NOTA DEL COORDINADOR: Daniel Mordzinski y Carlos Salem son dos personajes únicos. Durante la Semana Negra han perpetrado juntos una maravillosa serie para EL PAÍS. Mordzinski lleva muchos años haciendo poderosas fotos, retratando con su particular mirada al mundo literario. Salem le dedica este texto. Mejor homenaje, imposible. Lean y disfruten.
POR CARLOS SALEM
Creían los pueblos a los que llamábamos primitivos (solo por no haberse hacinado en ciudades malolientes, respirar su propio humo y chapotear en sus heces), que cuando un extranjero llegaba portando una extraña caja, los ponía a posar y tras el estallido de rigor les mostraba una placa con su imagen, les estaba robando el alma.
Al menos eso nos contaba la historia oficial, con sonrisa de superioridad ante la inocencia de los buenos salvajes, que dejaban de ser buenos cuando les daba por destripar al fotógrafo en cuestión para recuperar sus almas. Y la anécdota valía tanto para el África profunda, la Australia remota o la América más austral. Retratistas que llegaban a documentar lo desconocido, antes de que la civilización occidental lo dejara todo planchado y bien peinado, listo para ser comprado o vendido al mejor postor, que siempre era el peor.
Sigue habiendo algo de misterioso el asunto de captar el instante de alguien y burlarse de la muerte durante el tiempo que tarda un obturador en parpadear eternidades. Incluso en esta era en la que casi nadie usa ya materiales de ecos mágicos como el nitrato de plata, y regalar un portarretratos (salvo que sea digital), te sitúa como el amigo vintage y anticuado. Y usted me explicará el milagro hablando de píxeles y chips, como antes lo habría explicado hablando de negativos y emulsiones. Pero no alcanza. Y en algo acertaban los primitivos: una buena fotografía es algo diabólicamente angelical, algo que solo puede hacer un sabio capaz de jugar con la felicidad de un niño.
Daniel Mordzinski, por ejemplo.
Como ejemplo.
Da igual que el día menos pensado cumpla cuarenta años retratando escritores como nadie, que en su galería hayan pasado desde los monstruos sagrados como Borges a los 18 años (del fotógrafo, el autor argentino siempre tuvo más de sesenta, incluso a los cuarenta), Cortázar o García Márquez, hasta nada humildes aprendices como el que aquí firma; a todos nos invitó Daniel al mismo juego de ser nosotros mismos, más allá de los personajes que nos escribimos para salir a la vida cada día.
Un juego que empieza cuando se acerca y te dice: “¿Te puedo hacer una fotito?”, como si tú le estuvieras haciendo un favor a él y no todo lo contrario. Y mientras da la impresión de que no ocurre nada en especial, Mordzinski te va despojando de armaduras y de poses.
Y cuando quieres darte cuente, eres también un niño feliz descubriendo nuevos planetas o abordando navíos.
En estos días de Semana Negra tuve el privilegio de trabajar con él y he visto a todo un Juan Madrid a punto de “invadir” Gijón con una pistola de agua, a Luis García Montero como un más que creíble vendedor de globos en la feria, o a Paco Ignacio Taibo II planchando pantalones en una tintorería, él que en la vida había tomado una plancha “por no saber”, y sabiendo que a su regreso a México se le habrán acabado las excusas.
Es que más que robarte el alma, Daniel la invita a ser lo que tu alma quiere, incluso sin saberlo. ¿Acaso desentona Luis Sepúlveda con guantes calzados y gesto de boxeador de los que no se dejan caer ni cuando suena la campana? ¿No encaja Vilas Mata con la imagen de un exhibicionista que en la gabardina oculta fotos de si mismo? Hasta yo, que no leo novelas donde el prota muere desde que hace meses le empaté el partido a la parca en el descuento, hice el muerto en la arena asturiana para que mis colegas argentinos (cabrones) me patearan.
¿Por qué?
Porque era una Fotinski, un territorio donde lo imposible se puede y nada deja de ser elegante, donde la provocación no manda pero la diversión sí, y la solemnidad pierde siempre por goleada.
Y ocurre así: Daniel llega con el protagonista y sin ayudantes oficiales, pero siempre con algún escritor cómplice que ignora (o no) que igual acabará saliendo en la foto, hasta la zona en que acaba de decidir que “a lo mejor hay foto”. Y con esa cortesía sin espinas del que sabe lo que está haciendo, va llevando al personaje hasta su terreno, va tallando la foto en cada disparo, en cada cambio que parece accidental y acaso lo sea, porque quizás en parte deja que la foto se haga a si misma, apoyada en la pericia de décadas, y cuando parece que ya no se puede mejorar, pasa un grupo de niños, un perro suelto y distraído, o una nube. Y los suma a la foto y eso ya es un siempre, uno de los poco siempres que van quedando.
Creo que he descubierto su secreto: Daniel Mordiznzki, pese al merecido reconocimiento internacional por su trabajo, sigue siendo un pibe que estrena la primera camarita de fotos, que mira por primera vez por un microscopio o un telescopio para descubrir que lo enorme y lo minúsculo no se diferencian tanto y ambos caben en el ojo de una imagen.
Y aunque la vida le ha dado últimamente más de una trompada (como decimos allá en el Sur, donde nacimos), en lugar de hacerse una coraza de amarguras, Daniel sale cada día con mirada nueva a cazar alegrías que contagiar. Por eso hasta los más estirados próceres de las letras pierden la gomina y se despeinan para jugar con él.
Aunque siempre pide permiso y complicidad, lo cierto es que “te roba” en las fotos todo lo que te lastra y te impedía volar.
Y al menos con él, los pobres primitivos se hubieran equivocado.
Porque cuando Mordzinski te roba una foto, te está devolviendo el alma.
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