Sección 'Pocoyó'
Pocoyó: dentro de 50 años,
un clásico universal
“Nos atrae el hecho de formar parte de los recuerdos de nuestros hijos”. La cita es de David Cantolla o de Guillermo García, no lo recuerdo. En todo caso, la frase es maravillosa y pertenece a uno de los padres de Pocoyó, la serie de animación española más internacional de todos los tiempos, que se emite en más de cien países, y a la que considero —por lejos— lo mejor que ha hecho la televisión de España.
No lo mejor que se ha producido para el público infantil, sino lo mejor y más universal. A secas.
Siento mucho que esta recomendación de Espoiler, por una vez, deje fuera al target de lectores sin descendencia pequeñita. Dos recomendaciones para este grupo, antes de que escapen del texto por falta de interés: uno, tengan hijos, porque es fantástico; dos, cuando los tengan, miren juntos Pocoyó. Ahora sí, hasta el lunes.
Hablaré ahora con los lectores que sí son padres.
Necesitaba una buena excusa para conversar sobre esta serie en Espoiler, y ahora la tengo: mañana viernes, a las 8:45 de la mañana, comienza en La 2 la segunda temporada. ¡Bravo! En casa estamos contentos por diversas razones: la primera, que ya nos sabemos de memoria los 52 episodios de la primera edición. Quizás con excepción de Seinfeld, Pocoyó es la serie que más veces vi en la vida adulta. La segunda razón de alegría: nos gusta Pocoyó, con independencia de nuestra hija pequeña.
Nos gusta, sobre todo, Pato. Su malhumor, su forma de eléctrica de bailar, su higiene metódica, su aparente desinterés por lo didáctico. Pato finge no formar parte de una comedia preescolar, él, estoy seguro, cree que actúa en una serie para mayores. No sabe que lo ven niños. Pato es cómplice de los padres.
Durante los siete minutos que dura cada capítulo, el niño y sus padres no ven lo mismo, pero comparten lo que ven con la boca abierta. “Nos atrae el hecho de formar parte de los recuerdos de nuestros hijos”, han dicho sus creadores. Y logran más que eso. Logran comunión creativa entre generaciones diferentes, sutiles puntos de encuentro y de diálogo. Y algo todavía más difícil: logran empatía entre culturas que, en la vida real, están en guerra. Pocoyó es tan universal, tan utópico y de ningún sitio, que produce vértigo.
Quienes hayan visto (aunque sea haciendo zapping) un fragmento de cualquier episodio, conocen de sobra la calidad audiovisual del producto. Blanco, preciso, minimalista y concentrado en los pequeños detalles. La serie ha recibido tantos premios internacionales a raíz de su perfección técnica que, si aparecieran los galardones en los créditos, cada episodio duraría media hora.
No sé por qué (quizá sea por la voz en off) desde el principio Pocoyó me recordó a La Pantera Rosa. Ojalá produzca en mi hija los recuerdos que conservo yo de aquella serie animada de mi infancia. No se trata tanto de las historias, sino de algo parecido a la textura, o a lo sensorial. La cabeza de los chicos pequeños es un taperware extraño que a veces deja escapar la trama pero no la oculta intención de la historia. Y Pocoyó produce, casi todo el tiempo, pequeñísimos instantes de magia.
Me alegra muchísimo que a sus creadores les esté yendo tan bien, además, por fuera de la pantalla. El merchandising se agota cada tres meses en todos los centros comerciales, cada vez más países compran el producto, en octubre saldrá una versión para Nintendo DS, etcétera. Se lo merecen, porque durante tres años han hecho un trabajo excelente, humilde y silencioso.
Repito mis disculpas para los lectores que esperaban una recomendación más acorde a mi edad, pero a veces hay que dejar salir al niño. Así que, para acabar, voy a imitar el grito de Stephen Fry en la versión inglesa, y el de José María del Río en la española:
—¡Bravo por los clásicos infantiles modernos! ¡Bravo por Pocoyó!
¿Y cómo hago para ver esta serie?