Durante años, sin que nadie se diese cuenta, en medio de la más absoluta impunidad, fueron desapareciendo libros de la biblioteca napolitana de Girolamini, una de las más importantes de Italia y, por tanto, del mundo. El autor de los robos no era un profesional que se colaba por las noches en plan Fantomas y se iba llevando poco a poco libros de unos fondos casi infinitos. Los responsables del latrocinio eran, según la policía, el director de la biblioteca, Massimo Marino de Caro, un comisario, Sandro Marsano, y cuatro empleados. El método era más bien poco discreto: a veces salían coches llenos de volúmenes de esta librería del siglo XVI, que se habían cargado tranquilamente en el patio. Unos cuantos de aquellos libros acabaron en los estanterías de un coleccionista peculiar, Marcello dell'Utri, antiguo senador y consejero de Berlusconi que, en una entrevista con The New York Times, aseguró que no tenía la más remota idea de que joyas librescas como una edición de valor incalculable de Thomas Moro fuesen robadas, aunque todas ellas estaban perfectamente catalogadas. Muchos de los cientos de libros robados siguen desaparecidos. La última novela de Donna Leon (o, mejor dicho, del inspector Brunetti, porque el protagonista es ya más famoso que su autora, que es lo mejor que le puede pasar a una saga detectivesca) podría tener este caso como fuente de inspiración porque Muerte entre líneas (Seix Barral) transcurre en una biblioteca histórica italiana en la que se producen robos y porque la escritora estadounidense afincada en Venecia es una profunda observadora y gran cronista de la vida italiana.