En la exposición conmemorativa de los veinticinco años de Pixar organizada por Caixa Forum puede verse cómo la productora de animación arranca cada nuevo proyecto fílmico desde la concepción del personaje. Una vez se tiene claro el quién, llega el dónde, esto es, se trabaja el entorno y la ambientación del protagonista. Sólo en último lugar se comienza a desarrollar la historia.
El género negro ha operado de forma bastante similar. El investigador, sea un policía o un detective privado, ha ejercido tradicionalmente de sala de máquinas que movilizaba al conjunto. El espacio físico por el que discurría determinaba su carácter y condicionaba la evolución del argumento, relegado por lo general a la condición de medallista de bronce. Subordinada a las necesidades del individuo y su radio de acción, las tramas, con notables excepciones, por descontado, nunca han sido el fuerte del género, resultando con frecuencia intercambiables de un libro a otro y tendentes a desvaírse. El factor quizás más estimulante del Cuarteto de Öland del sueco Johan Theorin (Gotemburgo, 1963) es que ha invertido este orden de prioridades, encumbrando la geografía por encima del personaje, y casi devorando la trama.
Esta isla de climatología bipolar (inviernos crudísimos y veranos de luz eterna), que lleva acogiendo a los antepasados de escritor desde el siglo XVII, trasciende su condición de marco para reclamar golosamente todos los papeles: aspira a ser personaje principal y rectora de la trama. Mientras que el Los Ángeles de Raymond Chandler y Michael Connelly, o los bosques de Maine de John Connolly, constituyen una suerte de genius loci de sus novelas, el espíritu que configura y vela por las esencias de lo que en ellas acontece, Öland es para la ficción de Theorin su misma alma. No es de extrañar que el único personaje recurrente -siempre en segundo plano, más un observador o un apuntador que un actor- sea el anciano Gerlof, ex capitán de barco y pescador que custodia las leyendas y el folklore local: la isla parece hablar por su boca o él es directamente la antropomorfización de la misma.
Con El último verano en la isla (Roja&Negra) se cierra una serie que ha brindado un interesantísimo proceso de inversión: la conversión de una geografía íntima y arcádica –Theorin pasó los veranos de su infancia en este enclave Báltico donde la rama materna se desplegó en marineros, granjeros y pescadores- en perturbador escenario criminal. Asimismo, situar cada volumen en una estación del año diferente ha permitido jugar al máximo con la adecuación de las particularidades de cada una a las necesidades del género, envolviendo al lector en intrigas ahora dominadas por las lluvias inclementes, ahora por los vientos huracanados, ahora por las brumas que retuercen a la imaginación, ahora por la asfixiante oscuridad permanente, ahora por la falsa sensación de seguridad que brinda la luz natural…
Esta entrega final arranca precisamente durante el Midsommar, el solsticio de verano que saca a los suecos de su arresto domiciliario para celebrar la vida entre bailes, arenques y aguardiente. ¿Por qué las cálidas temperaturas no iban a despertar también a los espectros y a los retornados de una muerte casi segura con sus agravios históricos y sed de venganza para aguarles la fiesta a los adultos y pequeños que, incautos y felices ellos, se reúnen en el pueblecito pesquero de Stenvik para retozar y tostarse la piel? Incluso alguien tan sabio como Plinio el Viejo se acercó tanto a admirar la belleza de las llamas que brotaban del Vesubio que acabó calcinado por ellas.
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