Decía Lee Child que un libro es difícil de leer cuando un autor no ha hecho bien su trabajo. Eso no implica, claro, que todo libro fácil de leer esté bien escrito, pero la apuesta del padre de Jack Reacher era evidente: señoras y señores, no se asusten si se lo pasan bien leyendo. Como mister Child, Mikel Santiago (Portugalete, 1975) pertenece a ese grupo de escritores mal vistos por algunos porque se dedican al espectáculo bien entendido. En La última noche en Tremore Beach (Ediciones B) Santiago debutaba en la novela con un relato impactante, mezcla de terror y suspense psicológico, un arriesgado ejercicio que funcionaba perfectamente.
Ahora llega con El mal camino (Ediciones B), tan inquietante como la primera y con tres ingredientes básicos que siguen haciendo su trabajo: el lector camina siempre con la inseguridad de no saber a qué atenerse, de no saber realmente qué o a quién creer; hay un gusto por el retrato de comunidades pequeñas llenas de gente turbia y unas influencias claras. Porque a Santiago le gustan Stephen King, los cuentos de terror (de los que ya ha escrito varios) y Patricia Highsmith. Y eso se nota, para bien. Bienvenidos al espectáculo.
La Provenza francesa, lugar idílico y lleno de gente con dinero y mucho tiempo libre, millonarios, famosos ya retirados y el resto de la fauna habitual por estos lares. Chucks Basil, estrella del rock en horas bajas, confiesa ante su amigo Bert Amandale que ha matado a alguien: “Creo que me cargué a un tío hace cuatro días”, asegura Chucks al borde de la histeria, más tranquilo, eso sí, que su amigo, que le pide que se explique:
“Acababa de pasar la tienda y estaba bajando la colina, por una curva. Iba fumando y entonces se me cayó la brasa del cigarrillo entre las piernas y empecé a dar saltos y a intentar apagarla con el culo. De pronto levanto la vista y veo a un tío delante del coche. sí. Iluminado como si estuviera en un teatro, con los brazos levantados, en medio de la puta carretera y pidiéndome que frenara. Fue un visto y no visto. Bam”.
Chucks puede confesar o tratar de ocultarlo, pero ahí no radica el verdadero problema. ¿Por qué? Porque Chucks tiene el cerebro hecho puré tras años de drogas y vida loca; porque ya sufrió un episodio traumático en un coche; porque ya ha tenido problemas psiquiátricos serios y porque había bebido antes de conducir. Es decir, que no podemos saber si ha pasado o no. Si ha matado a alguien o se lo ha imaginado, lo ha soñado o ha alucinado. Y hasta aquí puedo leer, que dirían en aquel concurso hortera, porque desvelar más sería pasarse.
Sepan que el suspense se basa de nuevo en el desarrollo de los personajes. Que hay trampas, pero que no hay trucos de magia. Que son el interior de los personajes y sus mierdas y emociones los que marcan el desarrollo de la novela. Amandale está casado con Miriam, pero la relación pasa por serias dificultades. Está bloqueado desde hace tiempo y no trabaja, a pesar de ser un escritor de éxito. Sus miedos, sus pasadas adicciones y sus problemas le condicionan y condicionan al lector, que no sabe nunca si acompañar o no al bueno de Bert, si creerlo o no mientras avanza en una investigación de consecuencias imprevisibles.
Tampoco ayuda a la tranquilidad del lector el pueblecito donde todo se desarrolla, con su aire de perfección, tan perturbador, con sus ricachones y sus fiestas, tan turbias, con su manía de socializar, con su afectación. Ni las carreteras tranquilas y oscuras de la zona, ni los campos de flores que esconden edificios inquietantes. Ni la aparición de un periodista aficionado a las conspiraciones, como para creerle.Y así.
Sólo hay una cosa que podemos dar por segura: los errores se pagan, antes o después, pero se pagan. Y eso hace que las novelas de Santiago no caigan en buenismos o concesiones. Me decía el autor cuando publicó Última noche en Tremore Beach, que había intentado jugar con el lector a tope. Lo ha vuelto a hacer. Y le funciona. Sienténse, prepárense para no estar tranquilos y, sobre todo, lean y disfruten.
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