Una campaña publicitaria sirve para vender un detergente, una pasta de dientes o un coche. O para vender una buena idea, como que los niños de algunas regiones del mundo necesitan padrinos que les ayuden a sobrevivir o que los contribuyentes pueden hacer la declaración de la Renta de manera más cómoda por Internet. Pero lo que no está nada claro es que una campaña tenga efecto cuando se trata de vender un detergente que no quita las manchas, una pasta de dientes que sabe mal o un coche que ha salido defectuoso. Tampoco lo tendría si vende una ayuda humanitaria que no llega a sus destinatarios o un programa de Internet que no funciona bien.
El ministro de Educación, Ciencia y Deporte, Jose Ignacio Wert. / ULY MARTÍN
Miles de personas llevan meses diciendo al Gobierno desde las calles de diversas ciudades españolas que la ley del ministro de Educación español, José Ignacio Wert, no elimina los problemas, les huele mal y está defectuosa. Porque ni promueve un sistema educativo a la altura del siglo que vivimos ni pondrá a una mayor cantidad de población española al nivel educativo de los países más avanzados de nuestro entorno. Y cuando lo que se vende no es bueno para todos, solo para unos pocos, no hay campaña de imagen que pueda vender lo contrario.
Resulta surrealista que se pretenda convencer a los ciudadanos a base de publicidad de que una ley educativa es buena, a base de eslóganes en la tele o donde sea. No se trata de un detergente o de una pasta de diente que podemos tirar y cambiar de marca en la siguiente compra. Se trata de la educación de nuestros hijos, de la herencia que les dejamos para toda la vida. Porque la base que aprendan de infantil a secundaria ahí les queda para siempre. Si es buena, tendrán una base que les sostendrán en la vida académica y laboral posterior; si es mala, tendrán grandes lagunas que les hundirán.
No hay campaña educativa que pueda convencer a un padre o a un profesor de que una ley que ponga por delante el castigo del premio para lograr objetivos, como hace la ley Wert, sea buena para nuestros hijos. El grave error de base de la ley está en la propia filosofía en la que se asienta. El problema no es Wert o sus maneras. Allá él. Allá el PP con esas actitudes que delatan lo peor de él y no lo mejor, que lo tiene. El problema es la ley Wert y lo que implica. La ley del PP, que huele mal. A educación nada inclusiva, nada igualitaria. Y que favorece a los que proceden de un entorno social y económico mejor, es decir, huele a educación clasista, que confunde el esfuerzo -que toda persona razonable defiende como algo necesario en la educación, y en la vida en general- con la lucha titánica que pide a los alumnos de entornos menos favorecidos para que saquen adelante su educación, sin clases de apoyo para los que las necesiten, con el recorte de las becas, separando en clases distintas de forma temprana - es decir, antes de los 16 años- a los que van mal de los que van bien, para que les quede bien clarito cuál es su lugar ya desde pequeños, y, para colmo, subiendo la nota necesaria para que la gente con menos renta obtenga una ayuda para seguir estudiando.
La ley Wert defiende esa educación clasista disfrazada de igualitaria, que mide con el mismo rasero a todos, vivan en una casa con una librería con un millón de libros o con ninguno. Lo que no es igual, y provoca que al final pierdan los de siempre y ganen los de siempre. Rectifique señor Wert, pero de verdad. Y, sino, a ver si otros miembros del PP dejan de vender pastas de dientes con mal sabor y escuchan a la calle.