Nunca fui muy de salir de fiesta, pero reconozco que las Nocheviejas siempre tuvieron algo especial para mí. Quizás esa sea la razón por la que, el año pasado, me sentia un poco triste. Es lo que tiene estar en los 30: los planes ya no son los mismos. Obligaciones familiares, niños, parejas, viajes y, sobre todo, amistades que se han ido perdiendo de unas uvas a otras. Por eso me encantó recibir en mi móvil la invitación para pasar, los dos solos, la última noche del año (o la primera) en un hotel.
Dos copas de champán en la mesa, fresas con chocolate. Un traje caro, con una corbata que deslizo despacio. Un vestido de satén que al caer deja ver un corpiño negro. Le he traído una sorpresa: una máscara y un collar de cuero. Siempre dice que los hoteles son el mejor lugar para cumplir fantasías.
Suena música clásica de fondo. Nada estridente, ni letras que nos desconcentren. Me siento en la cama, mientras él me arropa por la espalda. Me da un masaje con aceites, que hacen que su roce sea aún más cálido, si cabe. Comienza a acariciar todo mi cuerpo, despacio, dejando que mi piel se ponga de gallina. Cierro los ojos bajo el antifaz, para sentir su aroma, su respiración, el tacto de las yemas de sus dedos, de los besos que se le escapan por el camino. Hace mucho que no lo hacíamos así. Despacio. Sin relojes, sin presiones. Tenemos toda la noche para sentir placer.
De pronto, sus caricias dejan de ser ligeras, comienza a buscar mi sexo, a presionar mi vulva exigiendo su humedad. Siento el comienzo de su erección en la espalda, cuando para mi sorpresa, me agarra del collar, me acerca a su boca y comienza a devorármela. Sabe a un amor de años, a hogar, pero también a agua tibia en mitad del desierto, a dulzura en días amargos.
Ahora soy yo la que le envuelvo con mis brazos, y le beso no como se besa a alguien que lleva toda una vida contigo, sino a un amante secreto, furtivo. Comienzo a arañar su espalda, a gemirle al oído todo lo que quiero que me haga. Subo mis piernas a sus hombros, mientras que dejo que mi ropa interior quede en mis tobillos. Él se deshace de ella mientras besa mis dedos y deja libre su deseo. Bajo entonces mis pies a su sexo, y comienzo a masajearlo, con ese fetiche que es tan nuestro. Su pene crece, aún más si cabe y la urgencia comienza a apremiarnos. Se balancea sobre mí, me penetra, y todo mi cuerpo se encoje ante esa sensación de volver a sentirme llena. No es que me sienta una persona vacía, pero me encanta sentir que otro rellena en ocasiones los huecos, al menos, de mi cuerpo.
El ritmo comienza a ser frenético, como si estuviéramos hambrientos de placer. Lo devoramos todo, los cuerpos, los jadeos, las palabras calientes y enajenadas, en un vaivén que me lleva a un orgasmo y a las ganas de repetirlo. Y entonces, cuando le estoy rogando que me lo haga duro, que me embista con toda su fuerza y me desgarre desde dentro, nos miramos y todo se vuelve lento. Casi no nos movemos, solo encaja en mí y me presiona, me deleita con movimientos conocidos, mientras respiro el aire que él expira, mientras se nos escapan las palabras más sucias: los te quiero. Así es nuestro sexo, de sujeto a objeto, de seco a emocional.