Sección 'Family Guy'
Family Guy, un plagio que
necesitábamos con urgencia
Ayer, al recordar que los lunes hay muchos estrenos de animación, dije al pasar lo que pensamos muchos: que Family Guy es un plagio de The Simpsons. No es ninguna novedad decir esto. Es tan notable el parecido estructural entre ambas series que no hay forma de generar una discusión interesante sobre el tema. Pero sí me parece necesario agregar, si el lector me lo permite, que Family Guy es uno de los plagios más refrescantes y necesarios de los últimos tiempos.
El plagio está mal visto en la sociedad, pero hay casos —y son contados— en que la obra duplicada es producida por un genio. Y entonces la cuestión cambia. Y me da toda la impresión de que Seth MacFarlane (el papá de Peter Griffin) apretó fuerte el lápiz en el exacto momento en que Matt Groening (el papá de Homer Simpson) lo soltaba. Más que un hombre plagiando a otro, me queda la sensación de que, a principios de 2000, un genio cansado le pasó la posta a otro genio, más descansado y dispuesto.
El plagio y la genialidad
The Simpsons vs. Family Guy PRIMERA PARTE Reproduzco en este punto del artículo un video de YouTube muy famoso, en donde un espectador con tiempo libre se dedicó a encontrar escenas de ambas series con estructura idéntica. En todos los casos, la escena correspondiente a la familia amarilla es anterior. • Original de YouTube a |
The Simpsons vs. Family Guy SEGUNDA PARTE Estas nuevas escenas similares nos hablan de una constante: es complicado hacer nuevos chistes sobre una familia sin que remita, todo el tiempo a The Simpsons. En algunos casos hay evidentes homenajes. En otros, sólo plagio. • Original de YouTube a |
Políticos e incorrectos
Cada tarde, en España, dos cadenas emiten casi a la misma hora un capítulo de The Simpsons (Antena 3) y un episodio de Family Guy (La Sexta). Muchos de nosotros hemos hecho el zapping morboso de un sitio al otro, y casi todos pudimos comprobar los parecidos, pero también logramos entender las diferentes velocidades de cada serie. En Quahog las situaciones se suceden con un vértigo indescriptible, mientras que Springfield parece un pueblo en el que pocas veces sucede algo. No hablo de que unas situaciones sean mejores que otras. Sólo digo que cuando pongo La Sexta me despeino más.
No existe, en la actualidad, una ficción (ni de dibujos ni con humanos) tan corrosiva como Family Guy. Es sorprendente que en la sociedad española (muy afecta a censurar una publicidad porque aparece un enano) se acepte sin rechistar lo incorrectísimo sólo porque viene de fuera. Es sorprendente que los imbéciles que se quejan de todo sean tan imbéciles como para equivocar tanto su queja.
Un perro alcohólico, una madre que fumó marihuana durante el embarazo y que, por eso, parió un bebé con cabeza de pelota de rugby y megalómano, un padre golpeador, un vecino pederasta, un policía paralítico, chistes escatológicos, sexo sádico, niñas desfloradas a los quince años, etcétera, son el condimento habitual de una serie que se emite a las tres de la tarde en toda la península. Y los taraditos quejosos no se quejan. Imagino que porque ni siquiera comprenden. Pero si ven a una chica con un tanga promocionando un yogur, entonces se ponen como locos y llaman al Tribunal Supremo.
Perder el avión
En Norteamérica sí ha sido cancelada la serie, promediando su segunda temporada. Pero el fanatismo de muchos por los Griffin obligó a que se repusiera un año después. Su creador, el multifacético Seth MacFarlane, es hoy, con toda probabilidad, el humorista más singular del espectáculo, quizás el primer genio del humor de este siglo.
Nacido en 1973, comenzó trabajando para Cartoon Networks e inventó las series infantiles rompedoras de los noventa: Johnny Bravo, El Laboratorio de Dexter y la maravillosa Vaca y Pollo. De hecho, MacFarlane es dibujante, guionista, productor, director y doblador de la mayoría de las voces de Family Guy. Le pone alma a Peter, a Stewie, a Quagmire, a Tom Tucker y, sobre todo, al perro Brian, que es su alter ego. Brain es, al igual que MacFarlane, alcohólico y demócrata. Y la voz del perro es la voz del humorista en la vida real.
Cuenta la leyenda (que en este caso debe ser dada por cierta) que Seth MacFarlane debía volver a Los Ángeles en un vuelo de American Airlines —cuando promediaba la segunda temporada de Family Guy—, pero por culpa de una resaca de alcohol llegó tarde y perdió el vuelo. El avión al que no se subió por culpa de la borrachera fue secuestrado y se estrelló más tarde en la primera torre del World Trade Center.
La metáfora de la bicicleta
Una cosa es cierta: conforme Family Guy va asentándose en la pantalla y ganando adeptos, las temporadas más recientes de The Simpsons pierden el favor del público. Mi teoría (escribí sobre ello hace unos meses) es que la velocidad de reflejos del espectador comienza a ser más rápida que los nuevos guionistas de Springfield. El televidente ha comprendido el resorte del humor simpsoniano, ha llegado a ser un experto del absurdo y ahora necesita más.
Una cuestión es muy clara: si la serie The Simpsons no hubiese nacido en 1989, nosotros no podríamos soportar la velocidad de Family Guy. Es más: Seth MacFarlane no sería capaz de cargar su metralleta de humor despiadado, porque no habría un público dispuesto a frenar esas balas. Habría sido un suicidio, y de hecho casi lo fue.
Groening ha sido quien nos compró la primera bicicleta, el que nos enseñó a subir, el que nos descubrió las ventajas del equilibrio sobre las dos ruedas, quien nos limpió las primeras heridas, el que se emocionó con nuestros paseos iniciales en una bici y sin ayuda. Una vez que supimos ser niños ciclistas, nos soltó la mano y nos abandonó, como le corresponde a un padre moderno. Entonces llegó MacFarlane, ese amigo borrachín y simpático; él también nos compró una bici (¡plagio, plagio!), pero al mismo tiempo nos regaló un casco amarillo, unos guantes y unas rodilleras. Después nos llevó a un acantilado y nos empujó al vacío. Gracias al aprendizaje de Matt no nos matamos en el abismo; gracias a Seth comprendimos el placer de la adrenalina.
¿Y cómo hago para ver esta serie?
¿Homer perdió la gracia
o nosotros la inocencia?
Después de dieciocho temporadas (que suman 400 capítulos y casi dos décadas en antena), las malas lenguas aseguran que la comedia animada The Simpsons ya no sabe de qué forma hacernos reír. Esto es lo mismo que decir que Rocco Siffredi, después de empomarse a seis mil cuatrocientas señoras, ya no sabe follar. O que folla peor que antes. El concepto, ridículo, confunde la experiencia ajena con el hartazgo propio.
La construcción del humor de The Simpsons, en las temporadas 17 y 18, es robusta y goza de la misma excelente salud de otras épocas. El que ha cambiado, y mucho, es el público espectador, que necesita un poco más de lo que la familia amarilla le ha dado siempre.
La irrupción en antena de Family Guy, y su consolidación en pantalla con un humor irreverente y a veces mortal, ha logrado que la ilusión óptica de la decadencia simpsoniana se acentúe. Al lado de Peter Griffin y los suyos, la familia de Homer Simpson parece mojigata, sosa y hasta un poquito republicana (nunca más que Stan Smith). Pero éste es un espejismo del que hay que escapar enseguida.
Paréntesis literario (opcional)
Ahora haré una disgresión intelectual, aún sabiendo que la mitad de los lectores se aburrirá y escapará de este texto antes de que concluya. Lo lamento, pero el blog es mío.
Cuando Edgar Allan Poe escribió The Murders in the Rue Morgue (.pdf), en 1841, el relato detectivesco no existía. Poe fue el primero en pensar lo siguiente:
—¡Eureka! Se me ha ocurrido una historia en donde, tras un enigma, mi protagonista busca respuestas basándose en pistas que conocerá al mismo tiempo que el lector.
Ahora, que estamos acostumbrados, este hallazgo monumental nos sabe a poco, nos parece un descubrimiento fácil. Pero realmente no existía tal estructura en el universo de la ficción y, por tanto, tampoco existía el lector de relatos detectivescos.
En 1841, entonces, surgen en el mundo dos cosas nuevas y no una: nace el relato detectivesco y nace también —a la par, como la garrapata en el lomo de un perro— el señor culto al que le gusta leer historias de detectives.
Este lector, al principio, es ingenuo. Desconoce los trucos, no sabe que el hilo conductor es una repetición constante. Cada vez que le dicen que el asesino es el mayordomo, este lector recién nacido abre los ojos grandotes y se sorprende por nada.
Con los años, el lector torpe al que se lo contentaba con poco se convierte en experto, y los relatos deben mejorar para seguir atrapando a una audiencia cada vez más exigente y más numerosa. Aparecen entonces Conan Doyle, Chesterton, Agatha Christie. Después Humphrey Bogart y Phillip Marlowe. Más tarde Columbo y Kojak. Y después, por supuesto, Gil Grissom.
Cualquier capítulo de CSI (incluso los de Miami o New York, que son horribles) están mejor estructurados que The Murders in the Rue Morgue (.pdf) de Poe. Y esto ocurre porque han sido pensados para un espectador que ya lleva ciento cincuenta años empapado de estructura deductiva. Pero esto no significa que CSI sea mejor que Poe: significa que sin Poe, sin su luz y su talento, los lunes por la noche estaríamos viendo los documentales de la 2.
(Fin de la digresión literaria. Ya pueden volver los que habían salido al patio a fumar.)
El fin de la culpa y la vergüenza
A finales de 1989, cuando la Fox aceptó emitir un dibujo animado para adultos, en horario central, en donde se criticaba con inteligencia el modus vivendi usamericano, no existían muchas cosas que hoy son habituales. Entre ellas, no existían los dibujos animados para adultos en las televisiones occidentales.
Nadie en el mundo sospechaba que un ser humano grande, junto a su hijo pequeño, podía sentarse a ver unos dibujitos amarillos y disfrutar (ambos) como un cerdo y un gorrino, respectivamente. No había nacido una nueva serie: había nacido un género de ficción. Algo que ya no podría morir y que, de a poco, comenzaba a ser patrimonio de la cultura universal. Como el cuento de detectives y su lector. Porque en 1989 nacía también el espectador adulto que ve dibujos animados sin culpa ni vergüenza. Una actividad hasta entonces clandestina que sólo se permitían los frikis, los japoneses y los enfermos mentales.
Ya llevamos dieciocho años de experiencia en ese disfrute extraño, ya llegamos a la mayoría de edad como espectadores adultos de dibujos animados. Y quizás por eso no nos cuesta decir, sin piedad ni análisis, que “los Simpson están decayendo”.
Lo decimos, sobre todo, sin corazón.
Family Guy está muy bien, es cierto. American Dad comenzó con mucha fuerza. También es verdad. Pero todo lo que ellos hacen y dicen nos remite a la familia de Springfield; cada cosa que ocurre en las nuevas series animadas con núcleo familiar nos recuerda que crecimos con The Simpsons, que nos atragantamos de risa con ellos, que practicamos arriesgadas maratones de 48 horas y fuimos capaces de ver cincuenta capítulos sin dormir, drogados y babeando en un sofá.
Matt Groening nos enseñó a ser otra clase de televidente: más exigentes, más necesitados del humor sutil, mejor preparados para la barrabasada y el delirio. No son sus personajes los que decaen, sino nosotros quienes hacemos a un lado una época maravillosa para buscar el recambio y poder crecer —también— como espectadores.
Los estamos dejando con cierta tristeza, es cierto; nos duele reconocer que los nuevos capítulos no nos descolocan el tórax como antes, que no nos maravillan igual las entrelíneas de Lisa. Pero no deberíamos perder de vista, nunca, que los hemos visto nacer, que fuimos contemporáneos de su revolución argumental y que, semana a semana, desde que éramos chicos, el mundo fue un lugar mejor cuando en la tele aparecía un cielo azul salpicado de nubes blancas.
Nunca más reiremos como entonces, con esa carcajada nueva. Pero eso no es culpa de nadie: es que ya no somos inocentes.