desembarcó en Argentina y que se aplicó a dar una buena cantidad de bofetadas a las formas establecidas. “En todo lo que escribo, mi objetivo --uno de mis objetivos-- consiste en estropear el juego”, confesó en sus diarios. No está mal para entretenerse. De estar todavía aquí, seguro que ya se habría cargado este mismo pasatiempo. Por darle tanta importancia a unos premios que han tenido olvidos de una envergadura verdaderamente bochornosa.


El rincón del distraído

Sobre el blog

El rincón del distraído es un blog cultural que quiere contar lo que pasa un poco más allá o un poco antes de lo que es estrictamente noticiable. Quiere acercarse a lo que ocurre en la cultura con el espíritu y la pasión del viajero que descubre nuevos mundos y que, sorprendido e inquieto, intenta dar cuenta de ellos.

Sobre el autor

José Andrés Rojo

(La Paz, Bolivia, 1958) entró en El PAÍS en 1992 en Babelia. Entre 1997 y 2001 fue coordinador de sus páginas de libros y entre 2001 y 2006 ha sido jefe de la sección de Cultura del diario. Licenciado en Sociología, su último libro publicado es Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets, 2006), XVIII Premio Comillas. Correo: @elpais.es.

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