NOTA DEL COORDINADOR: El periodista y escritor Juanjo Braulio acaba de publicar El silencio del pantano (Ediciones B) y nos cuenta su paso por las cloacas de la Comunidad Valenciana y cómo le inspiraron para contar cosas tan terribles que sólo son creíbles gracias a la ficción.
Hace ya dos décadas que entré por primera vez en la redacción de un periódico. Aún recuerdo aquel olor a café frío, tabaco y madrugada. Los ordenadores tenían pantallas de fósforo verde; los fotógrafos llevaban buscas, Google no era una fuente y los titulares se medían por columnas, y no en los 140 caracteres de Twitter. Desde entonces, todo ha cambiado pero, por el camino, unas cuantas generaciones de periodistas hemos tenido que ver –y contar– de todo. Recordemos algunos hitos: un ministro del Interior terminó en prisión por organizar un secuestro; dos diputados regionales madrileños torcieron la voluntad popular de unas elecciones sin que, al final, pasara nada; un molt honorable presidente autonómico estuvo, presuntamente, pegando mordidas del 3 por ciento durante los 23 años que estuvo fent país. Otro presidente se sentó en el banquillo acusado de recibir trajes; un ex conseller está en la cárcel por quedarse el dinero destinado a construir un hospital en Haití y un delegado del Gobierno, el jefe político de la Policía, fue detenido por la misma Policía. Podría llenar páginas enteras con más casos contados por periodistas que, como yo mismo, pensaron en algún momento que si en vez de un reportaje hubieran escrito una novela, ninguna editorial habría querido publicar una historia tan inverosímil.
Durante años conté verdades en los medios sabiendo que muchas de ellas parecían mentira. Hasta que me decidí a probar suerte con la novela negra para decir –o soltar– algunas verdades, y empecé a dar forma a El silencio del pantano. Mi historia está ambientada en la Valencia actual –la ciudad donde nací y donde vivo–, cuando se recogen los platos rotos de esa gran fiesta de la corrupción que también se celebró en otros muchos lugares de España. Pululan en mi historia unos personajes nada recomendables que, a fuerza de ser valencianos, podrían ser de cualquier otro sitio del mundo porque su ambición, su codicia, su crueldad y su falta de escrúpulos florecen con igual vigor en todas partes.
Ya me han preguntado si, por mi condición de periodista y de valenciano, he escrito una novela sobre la corrupción. No lo he hecho. La novela sobre la corrupción en mi tierra ya la escribió el maestro Rafael Chirbes y a eso no se le puede añadir ni una coma. Por eso decidí que la gran dama del crimen, Patricia Highsmith, me guiara en un vertiginoso descenso ladera abajo para escribir una novela sobre el poder, donde la corrupción es una herramienta más de las muchas que los que mandan tienen a su disposición.
El silencio del pantano arranca con el hallazgo del cadáver de un político de izquierdas, que aparece en el interior de un saco de cuero arrojado al río Turia. Lo han azotado hasta casi la muerte e introducido en el siniestro envoltorio junto a un gallo, un mono, un perro y una serpiente. No es difícil imaginar lo ocurrido dentro del saco mientras el hombre y los animales se ahogaban en el agua. Quien quiera alabar mi sanguinaria imaginación que se ahorre el elogio, porque esta forma de ejecución, por horrible que parezca, era la que marcaba la ley en la Antigua Roma para los culpables de parricidio. David Grau, brigada de la Guardia Civil, será el encargado de investigar un caso que hunde sus raíces en la Valencia de la posguerra y que salpica a los poderosos de la sociedad valenciana de inicios del siglo XXI. El poder en la ciudad, como tal, se apoya siempre en la codicia, la ambición y la falta de escrúpulos que Q, un misterioso escritor enredado en la confección de su tercera novela, aborrece por encima de todas las cosas.
Sobre todos los personajes ejerce su influencia el viejo pantano sobre el que se levanta la ciudad y que los siglos han confinado a una celda enterrada bajo millares de edificios. La antigua marisma, como expresión malévola del agua, que hace un siglo envenenaba los muros encalados de las barracas de Blasco Ibáñez y hoy corroe los orgullosos pilares de hormigón blanco de Santiago Calatrava. El mar Mediterráneo también genera el fango negro de la Albufera, que cuenta tenebrosas historias bajo el desvergonzado sol de la Malvarrosa.
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