Las ciudades y la literatura negra
"Durante más de mil años, Venecia fue algo único entre las naciones, mitad oriental, mitad occidental, mitad tierra, mitad mar, situada entre Roma y Bizancio, entre el cristianismo y el islam, un pie en Europa, el otro en Asia. Se llamaba a sí misma La Serenísima e incluso llegó a tener su propio calendario, en el que los años arrancaban el 1 de marzo y los días empezaban por la noche". Esta frase, con la que Jan Morris arranca su libro sobre la ciudad, resume perfectamente lo que representa Venecia. Su ensayo no hace concesiones a la nostalgia: "Venecia es lo que es", asegura al describir la presencia invasora del turismo de masas. "¿Se puede llegar a amar un lugar así?". La respuesta para cualquiera que haya tenido la suerte de pasear por la ciudad, aunque solo sea una tarde, es obvia.
No importa cuántos millones de turistas la visiten cada año; ni que los transatlánticos, que atracan cerca de la Plaza de San Marcos, se hayan convertido en una presencia invasora; ni siquiera que las máscaras de carnaval se hayan transformado en un icono kitsch o que sea más fácil encontrar un restaurante de comida rápida, que ofrece pizza chiclosa, que unos genuinos boquerones en escabeche. Venecia sigue siendo Venecia. Basta con doblar una esquina, salir de una calle principal, toparse con una plaza inesperada, para encontrarse en otro mundo. Venecia es un ecosistema frágil, imposible de mantener intacto (y no se trata solo del peligro de inundaciones), pero sigue siendo la única ciudad que no se parece a ninguna otra y atesora una densidad literaria sin competencia, ni siquiera en Italia.