The Big C
The Big C, la serie imprescindible
Yo ya dije muchas veces que soy maricón y que lloro con las cosas de la tele. Lo que ocurre es que llorar es una forma de decir: lo que hago es ponerme triste o conmoverme, y se me humedecen los ojos un poco, etcétera. Debería haber una palabra para eso, no es llorar. Es un mariconazgo muy sutil.
Lo que me pasó con The Big C, en cambio, fue llorar del verbo bebé. La última escena de la primera temporada me provocó un llanto hijo del berreo, con puchero, moco y estertores.
Estuve media hora llorando y pegando pataditas hasta que tuvo que venir mi señora esposa a traerme un vaso de nesquick tibio.
Una bestialidad muy grande, The Big C.
No escuché a mucha gente por aquí, ni en la vida real de mi entorno, hablar mucho de esta serie. Pasó más desapercibida de lo que se merece.
Es posible que el tema que toca, el cáncer, sea un poco complicado de digerir. A priori yo le tenía ganas a la trama, pero también es verdad que un algo oscuro me trababa la emoción. Esa cosa horrible, la gran C, la gran puta.
Pero cuando la serie empezó, hace trece episodios, se iluminó la casa. Todos los personajes me resultaron luminosos y claros. Sobre todo ella, a quien ya dije que amo y a la que ahora le confirmo mi amor.
Laura Linney es mi nueva María Luisa Parker. (Soy un idiota, tendría que haber cambiado a Nancy por una fantasía más joven, no por otra cuatro meses más vieja. Las dos, Laura y María Luisa, son cosecha 64.)
Laura Linney dotó a la primera temporada de The Big C de algo mágico: credibilidad. Por alguna razón le creemos cada palabra, cada intento de optimismo, cada quiebre emocional, cada golpe bajo. De ningún modo nos resulta extraño que otros hombres, más jóvenes y más sanos, se enamoren de ella, moribunda, mientras atravesamos la historia.
Nos creemos a su hermano vagabundo. Nos creemos a Marlene, la vecina vieja y loca. Y al marido gordo y confundido, y a la amiga frívola. Nos creemos al insensible hijo adolescente, al que querríamos cagar a patadas en el culo durante doce episodios, y al que necesitaríamos abrazar en el episodio trece.
Únicamente no me creí al personaje que interpreta Gabourey Sidibe (la gorda negra que ganó un Oscar por Precious, y a la que no le encuentro la gracia). Todo lo demás, incluido al secundario Idris Elba (que no aparece en la foto), fue magnífico.
The Big C es una serie que, además de recomendable, resulta necesaria. Hay que verla. Hay que verla con los hijos si es posible, aunque duela.
Cuando vi ayer el último episodio corrí a buscar si habría segunda temporada, porque (para mi gusto) tendría que haber acabado y ya. Es un gran final.
Pero hay. Hay segunda.
No sé si estar triste o estar contento.
Me pasa lo mismo que a Cathy.
Misfits
Cinco superhéroes de mono naranja
El quinteto más incorrecto de adolescentes desviados, aquellos en los que nadie delegaría la menor responsabilidad —mucho menos superpoderes magistrales—, regresó con un episodio piloto alucinante y sin pelos en la lengua.
En otra palabras, volvió Misfits a la televisión británica. Y el niño incorrecto y descarriado que vive dentro nuestro, el Nathan que todos escondemos en las entrañas, se siente feliz.
Hace más o menos un año, la serie de Channel 4 creada por Howard Overman (guionista de Merlin y Hotel Babylon) nos había dejado con un cliffhanger de proporciones tarantinescas. ¿Lo recuerdan?
Pero mucho más que eso, que si nos ponemos un poco serios es lo de menos, Misfits nos había presentado a un nuevo paladín para sumar a nuestra repisa de superhéroes catódicos: el actor Robert Sheehan, nuestro querido Nathan; más que actor, un amigo.
Miren qué preciosa criatura:
Misfits cuenta la historia de un grupo de adolescentes británicos, mejor dicho: de cinco delincuentes juveniles obligados a realizar servicios comunitarios, que tras una fulminante tormenta eléctrica adquieren poderes sobrenaturales.
Oír pensamientos ajenos, volverse invisible, erotizar al prójimo a niveles demenciales, hacer que el tiempo retroceda o simplemente poseer el don de la inmortalidad son las capacidades que el prodigioso temporal repartió entre nuestros queridos muchachos.
Durante la primera temporada los vimos lidiar con sus nuevos atributos, y sobre todos padecerlos. Pero ahora, en esta nueva etapa que comienza, después de haber dejado detrás varias batallas y algún que otro cadáver, está claro que los chicos ya no son los mismos que eran.
A Alisha (Antonia Thomas) se la ve más tranquila; Simon (Iwan Rheon) abriga esperanzas de adaptarse al mundo real, Kelly (Lauren Socha) puede que haya madurado un poco, y Curtis (Nathan Stewart-Jarrett), el joven atleta al que una noche de excesos le frustró la carrera, acaso encuentre una salida. A todos, de alguna manera, se los ve distintos.
A todos, menos al encantador y simpático Nathan, más incorregible y egocéntrico que nunca: sobre todo ahora que se sabe inmortal.
En el primer episodio de esta segunda entrega, los superhéroes de mono naranja tienen que lidiar con un enemigo muy peligroso. Nada menos que con un cambiaforma. Nota al pasar: recordemos que la fatídica tormenta cayó sobre otras almas desconocidas, y en todas ellas también diseminó maravillas.
La presencia del cambiaforma no es un guiño a Fringe, como cabría suponer, sino que se trata de un homenaje explícito a otra serie de ciencia ficción: la mítica Star Trek, Deep Space Nine, en la que aparece una raza de mutantes con esta misma y extraña virtud.
Pero esto no es todo. Mientras la policía pisa los talones de los cinco protagonistas, otra trama horizontal se abre en la esperada premier: la presencia de un personaje misterioso, un sujeto enmascarado y veloz que conoce los secretos mejor guardados de nuestros amigos, y que los acecha desde la oscuridad total o desde las alturas, vaya uno a saber por qué.
¡Pero qué nos importa!
Volvió Misfits, con una nueva temporada de seis episodios. Eso es lo único que vale. Y nuestro niño interior, el mismo que bostezó tres veces con el piloto de No Ordinary Family, repito, ahora se siente feliz.
Weeds
Final de temporada
para Weeds
Mañana acabará la sexta temporada de Weeds, con un episodio llamado, convenientemente, Theoretical Love Is Not Dead. Y uno se pregunta: ¿cómo será ese final si ya el episodio doce, emitido la semana pasada, parecía el final, y no sólo de la temporada, sino de la mismísima serie?
Por suerte, el derrotero de la familia Botwins, o mejor dicho de los Newman, no se acaba aquí: porque esta descomunal serie de Showtime regresará el año que viene, como Dios manda.
Hay que decir que, en más de un espectador, Weeds viene despertando sensaciones encontradas. No a todo el mundo conforma la serie de Jenji Kohan, sobre todo a partir de la cuarta temporada. La gente señala que ha sufrido un bajón notable, protesta porque de aquel tiempo a esta parte la trama se viene estirando como chicle, y se queja porque nada es lo que era.
¡Bastardos! ¡Dejen de gemir!
Esta serie es una de las pocas que mantienen un hilo narrativo concentrado. Es complicadísimo emitir seis temporadas completas y que cada personaje asuma su rol de crecimiento sin fisuras. El episodio doce tuvo muchos guiños a los espectadores históricos: la mención de Celia Hodges, la terrible presencia de Judah, el esposo muerto al que sólo conocemos por fotos, y, sobre todo, ese intento de confesión de Nancy frente a una grabadora, en la que dice su nombre, sonríe y parece que comienza a contar su historia desde el día uno.
Nada de eso. Las cosas están peor que nunca, como siempre parece ser al final de cada temporada. Acaba de aparecer otra vez Esteban, el gran enemigo de los Botwin (que, por contrapartida, es un buen amigo de Espoiler) y la tensión que se respira parece no tener solución.
¿La tendrá? ¿Conseguirá la familia escapar otra vez y continuar con su escapada rumbo norte? No importa. Cada segundo de Weeds es intenso y emocionante. Ver otra vez a Doug en Agrestic (perdón, Re-Grestic) con su ex mujer casada y feliz, no tiene precio.
Weeds sigue viva y coleando: y los Botwins, o mejor dicho los Newman, regresarán la temporada que viene con trece nuevos capítulos que comenzaremos a ver en agosto de 2011. Será una de las series más longevas de la factoría Showtime.
El episodio final fue escrito por la mismísma Jenji Kohan, la creadora. A propósito, en breve Jenji estrenará nueva serie junto a Chris Offutt. Se trata de Tough Trade, una historia que esperamos con ansiedad.
Describirá la vida de los Tucker, una familia muy disfuncional de Nashville cuyos integrantes se dedican al negocio de la música country: abuelo, padre e hijo, enredados en problemas con el alcohol, las drogas y el dinero. ¡Qué belleza! Lo bueno de todo esto es que la serie contará con Sam Shepard, que encarnará al patriarca del clan.
Pero mientras eso ocurre, seguimos teniendo Weeds. La enorme serie corta que parece larga. Y con una Nancy que no envejece, que sigue siendo la mujer de la que nos enamoramos hace, ahora, seis temporadas.
The Walking Dead
¿Puede un zombie
donar sus órganos?
Hablé de The Walking Dead la semana pasada, y lo cierto es que no pensaba volver al tema hasta el final de la primera temporada. Pero después de ver el episodio de esta semana, Guts, tengo la necesidad de compartir al menos una inquietud con ustedes.
Voy a comentar una escena en particular. Aviso que habrá leves espoilers, nada del otro mundo, pero necesarios para entrar en tema con cierta propiedad. Quien aún no haya visto Guts, puede regresar más tarde.
Hay una escena en el episodio de marras que comienza alrededor del minuto veinticinco. Muchos ya sabrán a cuál me refiero. El protagonista, vale decir el policía Rick Grimes (Andrew Lincoln), está atrapado junto a un grupo de supervivientes en un edificio rodeado de zombies. Salir vivo de allí es complicado. Pero a Rick se le ocurre una idea.
Sabemos que los zombies son capaces de distinguir a los humanos, entre otras cosas, por el olor. El plan de Rick, en pocas palabras, consiste en untarse el cuerpo con tripas, órganos y demás restos extraídos del cadáver de un zombie, para luego mezclarse entre ellos sin ser detectado. Una idea arriesgada, tanto para los protagonistas como para la buena salud del guión.
El descuartizamiento del cadáver es difícil de seguir con los ojos abiertos, pero esto no es lo peor. Lo raro ocurre unos segundos antes, cuando el policía —en un rapto de sensibilidad extrema— se pone a hurgar en los bolsillos del zombie, saca una cartera y busca su nombre en el permiso de conducir.
Sabíamos que The Walking Dead sería una historia más humana que las típicas películas del género, y que estaría basada en los personajes y no sólo en su lucha por sobrevivir a la plaga de muertos vivientes. En efecto: aquella cosa asquerosa, antes de ser un zombie, tenía nombre y apellido.
Se llamaba Wayne Dunlap, y era tan humano como este señor. Había nacido en 1979, vivía en Georgia. Probablemente, reflexiona Rick, antes de la mordedura final era alguien que solía preocuparse por las facturas, el alquiler, el Super Bowl... En suma: un tipo normal. Cuando el policía está a un paso de descuartizarlo para embadurnarse con su sangre y colgarse sus vísceras en el cuello, alguien agrega un dato crucial: Wayne también era donante de órganos.
El chiste está bien, supongo, aunque a mí me haya agarrado totalmente desprevenido. Y si no ha sido un chiste, ¿entonces qué fue? ¿Un toque bizarro? ¿Una marca de ironía? ¿Eso quiere decir que la serie, en adelante, puede ser capaz de tomar estos caminos? Probablemente los amantes del cómic original tengan la respuesta. Y si la tienen, avisen.
Pero a mi, esa única línea del guión —sin mencionar otras cuestiones muy puntuales del episodio, en las que no voy a ahondar— me llena de preguntas respecto del rumbo que tomará The Walking Dead de aquí en adelante, sobre todo ahora que acaba de ser confirmada la segunda temporada.
Pero tranquilos. Después del arranque soberbio que tuvo la serie, el bajón del segundo episodio se puede llegar a entender. Eso sí: evitemos los chistes oportunistas, por favor. Me sacan de ritmo.
Bored to Death
No me gusta el narigón de Bored to Death
Ya es definitivo: me hice viejo. Lo intenté con todo el alma, pero no puedo comprender por qué a la gente joven le gusta Bored to Death, ni qué tiene de interesante Jason Schwartzman, el muchacho de nariz prominente que protagoniza la serie.
Hacerse viejo es que algo se ponga de moda y uno no lo haya visto venir. Jason Schwartzman llegó así a mi cabeza. Cuando entró, ya era famoso.
Me dicen mis amigos más jóvenes que pertenece a una familia especial: es hijo del productor Jack Schwartzman y de la actriz Talia Shire; muy bien. También parece ser sobrino de Francis Ford Coppola, y por tanto primo de Sofia Coppola, de Roman Coppola y de Christopher Coppola. Como si esto fuera poco, también es primo de Nicolas Cage.
Las fiestas de Navidad de esta gente deben de ser muy divertidas. Pero yo a Jason Schwartzman, así, sin parentescos ni galardones de sangre, no le veo la gracia.
El pelo demasiado lacio, los gestos demasiado parecidos. Es como una nueva versión, edulcorada, de Gilligan.
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El otro día me compré la New Yorker (el app para iPad) y aparecía él con un video inicial. Ahí descubrí que es también un personaje querido por los progres.
Más tarde, en el metro, vi a unos adolescentes con esa ropa tan rara que llevan ahora, en donde los pircings son más grandes que los calzoncillos. Y uno de ellos hablaba de el último gag de Bored to Death y todos los demás reían.
No entiendo Bored to Death. No sé por qué HBO pone eso al aire. No es que sea una serie mala (de ningún modo lo es), el problema es que no la entiedo.
Me hice viejo. Digo frases como “los adolescentes en el metro”. Me parece que ya pasó mi edad de ser crítico de series de televisión.
De repente, me siento mucho más capacitado para criticar a la juventud.
In Treatment
Regresó un clásico, volvió In Treatment
Quizá sea verdad que para los argentinos, los judíos y los neoyorquinos esta serie es algo más que una serie. No sé muy bien qué pensarán de ella, pongamos, los murcianos que nunca han visto de cerca a un psicólogo, ni son amigos de uno, ni saben de qué se trata ese asunto a nivel personal.
Nosotros, los argentinos, vamos al psicólogo casi como los españoles van al bar. Porque sí. Y entonces esta serie, para nosotros, es como para ustedes Cheers. Algo reconocible.
La mano en la sien, la cabeza inclinada, los ojos en lontananza del psicólogo de In Treatment es un gesto que hemos visto muchas veces, y sabemos entonces que la serie es real. Que así es como ocurre. Y por eso la amamos.
Por eso entonces lo digo con efusividad: ¡El doctor Paul Weston —junto con sus atribuladas, pequeñas y heroicas batallas diarias— ha regresado a nuestras rutinas semanales! Repitan conmigo, una vez más: ¡Alabado sea Freud!
En esta nueva temporada de In Treatment, que tendrá en total cuarenta y tres episodios —ocho más que la anterior— estamos conociendo a tres nuevos pacientes, amén de la nueva terapeuta de nuestro querido Paul (Gabriel Byrne).
Como ya es un clásico de Espoiler, presentemos en sociedad a nuestros nuevos amigos.
Bienvenidos a la consulta
Sunil (Irrfan Khan). Tiene un hijo Arun (Samrat Chakrabarti) y una nuera bastante arpía cuyo nombre es Julia (Sonia Walger). Acaba de llegar a la ciudad de las luces desde la India. Ha perdido a su mujer y no puede adaptarse a la cultura occidental.
Frances (Debra Winger). Inolvidable en la lacrimosa Terms of Endearment, junto a Shirley MacLaine. Aquí se pone en la piel de una acriz que, de golpe, no puede memorizar sus parlamentos para una obra de Broadway. Su hermana ya fue paciente de Paul.
Jesse (Dane DeHan). Interpreta a un muchacho de diecisés años, homosexual, al que le gusta la fotografía, y que padece déficit de atención.
Adele (Amy Ryan). El psicólogo está teniendo problemas para dormir, y necesita un profesional que le recete una medicación para el insomnio que lo aqueja. Entonces acude a Amy, a quien considera una joven inexperta. Pero ella lo va a sorprender.
Ahora In Treatment está huérfana de madre: ya no cuenta con el apoyo de los guiones de BeTipul, el formato israelí original en el que se basa esta obra maestra del enorme Rodrigo García, y que sólo contó con dos temporadas en pantalla. Pero, la verdad sea dicha, la criatura ha crecido muy bien al otro lado del mundo y puede caminar solita.
Está dicho: no hay nada que afecte a In Treatment, una historia silenciosa y de perfil bajo, llamada a convertirse en uno de los grandes clásicos de la época dorada de la televisión del mundo. Bueno, del mundo no.
Pero sí entre argentinos, judios y neoyorquinos.
The Walking Dead
Un piloto visceral
y muy prometedor
Los minutos iniciales de The Walking Dead, la serie de AMC basada en el comic creado por Robert Kirkman, son toda una declaración de intenciones.
Como mínimo, la secuencia de apertura nos deja un par de cosas en claro: que la historia se narrará sin dilaciones —nada de "me tomo el tiempo necesario para preparar a los espectadores", por ejemplo—, y que tampoco admitirá concesiones a la hora de provocar los efectos buscados: lo prueba la inocente niña rubia que, en los minutos iniciales, vemos deambular entre los coches abandonados.
Torsos mutilados reptando sobre el césped, arrebatadas orgías de tripas y de sangre, zumbidos de moscas sobre cadáveres en descomposición y otras cosas por el estilo, no menos inquietantes, son algunas de las imágenes que condimentan el piloto de The Walking Dead.
No es una serie recomendable para personas sensibles, es cierto. Pero la verdad, pese al escaso interés que me despiertan esta clase de historias, el primer episodio me pareció, en una sola palabra, espectacular.
Repasemos brevemente el argumento. Después de ser alcanzado por el disparo de un delincuente, el policía Rick Grimes (Andrew Lincoln) regresa de un coma profundo. Está tendido en la cama de un hospital silencioso, vendado y lleno de cables.
Las primeras señales que le devuelve el mundo real son perturbadoras: un ramo de flores muertas sobre la mesa de noche, y en la pared lateral las agujas de un reloj detenido. Nada, comparado con lo que está por venir. Porque el pobre de Rick enseguida descubrirá que acaba de despertar en un mundo plagado de zombies hambrientos, una verdadera pesadilla postapocalíptica que —a efectos dramáticos— no tardará mucho tiempo en asimilar.
Por suerte o por desgracia, de acuerdo a cómo se mire, su esposa e hijo no están en casa. Sin embargo Rick sabe que ambos siguen vivos, hay detalles en el hogar que lo demuestran, y sale en su búsqueda desesperada. En el camino —trama de los próximos episodios— se unirá a un grupo de supervivientes que intentan encontrar un lugar seguro para vivir.
A grandes rasgos, esto es lo que cuenta la nueva serie de AMC, cuyo debut fue inmejorable: más de cinco millones de espectadores, pasmados y con la boca abierta, siguieron en directo las primeras y espeluznantes escaramuzas de Rick con los muertos vivientes. Impecable.
¿Qué se le puede objetar al piloto? Para mi gusto, nada. Ni siquiera su exceso de clichés, un recurso necesario y admisible en historias que, como ésta en particular, buscan ahorrar prolegómenos para ir a lo que verdaderamente importa: que experimentemos verdadero terror mientras seguimos al héroe por paisajes de pesadilla, sin saber qué aventura horripilante le espera a la vuelta de la esquina.
Impecable, también, la mano del realizador Frank Darabont, y fantásticos los efectos especiales. Una joyita, en todo sentido, con un final no apto para enfermos cardíacos ni mucho menos para personas claustrofóbicas.
Tensión y espanto. Nada mejor para una noche de Halloween.