El discurso fue largo y se volcó sobre dos aspectos. Economía y corrupción. Efectivamente las dos preocupaciones más relevantes en estos momentos para la descreída y cansada sociedad española. En ese sentido habló de lo que debía. A su manera. En ninguno de los dos aspectos aportó grandes novedades aunque sí promesas de nuevas reformas, normas y leyes, algunas conocidas y otras tan inconcretas que llevan a preguntarse: ¿Por qué ahora tenemos que creerle?
Sobre la situación económica al menos el presidente del Gobierno no se escudó en brotes verdes ni nubes prometedoras ni primaveras lejanas, como parecían querer abundar en las últimas semanas o meses algunos de sus ministros. No cayó en ese error. Mariano Rajoy dijo la verdad y retrató la gravedad del problema. Los seis millones de parados y sus familias no admitirían subterfugios y otros burladeros. Es cierto también que volvió a recurrir a la herencia socialista, a la tardanza en acometer la salida del precipicio con respecto a nuestros competidores y a escudarse en su deber como líder del país para justificar sus incumplimientos electorales. Pero la desmemoria no puede hacernos pasar por alto los fallos, las descoordinaciones, la escasa influencia en Europa. Tampoco parece justo que Rajoy se apunte, en suma, el gran mérito de haber evitado hasta ahora el rescate oficial de la economía española, cuya banca está más que vigilada y cuyas distintas administraciones apenas disponen de recursos para abrir cada mañana las puertas.
En cualquier caso, sobre la necesidad de cambios en la economía, el mensaje dramático del presidente tiene un calado que muchos españoles "que aún no palpan los resultados" seguramente comprenderían y compartirían mucho mejor si no se les hubiese engañado tanto. Es verdad, como subrayó Rajoy, "que no se puede gastar lo que no se tiene, ni vivir de prestado" y que "hay que contar más despacio el dinero que se le pide a la gente". El sagrado dinero público.
Pero, sobre todo, lo que tenía que hacer Rajoy de un vez era pedir disculpas y perdón por el comportamiento "indeseable" que tuvo durante años Luis Bárcenas, el extesorero del PP, en el despacho de al lado al suyo en la planta más noble de Génova 13. Bárcenas es ahora para los españoles el epítome de la corrupción. Acumuló, gastó mucho y no era suyo. Ha enfangado a su partido, hipotecado a Rajoy y desatascado una indignación contenida durante años hacia toda la mal llamada clase política. Rajoy, sin embargo, no le mencionó. No dijo su nombre. Le identificó en la categoría de las "malas hierbas" que consideró solo como excepciones. España no es corrupta. Pero ahora lo parece. Y Rajoy no ha asumido al respecto sus errores, como cuando ascendió a Bárcenas dentro del partido o cuando le defendió contra sus enemigos internos. Tampoco ahora, cuando pretende mirar para otro lado o generalizar.
El presidente del Gobierno prometió ayer nuevas leyes orgánicas y estatutos y normas para combatir a los políticos corruptos. No fue muy preciso, la verdad. Pero sí solemnizó una oferta de pacto con todas las fuerzas para aceptar medidas que cierren ese grifo por el que se desangran las principales instituciones del país. Estaría bien. El problema es el mismo: ¿Y ahora por qué hemos de creerle?.