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Hernán Casciari nació en Buenos Aires, en 1971. Es escritor y periodista. [Más]

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Sección 'Grandes Creadores de TV'

Ciencia ficción
y matrimonio

Silvya y Gerry Anderson, además de ser marido y mujer, fueron una dupla fundamental en el panorama de la ciencia ficción televisiva.
ESPOILER - 09 de diciembre, 2009
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¿Alguien recuerda a los esposos Gerry y Silvya Anderson? Probablemente no, pero estuvieron presentes en la infancia de mi generación. Aquellos que comienzan a peinar canas quizá tengan un lugar en su corazón para esta noble pareja, experta en el arte de la animación; un matrimonio que creó y realizó con sus propias manos verdaderas series de culto.

Recuerdo haber visto las series de los Anderson, sin tener idea de quiénes eran, en el televisor blanco y negro de mi infancia. Sobre todo Joe 90. En Argentina las pasaban por la mañana, por lo tanto el recuerdo —borroso y feliz— está asociado a los días en que faltaba a la escuela por culpa de la gripe.

La novedad de incluir marionetas en televisión (la técnica se conoce como supermarionation) supuso un éxito rotundo en la carrera de los Anderson. Y lo hubieran seguido teniendo a no ser porque un buen día, cansados de manipular madera, comenzaron a trabajar con actores de carne.

Éste era el gran sueño de Gerry, que esperaba una oportunidad para dar el salto a los dramas reales y, por supuesto, al cine. Llegó a escribir y producir varios largometrajes, aunque con escasa suerte.

El primer intento no fue bueno. Los Anderson quisieron combinar marionetas con gente real (The Secret Service), pero a los espectadores no les gustó. Luego fue el turno de UFO, su primera serie sin marionetas, y más tarde el spin-off Space: 1999.

Ambas se emitieron en Estados Unidos; la primera con bastante mejor suerte que la segunda, que aunque llegó a dos temporadas —con una interesante factura visual y Martin Landau como protagonista— no consiguió los resultados esperados.

Para peor, entre una temporada y otra los Anderson se separaron. Silvya abandonó el proyecto para siempre, Garry se quedó solo y —pese a los numerosos fans— Space: 1999 no consiguió renovar por una tercera.

A Garry le resultó difícil salir a flote y superar el fracaso. Sólo cuando a principios de los ochenta sus viejos éxitos comenzaron a reponerse los sábados por la mañana, en la cadena ITV de Reino Unido, el nombre de la pareja volvió a sonar.

Entre otras cosas, en 1994 Gerry escribió tres episodios de Space Precinct, y un año después se realizó la remake de otra de las joyas del matrimonio: el recordado Captain Scarlet, que también supe ver a los once años, por el Canal 11 de Buenos Aires, siempre en medio de jarabes e inyecciones.

Aquellos intervalos de hermosas convalecencias me permitieron averiguar, sin culpa, qué sucedía en la tele cuando todos nos aburríamos en las aulas. Así descubrí también series sorprendentes de los Anderson, como Thunderbirds y Stingray.

Tengo muy presente la extraña fascinación que me causaban aquellas historias, tan reales, en las que sólo actuaban marionetas; muñecos apenas flexibles y de facciones petrificadas —sólo movían ojos y boca— que se comportaban como humanos pensantes y compuestos.

Ahora que el gobierno británico cerró para siempre la oficina que investigaba los ovnis —"un gasto innecesario", dijeron— rindo homenaje a estos dos grandes creadores de la TV británica; dos personas que hicieron de las naves espaciales y los extraterrestres los mejores juguetes de mis primeros estados febriles.

De cómo Simon
conoció a Burns

David Simon y Ed Burns, los autores de The Corner, The Wire y Generation Kill, conocen como nadie el lenguaje de la calle.
ESPOILER - 07 de octubre, 2009
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Simon: —“El secreto es escribir con tanto detalle y de manera tan creíble que el que sabe de qué hablas se quede contigo”.

Burns: —“Entonces el que está fuera también te va a entender”.

La historia de estos dos es tan fascinante como los guiones que escriben. Antes de ser la mejor dupla de guionistas de la tele, eran personajes anónimos, y no tenían la menor idea de que iban a terminar en HBO.

A lo mejor Simon (el calvo de ojos claros) estaba más cerca de imaginarlo, porque se dedicaba al periodismo. Pero Burns (el más viejo, ya canoso) era un detective de homicidios a punto de convertirse en profesor de escuela.

Simon trabajó durante quince años para el diario Baltimore Sun cubriendo sucesos. Conocía bien a policías y delincuentes: durante años recorrió las calles más bajas de la ciudad.

Simon vio por primera vez a Burns en una comisaría. Le llamó la atención ver a un policía amable y educado. La primera vez no se vieron en un bar penumbroso ni en una esquina anónima. Burns citó a Simon en una biblioteca pública. Simon pensó que Burns estaba loco, o que no era policía. ¿Un detective en una biblioteca? No podía ser real.

Se pusieron a hablar y descubrieron que tenían cantidad de cosas en común. La sociedad entre ambos, sin que todavía lo supieran del todo, estaba sellada.

Cuando la calle escribe

¿De dónde sale el realismo de The Corner, The Wire o Generation Kill? ¿Por qué razón, cuando las vemos, tenemos la sensación de que todo es verdad? No hay filólogo en la tierra capaz de reproducir mejor la verdadera jerga de la calle que estos dos tipos. Como dice Simon, "algo así no se puede inventar".

Las dos primeras series se rodaron en plena calle, en medio de yonquis, delincuentes y traficantes. Al principio Simon se imaginó que tendrían que salir, equipos al hombro, esquivando balazos. Pero los forajidos de Baltimore se sintieron homenajeados, sintieron que por fin la tele hablaba de ellos de verdad.

Los marginales adoraron The Wire. Empezaron a aportar datos reales a los creadores y, con el transcurso de las temporadas, los yonquis y los traficantes se fueron convirtiendo en guionistas de sus propias historias. Una locura absoluta, un milagro tremendo.

Simon: —“Esta clase de trabajos son un viaje especial, que permite al espectador promedio ir donde de otra manera no iría”.

Burns: —“Al espectador le encanta verse inmerso en un mundo nuevo, confuso y peligroso, que de otra manera no podría visitar jamás”.

La dupla Simon-Burns —ajena al juego de Hollywood y de sus fiestas— es una rareza en la televisión, una historia increíble dentro de otras historias. La vida de estos dos creadores podría ser, también, una serie de HBO, una con guión de hierro.

Probablemente no la veamos nunca, pero qué buena sería.

Rodrigo García:
el viaje a la semilla

Un recorrido por la vida de uno de los grandes directores de la actualidad y de un narrador con voz propia.
ESPOILER - 20 de julio, 2009
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“Tengas el nombre que tengas, si no presentas un proyecto redituable es imposible que puedas filmar, y mucho menos aún que lo hagas si no tienes un final como de cuento”. (Rodrigo García Barcha)

En casi todas las entrevistas o notas que hemos leído sobre él, incluso en ésta, siempre se menciona que Rodrigo García Barcha es hijo del escritor colombiano Gabriel García Márquez. Está claro que ser hijo de semejante padre no es un dato que pueda pasarse por alto en ninguna biografía. Seguro que no se llega a adulto del mismo modo cuando el que nos cuenta los cuentos de la infancia, al borde de la cama, es uno de los inventores del realismo mágico latinoamericano.

Pero a esta altura de las cosas, con este muchacho que nació en Bogotá pero que pasó la niñez en México y parte de la adolescencia en Barcelona, el uso de la referencia constante -ese recurso de la prensa acostumbrada a trazar filiaciones para que nadie se quede afuera- dejó de ser necesario.

Trabajando. "Nada indica que yo vaya a ser el García Márquez del cine”, se defiende Rodrigo. Y acepta influencias de Bergman y de Truffaut antes que de su padre, al que sin embargo le reserva lo mejor. “La única influencia de Gabo fue la de crear el ambiente en el que crecimos, donde lo que más importaba era servir a la comunidad o crear una obra de arte".

Para el joven Rodrigo García Barcha la herencia paterna no debe haber sido fácil. Emprendió una larga búsqueda personal. Fue fotógrafo y estudió para cheff en París, pero estaba claro que no quería ser ni lo uno ni lo otro. Se especializó después en historia medieval, nada menos que en la prestigiosa universidad de Harvard, donde se graduó. Luego regresó a México, y en la patria de su infancia dio finalmente con la punta del ovillo: fue trabajando como asistente de cámara de comerciales para televisión.

Esta experiencia lo animó a cursar una maestría en el American Film Institute de Los Angeles. Allí profundizó en los primeros secretos del oficio, y regresó a México para trabajar como camarógrafo y director de fotografía en diferentes películas que se rodaron en ese país.

De vuelta en Hollywood escribió el guión de su primera película, Things You Can Tell Just by Looking at Her, que fue aceptado y pulido en el Sundance Institute. Cuando Glenn Close lo leyó se quedó muda, y por ninguna razón quiso quedarse afuera del proyecto.

Ya era un hecho que lo suyo pasaba por el cine. Y si quedaba alguna duda se disipó cuando, junto a unos pocos aspirantes más, lo seleccionaron para participar del taller de directores del Sundance Institute.

Cine para la tele

Como si el destino ya le estuviera indicando el rumbo, el estreno de Things You Can Tell Just by Looking at Her –que reunió a un elenco espectacular- no fue en cine sino en la televisión por cable; para más datos en Showtime, donde la Metro Goldwyn Mayer creyó apropiado venderla.

Esto no era con lo que Rodrigo García Barcha había soñado, pero no se amedrentó y siguió adelante con nuevos proyectos. Finalmente la película, mucho más emparentada con el espíritu europeo que con el americano, se quedó con el premio Un Certain Regard del festival de Cannes.

Después hizo otras obras para la pantalla grande: Ten Tiny Love Stories, Nine Lives y Passengers, acaso su trabajo más flojo; en todas ellas Rodrigo despuntó su interés por describir universos femeninos, y demostró tener en la materia una sensibilidad especial.

“Cuando empecé a escribir me salían mejor los personajes femeninos. Son expresiones modificadas de mi mismo. No siento que haga películas sobre la problemática de la mujer sino sobre temas que me interesan”.

Pero donde más y mejor ha volcado sus dotes de enorme narrador es en sus trabajos para la televisión. Además de haber dirigido grandes capítulos de Six Feet Under, deslumbró detrás de cámara en otras series de HBO, como la histórica The Sopranos y Carnivàle. Los pilotos de Big Love y Six Degrees también llevan su sello maestro.

Su obra cumbre, su trabajo más personal, acaso sea In Treatment, que rescató de un formato israelí (BeTipul) y cuya segunda temporada finalizó en mayo de este año. Se trata de un manifiesto minimalista de veintitrés minutos por capítulo, y que es, como ya dijimos, una revolución televisiva por donde se la mire, un derroche de calidad y de talento.

In Treatment. Paul (Gabriel Byrne) es un terapeuta de cincuenta años que recibe a un paciente por día. Pero todos los viernes acude a contarle sus problemas, personales y profesionales, a su propia terapeuta, Gina, interpretada por Dianne Wiest.

In Treatment condensa el espíritu que sobrevuela la obra de Rodrigo García Barcha: una reacción hacia aquellos productos artificiales -generalmente caros- en los cuales la experiencia humana se reduce a la caricatura. Aquí la magia está en los detalles. El lo define muy claro cuando dice que no necesita bombardear un puente para que una obra conmueva. “Todo el drama puede suceder en un elevador”, observa.

A un mes de cumplir cincuenta años, Rodrigo García Barcha puede decir con tranquilidad que construyó una obra personal con voz propia y que, en el camino, como un viaje a la propia semilla, terminó haciendo realidad el viejo sueño que su padre no pudo cumplir: filmar, trabajar en cine y jugar, como decía Orson Welles, con “el tren de juguete más grande que jamás haya tenido un niño”.

Steven Moffat:
cuéntame tu vida

Coupling, Press Gang... La mayoría de las ficciones de este gran autor de origen escocés están basadas en datos autobiográficos.
ESPOILER - 10 de julio, 2009
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“Consejo para guionistas: escribir mucho, no dejar de escribir. No perder el tiempo lloriqueando que el material propio es mejor que todo lo que hay en la televisión: eso es un desperdicio de talento desesperado.” (Steven Moffat)

Como sucede con la mayoría de los creadores que nos gustan, Steven Moffat (18 de noviembre de 1961, Paisley, Escocia) combina sus ficciones con experiencias autobiográficas, un rasgo imprescindible para que –además del talento- surja esa fórmula mágica que conocemos como “marca de autor”.

Algunos ejemplos de esto:

Mientras escribía junto a su padre, Bill Moffat, la serie Press Gang (una gran historia de temática juvenil pero con guiones excelentes) Steven se separó de su primera esposa. El divorcio se convirtió en una obsesión que enseguida canalizaría en la sitcom Joking Apart -devenido en programa de culto-, en la que un comediante de stand up, Mark Taylor, sufre el abandono de su mujer y lo utiliza como materia prima de su trabajo. Son dos temporadas de alto vuelo; un ensayo sobre el divorcio narrado con humor pero sin esquivar zonas oscuras.

Obras cumbre. La producción de Steven Moffat es una de las más personales de la televisión. Su primer trabajo, Press Gang, fue emitido en España con el sorprendente y espantoso título de “La pandilla plumilla”.

Más tarde echó mano a su experiencia en el mundo de la educación (trabajó tres años como profesor de Inglés) y así fue como surgió Chalk, doce episodios en total emitidos en 1997. La historia, una crítica al sistema educativo, transcurría en una escuela. Sobre esta cuestión dijo: "La escuela secundaria es una gran pérdida de tiempo. El sistema parece diseñado para poder calificar para la función pública de la India en 1911".

Y si Joking Apart había sido la purga para quitarse de encima la dolorosa separación matrimonial, en su posterior trabajo, Coupling, narró la floreciente relación con su segunda esposa, la productora de tele Sue Vertue. Por eso no es nada raro que los protagonistas de esta sitcom imprescindible se llamen como ellos: Susan y Steven.

Coupling. Moffat contó que la casa que habitaron Susan y Steven en la ficción era un calco de la suya, y que el capítulo final de la serie no fue producto de su imaginación, sino una reproducción literal de la más pura realidad.

Después vinieron los guiones de Doctor Who, un clásico de la televisión británica del que Steven Moffat se declara fanático desde su más tierna infancia, y que el próximo año lo tendrá como productor ejecutivo y amo supremo.

Aunque como se sabe la serie es un entretenimiento dirigido a todo público, una historia de ciencia ficción y pura fantasía, Steven Moffat también se las ingenió para volcar sus inquietudes personales en algunos de los capítulos que escribió para la saga (que dicho sea de paso son geniales y se pueden ver solos sin problema).

Sin ir más lejos los episodios Silence in the Library y su continuación Forest of the Dead son un manifiesto en contra de lanzar spoilers al aire, uno de los temas que, como autor de ficciones, Moffat combate en la vida real.

Clásicos en su pantalla

Es común escuchar que cuando se alcanza la madurez se tiende a volver a los clásicos. En Steven Moffat la frase parece literal.

Uno de sus últimos trabajos fue la miniserie Jekyll, adaptación de la célebre novela de Robert Louis Stevenson, que la BBC emitió en seis entregas entre junio y julio de 2007. Jekyll es una obra impresionante, tal vez con algunos pequeños defectos (a nuestro gusto el final es uno de ellos), pero sumamente recomendable.

Jeckyll. En esta miniserie Moffat despliega todo su talento narrativo: hace lo que quiere con la obra de Stevenson: la aborda con absoluta libertad, sin ningún respeto reverencial, y sale muy bien parado.

No es extraño que haya sido elegido para escribir los guiones de la trilogía de otro clásico: Las aventuras de Tintín, adaptación del cómic del artista belga Georges "Hergé" Remi que llevarán a la pantalla grande nada menos que Steven Spielberg y Peter Jackson.

Sin embargo, con la idea de dedicar toda su energía a Doctor Who, Steven Moffat decidió participar sólo de la primera entrega de esta saga: The Adventures of Tintin: The Secret of the Unicorn, cuyo estreno está planificado para 2011. Igual, entre proyecto y proyecto, le quedó lugar para sumar un clásico más a su carpeta: las historias de Sherlock Holmes -la obra escrita por su compatriota Sir Arthur Conan Doyle-, adaptación que comparte con Mark Gatiss y que se emitirá, como Jekyll y casi toda su obra, en la BBC.

Para nosotros no hay dudas: Steven Moffat es uno de los mejores guionistas contemporáneos. Un gran creador que nos enamoró a primera vista a fuerza de imaginación, talento y pluma de autor.

Paul Abbott y
la comedia humana

Es uno de los creadores más talentosos y brillantes de la televisión actual. En Shameless describe su propia vida.
ESPOILER - 08 de mayo, 2009
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“La pregunta más común es si mi familia se queja por haber exagerado detalles de nuestra infancia para explotarlos comercialmente. Pero la verdad es que si hubiese exagerado mis recuerdos, Shameless no se podría ver”.

Había una vez un niño que nació en un barrio pobre de un lugar llamado Burnley, en Reino Unido. Su nombre era Paul Abbott, y tenía muchos hermanos. Cuando cumplió nueve años, la madre de Paul se marchó de casa y nunca más regresó. Pasaron dos años más, y el padre también se fue. De modo que los hermanos Abbott se quedaron solos, al cuidado de sí mismos.

La hermana mayor asumió el rol de madre en el hogar abandonado, y se ocupó sobre todo de los más pequeños. Por entonces la gran amenaza eran los servicios sociales, cuyos agentes podían descubrir que los niños Abbott vivían solos –sin ningún mayor a cargo-, y separarlos. Para evitar esta situación, pero sobre todo para no morir de hambre, los que estaban en edad de hacerlo tuvieron que salir a trabajar.

“Cuando estaba en mi temprana adolescencia solía tener tres puestos de trabajo al mismo tiempo. Fui barbero, que es una de las mejores cosas que hice, trabajé en una tienda de antigüedades y en un restaurante. Algo de lo que ganaba iba para mí. La mayor parte, a un fondo común”.

Si viviéramos en la Inglaterra del siglo diecinueve, la infancia de Paul Abbott, tranquilamente, podría ser el comienzo de una novela de Dickens. Pero no; los tiempos cambiaron. Por eso en el siglo veintiuno esta historia, la historia de su propia vida, se llama Shameless.

A la edad de quince años Paul tuvo un intento de suicidio; algo más tarde fue a parar a un hospital como consecuencia de un trastorno bipolar.

Sin embargo, como en las cuentos de Dickens, donde los personajes principales obtienen lo que se merecen, Paul tenía un talento: le gustaba escribir. Descubrir y aferrarse a ese don fue el talismán que lo rescató del infierno.

Alentado por un profesor del instituto se convirtió en editor de la revista escolar. Más o menos por la misma época ganó un certamen literario, y poco después, a los dieciocho años, consiguió que Alan Bennett lo apadrinase para vender su primer guión. De allí en adelante las cosas fueron diferentes.

Una carrera enorme

Desde su primera experiencia en televisión a los veintitrés años -con un guión en colaboración para la serie Dramamara-, hasta Shameless -la gran saga de los disfuncionales Gallaghers-, Paul Abbott construyó una impresionante carrera, que entre otras cosas incluye las miniseries Reckless y Touching Evil, además de Clocking Off y el thriller político State of Play.

El momento bisagra de su trabajo profesional fue en 1994, cuando escribió algunos episodios y produjo la segunda temporada de la gran serie de culto Cracker. Además del reconocimiento, la serie le aportó una experiencia fundamental en el oficio.

Shameless. “El proceso de supervisar la gestión de un programa, llevar un presupuesto detallado de actores y de extras, me enseñó mucho más acerca del carácter práctico de la televisión que cualquier otra cosa que había hecho hasta entonces”

Hasta que llegó Shameless (o "The Simpsons en ácido”, de acuerdo a la definición de David Threlfall, papá Gallagher en la ficción), y Abbott se consagró definitivamente como uno de los grandes autores de la televisión actual.

Shameless, aparte de reflejar la vida de la clase obrera británica, es también, como se dijo, un retrato de la infancia y de la juventud del autor. La maravillosa historia de cinco hermanos abandonados por su madre, que padecen a un padre adicto y patético, pero que sin embargo están vivos y, a su manera, son héroes, de verdad.

“Mi padre nunca fue como Frank, ¡pero pagaría porque lo hubiese sido! Muestro a Frank como un drogadicto que le roba plata a sus hijos e incluso llega a romperles la nariz, ¡pero mi padre abandonó a sus hijos y dejó que se muriesen de hambre! Lo único que me reprochó mi padre cuando vio por primera vez Shameless fue: ¿cuándo tuve yo el pelo tan largo? ¡Lo único que lo mortificó fue el largo del pelo del protagonista!”.

Acostumbrado a dar pelea, con la idea de Shameless en la cabeza, tuvo que batallar para que la serie fuera un hecho, “porque no es la clase de televisión a la que los ejecutivos están acostumbrados”, definió en su momento.

Su intención era hacer una comedia que a la vez tuviera verdad emocional. La quería realizar a partir de un mundo que conocía de cerca. Le salió una obra maestra.

Dueño de una voz propia y genial, muerto mil veces y resucitado otras mil, hoy Paul Abbott tiene cuarenta y nueve años, vive tranquilamente en Manchester, junto a su esposa y sus dos hijos, y –por suerte para nosotros- ha sobrevivido para contarlo.

Hombres de TV
que hacen cine

Los mejores creadores, guionistas y directores de la televisión actual, también metieron sus manos en el celuloide. Con suerte dispar.
ESPOILER - 29 de abril, 2009
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Como es sabido, a este blog entra mucho fanático televisivo que no mira cine desde la época de Chaplin; por eso es buen momento para recordar (con ternura) que no hace mucho había gente que contaba historias de 120 minutos en las pantallas gigantescas de las salas.

Si señor. En homenaje a aquellos tiempos de oscuridad y palomitas, hoy vamos a revisar un grupete de películas en la que han tenido que ver algunos de nuestros creadores favoritos de series. Películas escritas o dirigidas por muchachos que se hicieron famosos en la televisión.

Nothing Is Private (Towelhead), de Alan Ball


Drama, 2006 | Después de la maravillosa American Beauty (guionista), el creador de Six Feet Under y True Blood regresó al cine con esta historia hipnótica y seductora, basada en una novela de Alicia Erian. La película es la ópera prima de Alan como director, y vuelve sobre uno de sus temas predilectos: el sexo, esta vez desde la mirada de una adolescente de trece años en pleno florecimiento hormonal. La protagonista se llama Jasira, y es una especie de Lolita tironeada entre dos culturas antagónicas (padre libanés, madre americana) capaz de volver locos a los hombres maduros que la rondan. Muy recomendable para un domingo aburrido.

Charlie Wilson's War, de Aaron Sorkin


Drama, Biografía, 2007 | La historia transcurre en los años ochenta y está basada en un libro que, a su vez, narra hechos reales. El protagonista se llama Charles Wilson, y es un congresista americano que cumple un papel fundamental en la expulsión del ejército soviético de Afganistán. ¿Quién mejor que la mente detrás de The West Wing, o Studio 60, para llevar una historia semejante al cine? La trama mezcla intriga política con un personaje legendario, mujeriego y borrachín. A Sorkin le llevó ocho meses tener terminada la primera versión del guión. Tom Hanks, Julia Roberts y Philip Seymour Hoffman encabezan el elenco. El resultado: regular, regular.

Passengers, de Rodrigo García


Drama, Misterio, 2008 | Esta película es la cuarta en la carrera cinematográfica del hijo de García Márquez. La trama parte de un lugar bastante común: un accidente de avión, y habla de la muerte. Igual que en In Treatment (creador), o Tell Me You Love Me (director), la historia gira en torno a la relación terapeuta-pacientes. En este caso el papel del profesional en cuestión corre por cuenta de una mujer, Anne Hathaway. La película está lejos de alcanzar los buenos momentos que este director nos regaló en la mayoría de sus incursiones en la pantalla chica, pero se deja ver. Repito: aparece Anne Hathaway. Final con giro en el que todo cierra.

Cloverfield, de J.J. Abrams


Acción, Ciencia Ficción, 2008 | El padre de Fringe, Lost y Alias tuvo la idea de esta película en Japón, después de ver muñecos de Godzilla en una tienda de juguetes. Abrams, que ya había dirigido para el cine Mission: Impossible III, se ocupó de la producción del film, a través de su compañía Bad Robot Productions. Fiel a su costumbre, todo se realizó bajo estricto secreto de sumario, incluido el casting. La película se rodó en formato digital y con cámaras de mano, y está repleta de efectos especiales y golpes de efectos. Para los ojos el resultado es muy bueno, pero la historia es tirando a mala. Para más inri, hay noticias de una posible segunda parte.

Sour Grapes, de Larry David


Comedia, 1998 | La única incursión de Larry David en la pantalla grande como director y guionista es esta comedia de 1998, muy por debajo de sus dos obras maestras de TV: Seinfeld y Curb Your Enthusiasm. La película guarda con sus realizaciones televisivas el mismo patrón estructural: parte de una pequeña anécdota que se ramifica a límites extremos. En este caso, el tema central es la obsesión por el dinero, contada a través de la relación de dos primos que se resisten a compartir el botín ganado en un casino. Si bien la historia fue un fracaso en la carrera de David, merece la pena verla, aunque más no sea como curiosidad antropológica.

El hijo de la novia, de Juan José Campanella


Drama, Comedia, 2001
Apelar a los sentimientos del doctor Gregory House no es tarea fácil, pero cuando hay que hacerlo, lo llaman a Juan José Campanella, un especialista quirúrgico en la materia de tocar fibras íntimas sin caer en el fango de la sensiblería. Director de Law & Order y algún episodio suelto de 30 Rock (y también creador de la maltratada Vientos de Agua), Campanella dirigió esta hermosa película, bajo los mismos parámetros. La historia de un hombre cansado, frustrado y deprimido, y de un padre que sólo quiere cumplir el viejo sueño de su mujer —enferma de Alzheimer— que es casarse por iglesia.

Running with Scissors, de Ryan Murphy


Drama, Comedia, 2006
Del realizador de Nip/Tuck, esta película está basada en el libro del escritor Augusten Burrough. El film destila humor negro y situaciones disfuncionales, por donde se mire. Narrada a través de los ojos asombrados de un adolescente de los años setenta, la historia es una comedia vertiginosa que incluye padre alcohólico, madre con un trastorno bipolar que sueña ser poeta, psiquiatra excéntrico y una familia muy particular. Excelentes actuaciones por parte de Anette Bening, Gwyneth Paltrow y Alec Baldwin. ¿La peli? Un poco oscura, un poco larga, pero recomendable.

Por supuesto que hay más, por supuesto que hay mejores.

Cuando en un rato ustedes empiecen a despreciar esta lista con insultos barriobajeros, con amenazas de muerte, etcétera, y propongan otras películas "que no pueden faltar en ese listado", hagan el favor de poner enlaces a descarga. Que las quiero ver, a todas, el fin de semana.

Alan Ball, tema:
la muerte

Una entrega más de Grandes Creadores de televisión. Hoy le toca el turno a Alan Ball, el papá de Six Feet Under y True Blood. Nuestro Alan.
ESPOILER - 11 de marzo, 2009
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Alan Ball, el único creador de TV que salvaríamos de un edificio incendiado donde estuvieran carbonizándose todos los guionistas del mundo, nuestro querido Alan, vino al mundo un 13 de mayo de 1957 en Atlanta.

Hijo de Frank, un inspector aeronáutico, y de Mary —ama de casa—, asistió a la universidad de Georgia y obtuvo una maestría en teatro y escritura. Pero fue en Nueva York, muy, muy joven, donde comenzó a escribir comedias teatrales que no pasaron desapercibidas.

Entonces, saltó a la televisión. Lo hizo como creador, guionista y productor ejecutivo de la serie Oh, grow up. También fue guionista y productor de Cybill y de Grace under fire. Allí descubrió la tiranía de la tele: sus guiones eran cambiados y reescritos constantemente, y esto le produjo una enorme frustración. Abatido, hastiado y con angustia, se puso a escribir por su cuenta.

Lo hacía cuando llegaba a su casa del trabajo, a la una de la madrugada. Lo hizo durante ocho meses en los que descubrió que escribir enojado le sentaba bien. El resultado fue American Beauty, un lúcido ensayo sobre la familia y la muerte.

Porque Alan Ball, el único guionista norteamericano de televisión al que le prestaríamos dinero en efectivo en el hipotético caso de que lo necesitara, nuestro Alan, narra siempre historias donde hay familias y hay muertes.

Con ese guión, que su agente vendió en apenas una semana, la vida de Alan dio un vuelco rotundo. El Oscar y el Globo de Oro al mejor guión original le abrieron las puertas de todo lo que vendría después. “Tenía a los personajes de la película y a su mundo metidos en la cabeza desde hacía mucho tiempo —diría Alan—, y sólo lo escribí porque parte de lo que haces en una serie de televisión te divorcia de la conexión emocional con tu trabajo. En la tele, rodando un episodio nuevo cada semana, parecen de usar y tirar”.

Entonces, con el reconocimiento, llegó Six Feet Under, una novela filosófica narrada en cinco temporadas que, por primera vez, consiguió el milagro de emparentar la televisión con la buena literatura. Un ensayo monumental y enorme sobre la muerte, no sólo de los otros, sino también de la propia. Pero también la historia de una familia, los Fisher, que conviven con el amor, la locura y la desesperación. Es imposible olvidar el último episodio; un final que nos dejó días enteros, a algunos incluso varios meses, babeantes y sin reaccionar. Posiblemente, el mejor final que la televisión ha emitido nunca.

“El final fue un auténtico duelo para todos los que participábamos —dice Alan, nuestro Alan—. Durante los últimos meses de producción hubo lágrimas y el equipo sentía que realmente estaba perdiendo algo. Fue como un duelo colectivo para todos nosotros”.

Otra características de Alan Ball, el primer creador televisivo que escogeríamos para que juegue en nuestro equipo si se hicieran torneos de fútbol entre actores y guionistas, nuestro Alan, es la de construir grandes personajes homosexuales, como el inolvidable Dave de Six Feet Under. Tal vez por ser él mismo un homosexual sin prejuicios, muchos lo consideran un emblema de este colectivo en el mundo del espectáculo. De allí que los seguidores de su obra hayan visto un paralelo entre este detalle privado y el tema de su segunda obra: True Blood.

¡Ah, True Blood! La historia transcurre en un pueblo perdido del sur de Estados Unidos, donde los vampiros, los “raros”, conviven entre la gente común. Otra vez el tema de la muerte, pero con las variaciones del caso. Por suerte, los hombres de colmillo cuentan con sangre sintética, un invento japonés con el que pueden sobrevivir sin necesidad de matar. Sin embargo hay algunos que se negarán a renunciar al placer que proporciona la irresistible desnudez de un cuello. Alan Ball, el último en la lista de guionistas o creadores a los que mandaríamos a la hoguera si fuésemos unos inquisidores o unos fascistas hijos de puta, se encargó de derribar todo paralelismo de este gótico sureño con el tema gay.

“Lo que me gustó de los vampiros es que es un metáfora muy fluida —dice Alan, nuestro Alan—. Por un lado, pueden servir como símbolo de cualquier grupo minoritario al que se le teme, ya sean afroamericanos, homosexuales, incluso los inmigrantes hace unos años. Pero también pueden ser un símil de una sombra, una organización secreta que si no encuentra una forma de conseguir lo que quiere, te matará. Y en ese sentido puede funcionar como una metáfora de la administración Bush, por ejemplo, o de Al Qaeda”.

Hay por lo menos dos temas recurrentes en la obra de Alan Ball: uno es la familia; el otro, la muerte. Nada demasiado original, dicho así, porque en casi todas las historias —desde la Biblia hasta Los Soprano— las dos cuestiones suelen estar presentes. La diferencia, siempre, es y será la mirada. En esta caso puntual, la mirada de Alan Ball, nuestro Alan.

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