La capital de mi crimen (11)

Por: | 09 de febrero de 2013

El escritor Toni Hill sigue con su crónica diaria de lo que ocurre en BCNegra en clave de ficción. Una forma diferente de acercarse a la actividad de la que estos días se convierte en la capital mundial de la novela negra. El momento final se acerca y el protagonista no entiende por qué su crimen pasa desapercibido.

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Dicen los manuales que el asesino siempre regresa al escenario del crimen. Quizá impulsado por una curiosidad morbosa, quizá porque desea volver a pisar ese lugar anónimo que se convirtió, por azar, en el marco de su delito y revivir, a la diáfana luz del día, lo que sucedió entre las sombras.

He dormido quince horas y he despertado con la cabeza embotada. Mis manos aún desprendían el olor del perfume que impregnaba el cuello de Julia. He pasado un buen rato en la ducha, con los ojos cerrados, intentando desesperadamente recuperar la consciencia. Las imágenes de la noche anterior se repiten una y otra vez en mi mente: Julia caminando por el patio oscuro, mis dedos alrededor de su garganta, esa última mirada de la víctima en la que se lee el terror, no por lo que le está pasando, esa muerte de la que ya no puede zafarse, sino por la incapacidad de prever qué le espera después del último suspiro.

Y sí, regreso a la Capella convencido de que las actividades de hoy viernes se habrán cancelado. Cierto es que Julia murió en el edificio anexo, pero, aun así, y aunque a estas horas de la tarde el cadáver ya haya sido retirado, se me antoja una falta de consideración hacia ella que las charlas prosigan como si tal cosa. Para mi sorpresa, así es: Unni Lindell y Kristina Ohlsson, dos escritoras nórdicas, ocupan la mesa de ponentes. Nadie, ni el moderador ni ninguno de los presentes, hace referencia al crimen que se cometió hace menos de veinticuatro horas. Tal vez se limiten a cumplir órdenes, tal vez no deseen que un asesinato de verdad se cuele entre sus muertes ficticias. No obstante, transcurrida media hora, los nervios empiezan a apoderarse de mí y sé que debo salir, visitar el sitio exacto donde murió Julia, cerciorarme de que su cadáver ya ha sido retirado de allí. 

El patio que anoche parecía un lugar sombrío ha perdido ahora toda capacidad de inspirar temor. Entro en él y lo recorro despacio; me cruzo con estudiantes jóvenes. No aprecio en ellos la menor inquietud. Es viernes por la tarde y el fin de semana se respira en el ambiente. Desorientado y perplejo, regreso a la sala a tiempo para el acto siguiente: Rosa Mora, Antonio G. Iturbe y Andreu Martín, el caballero que presentó días atrás una novela sobre la mafia china, debaten sobre un escritor ya de avanzada edad y sobre el héroe de sus historias: el comisario Méndez. Los escucho hablar sobre la mirada nostálgica de ese protagonista, que ha vivido de primera mano los cambios en la ciudad; de su incorrección política, de la violencia que emplea a veces y del afecto que le inspiran los delincuentes de poca monta. Me pregunto si mi crimen, ese delito que todos parecen ignorar, despertaría en Méndez comprensión o solo ira desbocada.

La Capella está llena. Hay rostros que ya me resultan conocidos porque he ido viéndolos a lo largo de esta larga semana. Dudo entre seguir dentro o marcharme, la sensación de irrealidad que me envuelve es casi insoportable. De verdad, ¿a nadie le importa que una muchacha rubia fuera estrangulada muy cerca de aquí?

Y es entonces, en los minutos de pausa que separan esa charla de la siguiente, cuando noto una mano en el hombro y una voz que se dirige a mí.

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