Parece que Adrian McKinty no se ha topado todavía con ese vecino criminal al que en una entrevista con EL PAÍS en Gijón definía como “un psicópata que se había acogido a la reinserción” y que salió a la calle poco después de aparecer en una de sus novelas así retratado. El escritor irlandés afincado en Australia sigue tan fresco e incisivo como siempre y vuelve a la actualidad editorial española con Por la mañana me habré ido (Alianza Negra, traducción de Eduardo Hojman), un policial impecable que juega en dos escenarios con perfecta habilidad: el del IRA en 1984, en pleno apogeo terrorista, y el de un oscuro caso de habitación cerrada, homenaje a los clásicos del género incluido.
El autor, que ya sorprendió con sus dos entregas anteriores de la serie de Sean Duffy por su crudeza en el retrato de una Irlanda del Norte devastada y su habilidad para generar relatos que se disfrutan en cada capítulo, completa en esta ocasión una historia más oscura, llena de violencia real y soterrada, de odios irreconciliables y de venganzas por realizar y de otras que han destrozado a familias. Y todo ello con una pregunta de fondo ¿De verdad merece la pena vivir en una zona en guerra?
Irlanda del Norte, septiembre de 1984. Las fuerzas de seguridad británicas están en alerta: algunos de los terroristas más temidos del IRA han escapado de la teóricamente inexpugnable prisión de Maze. Entre ellos está Dermont McCann, experto en artefactos y amigo de la infancia de un ahora depauperado y desastrado Sean Duffy. El protagonista, de baja por un caso turbio de la entrega anterior, perseguido por sus superiores, se dedica a perder el tiempo, beber más de la cuenta, fumar porros y escuchar música clásica en el baño hasta que el mismo MI5 se planta en su puerta para que busque a su amigo del colegio.
Esta caza va a desatar una trama muy bien llevada a la que McKinty introduce un elemento arriesgado pero muy efectivo: un misterio de habitación cerrada, el de una joven asesinada, y que si Duffy resuelve le dará una llave para encontrar al temible McCann antes de que deje su huella de muerte y destrucción.
Duffy tiene el descaro de Berni Gunther, la irreverencia de Lennox, el amor por el trabajo policial de Harry Hole y el gusto por los márgenes del sistema de todos ellos. Sí, Duffy es un capullo irreverente que odia las jerarquías, pero es un gran policía y cree tanto en su trabajo que se hace agente del orden en Irlanda del Norte a pesar de ser católico. Eso va a generar situaciones nada cómodas con testigos, familiares de Dermont y otros personajes que son relatadas con humor e interés por un McKinty que sabe lo que es crecer en un ambiente ajeno a tus creencias. Eso, mezclado con episodios geniales en los que sale un Kennedy, Gerry Adams o Ian Pasley crean un relato duro y divertido.
Durante todo el libro las dos tramas caminan en paralelo y se mezclan con hechos reales con asombrosa habilidad. Pero, sobre todo, aparece una Irlanda del Norte nuclear, alucinante, dividida por el odio y la violencia, marcada por la destrucción física del paisaje y el hundimiento moral de sus habitantes, que se protegen de todo con un orgullo soberbio.
Dejo que se lo cuente el propio autor:
“Belfast como cuadro vivo mudo: esqueletos de coches, hombres con chalecos antibala, hombres con equipamiento antidisturbios, hogueras, el lago color té, cráteres de bombas en los que brotaban helechos y alisos, Venus encima de las Pléyades, olor a petróleo tan dulce como el heno recién cortado, postres telegráficos derribados, niños asilvestrados, humo ascendiendo en volutas por las calles de la ciudad como un gran dragón… Días así. Noches.
Aunque me generaba dudas, el misterio del asesinato de la chica está resuelto de manera sencilla y eficaz, sin uso de trucos lamentables o imposibles llamadas a lo sobrenatural. Me gusta el final, con víctimas por ambos bandos, daños colaterales y una maravillosa conversación de Duffy con una agente del MI5 que no es lo que parece. Duffy duda de todo, pero estamos seguros de que seguirá. No sabe hacer otra cosa. No puede.
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