Sección 'Little House on the Prairie'
La familia Ingalls:
una vida en la pradera
Hasta cierta edad nuestra cabeza es una zona sin conquistar, como el oeste americano en el siglo diecinueve. Un desván vacío, virgen y puro, que con los años se va llenando de cosas. Si hablamos de tele, los Ingalls fueron de los primeros colonos que llegaron a mi cabeza, cuando ésta todavía era un territorio más virgen que Walnut Grove. Venían de Wisconsin, en carreta. Yo tendría unos diez años cuando los vi por primera vez. (En Argentina la serie se llamó La Familia Ingalls; aquí en España mantuvo su nombre original: Little House on the Prairie, La pequeña casa de la pradera.)
Los Ingalls llegaron y se instalaron en su casita rústica, humilde y acogedora. Al principio eran cinco: papá Charles, mamá Caroline y las tres hermanitas, Mary, Laura y Carrie. Después la familia creció y se sumaron nuevos integrantes: Grace, Albert, Cassandra y James.
La vida de los Ingalls estaba plagada de sacrificios y problemas de todo tipo: pobreza, mudanzas, sufrimiento, enfermedades, incendios y otras desgracias. Entendimos el mensaje: los tiempos de la epopeya norteamericana no habrán sido fáciles para nadie. Los Ingalls tenían que forjar una nación, multiplicarse y crecer. Y qué mejor que hacerlo bajo las leyes del melodrama, y dejarnos al final un mensaje positivo sobre la vida. Una linda moraleja.
La historia no oficial
Sin embargo, según dicen, la casa de la pradera tenía un sótano —un lugar que nunca vimos— donde se ocultaban todas las miserias que no salían al aire. Cosas malas, que a los custodios de la verdad ahora les encanta sacar a la luz.
De grandes supimos, por ejemplo, que la historia en la que está basada la serie —sobre una chica que realmente existió y que también se llamaba Laura Ingalls— no tuvo nada que ver con la que vimos por televisión. La original es mucho más dura que la versión televisiva, que fue amoldada para convertirla en un mito fundante, patriótico y americano.
También supimos que papá Charles, Michael Landon en la vida real, estaba casado pero tenía una amante que contradecía los mismos principios que él defendía en la ficción. Por lo menos en algo era coherente: la amante era Karen Grassle, la actriz que hacía de Caroline, su esposa en la pradera.
Para el personaje de Carrie, por ejemplo, Landon empleó a las gemelas Lindsay y Sidney Greenbush, porque la ley impedía que los menores trabajaran mucho. Con dos chicas iguales, el turno de una sola actriz estaba asegurado. Pero cuando los padres reales de las hermanitas pidieron un aumento, después de un bello capítulo protagonizado por ellas, Landon se lo negó y Carrie misteriosamente dejó de crecer. Siempre se mantuvo chiquita, y casi no conocimos su voz.
También hubo plagios; al parecer frases y capítulos calcados de Bonanza, serie que, además de actor, también lo tuvo a Landon como escritor y director.
Un final explosivo
En 1982, cuando Michael Landon dejó la serie, la historia no se detuvo. El rol protagónico se trasladó a Laura (Melisa Gilbert), ya casada con Almanzo, y a su descendencia: los Carter. Pero como nadie los veía, la NBC volvió a llamar a Michael, esta vez para que le diera un cierre definitivo a la saga.
El capítulo final es imborrable. Un hombre del gobierno llega a Walnut Grove con la noticia de que las tierras tienen dueño, y que deben ser desalojadas de inmediato. La gente, dócil, resuelve fundar otro pueblo no muy lejos de allí. Pero antes de abandonar el lugar y dejar sus casas, su historia entera y todo su esfuerzo en manos de un desconocido, decide dinamitar lo que construyó.
En esa última escena vemos a los vecinos de Walnut Grove —al señor Edwards, a Nels Oleson, al doctor Baker, al reverendo Alden— reunidos como en un funeral. Todos lloran mientras sus casas explotan en miles de astillas. Pero además de los personajes también lloran los actores, que al mismo tiempo están viendo volar por el aire el lugar en el que vivieron durante diez años, las casas que también formaron parte de sus vidas.
Las malas lenguas aseguran que el final fue así porque Michael Landon se negó a desmantelar el plató, como estaba previsto, y reescribió el guión del último capítulo para que nadie, después de él, pudiera utilizar los mismos decorados.
No sé, por mí pueden decir lo que quieran; nada va a arruinar ese final. Los Ingalls, después de colonizar mi corazón fértil, convivieron conmigo largos años; y ahora que lo observo un poco —tras nueve temporadas, cuatro telefilms e incontables repeticiones— todavía están presentes en mí, en las cosas de todos los días.
Por ejemplo a veces, cuando me despierto por la noche con ganas de ir al baño, pienso: “qué bueno tener el baño adentro de casa, no como los Ingalls, que tenían que mear en el rocío”. Cuando veo en la tele a dos personas hablando en la cama me acuerdo de esa cosa blanca que comían, de un pote, Charles y Caroline antes de dormir. ¿Era pochocho? Y si veo a un hombre mayor vestido en forma ridícula —a veces puedo ser yo mismo en el espejo— se me viene a la cabeza la imagen de Charles en camisón, inconsciente de lo mal que le quedaba.
La historia de esa familia está viva en mi memoria, mucho más que la de un montón de personajes de series cercanas en el tiempo; series probablemente mejores, pero olvidables... Es más: conozco mejor a los Ingalls que a la mayoría de la gente con la que me crucé en la vida. Sé a qué precio vendía los huevos el señor Oleson, cuánto costaba la biblia del reverendo Alden y todo lo que estimaba Charles al señor Edwards. Sé cuándo le cambió la voz a Albert y en qué capítulo le crecieron las tetas a Laura. Me acuerdo con estrés de Mary en la competencia estatal de matemáticas y no me olvido de los pasteles horneados por Caroline.
Me acuerdo de todo, incluso de Jack y de Bandido como perros que alguna vez acaricié.