Todos nos recreamos en la primera vez. ¿O no? Concedamos que quizá haya quien bien cultiva lo conocido. Pero muchos otros somos como Antoine Doinel, el personaje de todas las películas semi-autobiográficas de François Truffaut: cultores de encuentros primeros, a los que lo que viene después ya no les pone tanto. Hay quien lleva esto al extremo y quienes trabajamos la novedad con moderación.
Buscadores de estímulos y de emociones fundacionales que, sin embargo, no siempre reniegan de la continuidad. Eso sí, cuando la cosa se pone repetitiva necesitan recuperar, cuanto menos, la fantasía de los primeros momentos, del antes de la confesión, de la imposibilidad, de la mirada furtiva, de la expectativa sin garantías de éxito. Y muy especialmente, recobrar la piel erizada del primer roce, del temblor, de la respiración de ganas y miedo, la saliva de un beso de lengua gordísima que rellena todos los huecos, obvia todas las faltas y cancela las dudas en ese pequeñísimo instante presente y eterno.
Fotograma de 'Amor en fuga' (1979), de François Truffaut.
En un repaso de clásicos sobre el amor y las relaciones, resulta imperdible la culminación de la trilogía de Truffaut sobre la vida romántica del infausto Antoine, alter ego del director icónico de la Nouvelle Vague. Amor en fuga (1979) es un recopilatorio de huidas y apegos en la vida de un joven adulto, que podría ser cualquiera de nosotros, con cualquiera de nuestras pertinaces neurosis congénitas.
Truffaut se regodea y nos hace disfrutar con esos encuentros, cuando están a punto de no serlo. Y nos hace preguntarnos acerca de cuántas veces habremos pasado a unos pocos metros de alguien a quien deseábamos muchísimo ver y la vida no nos concedió la cita. O, al revés, cuántas veces estuvimos a punto de quedarnos a ver otros seis o siete capítulos encadenados de Girls o Breaking Bad, y finalmente decidimos salir a dar una vuelta, tomar aire, solo una cerveza, mirar la luna y, entonces, zas, el cruce casual que lo cambia todo. En fin, la vida que decide.
Después de Domicilio conyugal, Antoine (Jean-Pierre Leáud) y Christine (Claude Jade) se divorcian (Truffaut narra las vacilaciones de esta pareja que es la primera que se divorcia de común acuerdo en la Francia contemporánea). La ruptura duele y cuesta, porque se quieren aunque la pasión se haya evaporado. El caso es que, tras la separación, Christine sigue, en cierto modo, protegiendo a su ex, porque tuvo una infancia difícil ("hay que comprenderlo"), y porque ella está llena de ternura y lo conoce demasiado. Una ex esposa atenta como Christine sabe, además, las cosas que pueden conmover al lunático, al punto de hacerlo desfallecer de amor en cinco minutos (como que una chica forre un libro con papel de diario), o alejarlo de ella, en los cinco minutos siguientes (un lapso figurado que pueden ser unas semanas, unos meses o un par de años).
En la primera escena de El amor en fuga, queda claro que Antoine ya ha conquistado a su nueva novia (interpretada por Dorothée), así que llega el momento de empezar a jugar a eludirla:
--¿Yo estaba cariñoso anoche? No lo recuerdo: en ese caso, habré sucumbido a la tentación. A partir de este momento me encamino a la castidad.
La neurosis de un hombre con una infancia difícil lo vuelve irresistible e insoportable al mismo tiempo. Una chica solo puede acceder a él jugando el mismo juego del gato y el ratón. Porque del otro lado, la necesidad de estímulos nuevos sigue intacta, tanto como la compulsión de sostener los platitos chinos del apego de la novia, en la retaguardia.
Es el juego de libre demanda. Hasta que no hay miedo, hay (simulacro de) fuga, para dejarse atrapar, y volver a huir.
"La felicidad es seguir deseando lo que se posee", escribió San Agustín (354-430). Pero eso, quizá solo los santos.
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La novedad siempre es estimulante, pero cuando encuentras algo bueno, que te excite y te de placer, es bueno conservarlo, no vaya a ser que lo que venga detrás sea peor
Publicado por: DULCE | 01/09/2016 13:40:05