Tras la buena acogida de la crítica francesa por Bajo el hielo el escritor francés Bernard Minier vuelve con el El Círculo (ambas editadas por Roca Editorial y traducidas por Dolors Gallart).
El autor francés, un auténtico fanático y gran conocedor del género, escribe para Elemental un artículo sobre la novela negra en Francia, su amor por la crítica social, sus tendencias y esencias. (Traducido por Inés Belaustegui Trías).
Lean el primer capítulo de El Círculo.
Participen en el concurso para conseguir tres ejemplares de la obra.
Aeropuerto de Orly. Viernes, 26 de abril. Antes de embarcar en el avión a Split, entro en la tiendita-librería, paso por delante de los estantes de las revistas, donde Julian Assange ocupa la portada del Technikart y nuestro presidente/punching ball la de casi todas las demás publicaciones, y llego a la sección de las novelas policíacas… Docenas de títulos, de nombres, de nacionalidades: Connelly, Lehane, Nesbo, pero también Theorin, Neuhaus, Sigurðardóttir, Bussi… –y Le Cercle…
Al salir, medio grogui desupués de semejante avalancha de patronímicos, regreso a los enormes ventanales y, mientras contemplo las maniobras de los mastodontes, me digo que la globalización ha llegado al género negro y que, por una vez, es una buena cosa.
Prueba de ello es que incluso la novela policíaca francesa ya no lo es tanto. Hace dos semanas regresaba yo en tren desde Limoges en compañía de Olivier Truc, autor de Le dernier Lapon, una opera prima celebrada por la crítica y el público a principios de este año 2013; su etnológica novela negra está ambientada en el país helado de los renos y los samis, ese pueblo autóctono que habita en el norte de Suecia, de Noruega y de Finlandia; su autor, corresponsal de Le Monde en Estocolmo, reside en Suecia, está casado con una sueca y tiene el mismo agente internacional que el desaparecido Stieg Larsson. Lejos de ser la primera incursión fuera de nuestro territorio del género policíaco francés, Truc sigue, antes bien, los pasos de Caryl Férey –que con Haka, Utu, Zulu y Mapuche, entre otras, ha situado sus excelentes novelas negras en Nueva Zelanda (las dos primeras), en el sur de África (la tercera) y en Argentina (la cuarta)– y de todo un conjunto de thrillers que fusilan –y, en algunos casos, remedan– el thriller yanqui.
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Durante el anterior mandato presidencial tuvo lugar en Francia un debate nauseabundo en torno a nuestra identidad nacional. Me planteo si existe una identidad del género negro francés y me doy cuenta de que soy incapaz de definir sus contornos, sus particularidades, sus tótems… No veo nada, salvo, por el contrario, su diversidad, su ausencia de anclaje.
En efecto, ¿qué tienen en común los complicados andamiajes científicos –hasta científico-místicos, en el caso del segundo– de Franck Thilliez y Jean-Christophe Grangé y los thrillers psicológicos y claustrofóbicos de Karine Giébel; las intrigas tan francesas –herederas de Japrisot, Pierre Magnan y Boileau-Narcejac– pero con tempo anglosajón del multigalardonado Michel Bussi y el universo poético de Fred Vargas en el que estilo, humor y juegos verbales se imponen a la intriga; las maquinaciones paranoicas, fantástico-históricas de Henri Lœvenbruck y la pegajosa negrura, hard-boiled, de un Laurent Guillaume o la urbana y ultrarrealista del jovencísimo Jérémie Guez; las aventuras masónicas de Giacometti & Ravenne y las fábulas hitchcockianas de Pierre Lemaitre?
Novela negra de izquierdas
Francia no ha dejado de ser el país de Descartes, y los lectores, al igual que los libreros, aman las clasificaciones y las etiquetas. Así, la expresión novela negra es aquí mucho más restrictiva, me parece, que en los países de habla española. Designa en términos generales una categoría de novelas anti-establishment, sociales y a menudo políticas –de izquierdas en su aplastante mayoría– donde la intriga –en ocasiones tan vaga que casi desaparece– importa menos que el contexto social y los personajes.
En cuanto al término thriller, designa tal vez peyorativamente un género en el que el autor juega con los nervios y las emociones del lector, lo manipula y lo retuerce sin apenas preocuparse por ofrecerle una visión del mundo o por transmitirle un mensaje. Este es el género que en Francia goza de mayor éxito entre el público. (Si se preguntan dónde me sitúo yo, digamos que algunos especialistas concretos han tenido la bondad de estimar que, junto con un puñado de autores, reconciliaría ambos géneros.) Por supuesto, en cuanto entramos en el detalle de las obras, estas categorías y estos sectarismos se vienen abajo.
Tal vez lo que diferencie el género negro francés, en el fondo, sea su apetito de estilo. Tanto si se trata del lirismo barroco que caracteriza a los epígonos de Grangé y de Thilliez en numerosos thrillers, como del habla brutal y descarnada de un Férey, o de los experimentos estilísticos de numerosos autores de novela negra –el último en aparecer: Karim Miské, con Arab Jazz- la complejidad de la lengua nutre la de los universos. ¿Pero no es así en todas partes?
Entonces, ¿quizá se podría definir el género negro francés por lo que no es? Desde este punto de vista, en efecto, la novela policíaca escandinava aparece como un conjunto más coherente. Pero el resto del género negro europeo (español, alemán, italiano…) así como el anglosajón me parecen tan reacios como el nuestro a la definición. La globalización ha abolido las fronteras. Ahora no es tanto que un autor sea de un país, sino que cada autor es un país en sí mismo, «un mapa y un territorio» –por citar al escritor francés vivo más conocido en el extranjero. Y a estos territorios les resbalan olímpicamente los documentos de identidad, los pasaportes y los permisos de residencia, sino que, por el contrario, reflejan unas nuevas geografías transnacionales. El humor y la poesía de Vargas encuentran parangón en los de Carlos Salem, las nieves de Glacé y de Le dernier Lapon en los fríos de Indridason y de Nesbo, el american way of life aparece en cantidad de autores jóvenes nuevos (¿demasiados?) exactamente como en La Vérité sur l’affaire Harry Québert, el asombroso éxito clamoroso del otoño de 2012, mientras que podemos encontrar los viajes a las profundidades de una historia, a un pasado doloroso, tan bien –y con la misma dicha– en Antonin Varenne (Le Mur, le Kabyle et le Marin) como en el belga Paul Colize (Back-Up, Un long moment de silence) o en Víctor del Árbol.
Pero, al final, ¿a quién le importa que R.J. Ellory, que escribe sobre la América de ayer y de hoy, sea británico? ¿Y que Elizabeth George, que es americana, sitúe sus intrigas en Inglaterra? Por mi parte, he situado las de mis dos primeras novelas (y ya pronto la tercera) en el suroeste de Francia, donde pasé mi infancia. ¿Eso me hace un escritor más francés?
Bueno, ya lo habrán entendido: si me preguntan qué caracteriza la novela policíaca francesa de hoy, mi respuesta es que no lo sé. Sí, una cosa: la cantidad y la diversidad de talentos (unos confirmados, otros aún imperfectos, balbucientes, pero prometedores) y su constante renovación.
Durante este rato los aviones levantan el vuelo en Orly, igual que los libros. Para gran alegría de los lectores –y de los pasajeros.
Hay 2 Comentarios
José Ángel, si le gustó ese maestro llamado George V. Higgins, igual le interese esto. http://blogs.elpais.com/elemental/2013/02/george-v-higgins-infravalorado-sordido-y-genial.html un saludo
Publicado por: Juan Carlos Galindo | 15/05/2013 19:25:33
Bueno, acabo de leer "Los amigos de Eddie Coyle", y no puedo estar más de acuerdo con Minier. No creo que se pueda escribir mejor que Higgins (en negro), y precisamente por ello, veo al personaje de Eddie Coyle perfectamente trasnplantable a Bilbao, París o Tokio. Las etiquetas negras o blancas ayudan a vender, los lugares exóticos también, pero culturalmente no son definitivas: lo único que es definitivo es la trascendencia (belleza) de la obra.
Publicado por: José Angel | 15/05/2013 18:44:48