Sección 'Six Feet Under'
La madre
de todos los muertos
Ruth Fisher (Frances Conroy) es real. Vive en una casa real y tiene una familia real. La cocina de Ruth es real. Y todo lo que le sucede: sus problemas existenciales, sus preocupaciones de madre, la soledad, las fobias y el amor, todo es de verdad.
Frances Conroy nació en Monroe, Georgia. Es, sobre todo, una actriz de teatro con una larga trayectoria en Broadway y en el off Broadway, donde participó en una producción de Otelo y compartió escenario con Richard Dreyfuss y Raúl Juliá. Más tarde integraría el elenco en obras de autores del tamaño de Arthur Miller, Edward Albee, David Hare y Neil Simon.
En cine no se quedó atrás: trabajó en Manhattan de Woody Allen, The Aviator de Martin Scorsese y Broken Flowers de Jim Jarmusch, entre otras películas.
Luego de su papel en Six Feet Under –por el que fue nominada a un Emmy en la categoría mejor actriz- siguió apostando por la televisión. La vimos en episodios sueltos de ER, Desperate Housewives y How I Met Your Mother. Y ya se anunció que también estará presente en la última temporada de Nip/Tuck.
Alan Ball dotó a los personajes de Six Feet Under de una autenticidad documental. Los retrató con realismo fotográfico, como un científico que observa la vida para sacar conclusiones sobre la muerte, el tema principal y excluyente de esta obra maestra de la televisión.
Y para que esto fuera así supo rodearse de grandes actores. En Six Feet Under no hay uno que desentone. Pero Ruth Fisher, interpretada por Frances Conroy, es inolvidable.
El día que conocemos a Ruth, cuando la vemos por primera vez, es el mismo día en que ella se queda viuda. Su esposo, Nathaniel Fisher (Richard Jenkins), inaugura en el episodio piloto la larga lista de defunciones que se sucederán a lo largo de la monumental historia, y que concluirán, en la quinta temporada, con una última defunción, destinada a cerrar el círculo.
Pobre Ruth. Sus hijos están grandes y ya no la necesitan. Pero igual sigue pendiente de ellos, obsesionada por que se alimenten bien, sean sanos, formen una familia estable y no se droguen. Es imposible hablar de Ruth sin hablar de la relación que esta madre abnegada, por sobre todas las cosas, tiene con sus hijos.
Nate (Peter Keause) es el mayor de los tres. Aunque para las madres todos sus niños son iguales, siempre hay uno que es la debilidad. Nate es la debilidad de Ruth, el hijo pródigo que regresa al hogar, pese a sus verdaderos deseos. David (Michael C. Hall) es homosexual. ¿Cuán responsable es Ruth de que el pequeño David sea el más trastornado de los tres? No lo sabemos, pero se puede calcular. Y finalmente Claire, la hija rebelde, en plena construcción de sí misma. Ruth no la entiende y le cuesta relacionarse con ella.
Ruth sufre por sus retoños, pero también sufre por ella. Está decidida a hacer algo con su vida. Piensa que no es demasiado tarde. En el derrotero por descubrir quién es, se vuelve inocente e infantil, una niña risueña de pelo largo en el cuerpo de una mujer adulta. La comprendemos. Como también entendemos sus dudas y contradicciones internas, cuando vuelve sobre sus pasos porque no es capaz de liberarse del todo.
A partir de la muerte de su esposo empieza la historia de Ruth. Porque después de la noticia, y cuando acusa recibo del golpe, ella descubre una verdad desconcertante.
Hubo un accidente, el coche nuevo está destruido. Tu padre está muerto y el asado se quemó.
Botón de muestra
La frase de aquí arriba se la dice Ruth Fisher a su hijo Dave, en una de las escenas más cautivantes del episodio piloto. Aquí el minuto original (sólo lo encontré subtitulado al portugués):
No hay dudas de que cumplió con sus deberes de madre y esposa, salvo un pequeño desliz que nunca terminará de perdonarse. Lo hizo lo mejor que pudo, como una ama de casa de los años cincuenta. Sin embargo la vida le pasó por un costado y ella, que sólo existió para los demás, ahora no sabe en realidad quién es.
El viaje de Ruth, como el de todos los personajes de la serie, es largo y tiene un propósito. Ser madre, volver al lugar donde todo empezó, probablemente haya sido el suyo.
Es un buen momento para
hablar de Six Feet Under
Hoy tenía pensado escribir un tutorial veraniego, pero un acontecimiento exclusivo de mi nacionalidad (es decir, que no importa demasiado en un medio español) me lleva a estar un poco triste, o más bien, desganado para la broma frívola. Aprovecho, entonces, mi estado de ánimo con nubarrones para conversar con ustedes, por fin, sobre Six Feet Under. Para conversar sobre la muerte.
Claro que escribir sobre Six Feet Under trasciende un poco el plano televisivo. Se trata más bien de hablar sobre una novela filosófica planteada en cinco extensos capítulos audiovisuales. No, no exagero. Cuando recuerdo escenas sueltas de esta serie me ocurre algo novedoso: mi cerebro cree que estoy recordando un libro, no unas imágenesen movimiento. Que estoy recordando un texto inolvidable.
A veces hay aromas tan intensos que parecen sabores. A veces hay amigos que cuentan tan bien un viaje que más tarde, años después, creemos haber estado allí, en ese sitio que nunca hemos pisado. Y también a veces (muy poquitas) hay programas de televisión tan palpables que parecen literatura, que se asemejan al puro y duro texto fatal leído por la noche, con esa hipnosis babeante que te dejan las grandes obras de papel.
Cada capítulo de Six Feet Under comienza con una muerte anónima, singular, precisa y arbitraria. Todas las muertes lo son. Antes de los créditos iniciales, vemos siempre a alguien que está a punto de despedirse de todo lo que conoce. No hay efectismo.
Puede ser una anciana entubada en la cama de un hospital, o la muerte súbita de un bebé de seis días, que ni quiera sabe que está vivo y que se deja llevar sin dolor ni miedo ni recuerdos. O una mujer que decide —en ese segundo de rabia— aplastarle la cabeza a su marido mediocre con una sartén. O un simple resbalón en la ducha. Todas las muertes están llenas de pequeños azares.
Cada uno de estos inicios de capítulo (que nunca duran más de tres minuto) nos acongoja y nos predispone a lo inevitable. Nos ata a la tierra, a la vida nuestra, de la que sabemos muy pocas cosas. Y en los restantes cuarenta minutos la trama te deja con los ojos en blanco.
Six Feet Under es una historia sobre nuestra muerte, la que vendrá, cualquiera sea. Y nos pone el espejo de nuestro futuro en los ojos.
Su creador, Allan Ball, ensaya su propuesta de un modo simple. Nos cuenta la historia de una familia que regentea una funeraria, que se codea con la muerte a diario porque ése es su negocio. Como un panadero amasa su pan por la madrugada, como un carpintero diseña sus mesas, los Fisher maquillan, recomponen y velan a personas que ya no son. Y mientras tanto, les ocurren cosas emparentadas con el amor, la locura y la rutina.
Estas cosas que ocurren en Six Feet Under son pequeñas cosas, nunca grandes epopeyas. La serie está salpicada por silencios y atmósferas, por climas y sobrentendidos. No es una serie que se puede escuchar mientras planchamos la camisa (las hay que sí). Tenemos que estar atentos a los detalles para encontrar la grandeza y la tenacidad del guión. Se trata de un guión paciente, nunca ansioso, que espera agazapado y nos da en la nuca cuando menos lo esperamos. Como la muerte.
No miento si digo (y los lectores que han visto la serie completa me respaldarán) que tras el final de Six Feet Under estuve días enteros como un imbécil, sin poder pensar en otra cosa. Posiblemente es el mejor final que la televisión ha emitido nunca.
La tele (el artefacto 'tele') puede desaparecer del mapa, porque ya ha tenido su broche de oro. Ni siquiera se merecía algo tan digno un aparato que también escupe tele realidad e informativos tendenciosos. Six Feet Under le da a la televisión categoría de teatro griego.
No. No hablaré de cada una de las cinco temporadas, ni de actuaciones maravillosas, ni recomendaré una parte más que otra. Más abajo hay, como siempre, una pequeña ayuda para descargar el pack completo, pero no va de descargas ni de subtítulos el texto de esta tarde. Hoy quería hablar sobre la muerte y su desesperante naturalidad. Del poder majestuoso de la muerte. De su desparpajo y su ironía. De cómo baila, cotidiana y ajena, a nuestro alrededor.
Hay días tristes (hoy lo es, para mí y para mis amigos) en donde ver cuatro o cinco capítulos de Six Feet Under puede ser una excelente receta para reflexionar sobre aquéllos que nos dejan para siempre. Sobre lo que siempre será un misterio, hasta el último segundo: la intensidad de nuestra tristeza cuando se apaga un ser querido con el que desayunábamos a diario.
Agradezco tener entre mis dvds semejante antídoto. Ahora mismo, cuando deje de escribir, me iré a ver el último capítulo de la quinta temporada. Porque sé que me sentiré mejor después de hacerlo. A veces un programa de televisión es mucho más que eso. Es una obra de arte, un paliativo, una forma de hundirse en el “goce de estar triste” y pensar, con espanto, en esas frases desgastadas por el uso. Que estamos aquí de paso, que no somos nada, que todos nos encontraremos, más tarde o más temprano, a dos metros bajo tierra.