Diez años después de que saliera a la luz pública que Irán estaba desarrollando un programa nuclear, ni ha estallado la guerra (salvo la encubierta) ni se ha logrado convencer al régimen liderado por Ali Jamenei de que abandone dicho programa. Por un lado, la posibilidad de un choque militar frontal vuelve a perder fuerza, aunque no se puede descartar en modo alguno. Por otro, como acaban de mostrar en las dos recientes reuniones- una en Viena, en el marco de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA), y otra en Bagdad, con los miembros del Grupo 5+1-, los responsables iraníes se han mostrado como consumados torero de salón, aunque probablemente no sepan ni que tal cosa existe.
Los promotores de las diferentes rondas de sanciones contra el régimen de los ayatolás, con Washington a la cabeza, se muestran tan ufanos que creen haber logrado el regreso a la mesa de negociaciones de la contraparte iraní como resultado de la presión. Sin embargo, existen indicios claros que apuntan en otra dirección. Es evidente que esas sanciones están dañando a una economía sumida en una profunda crisis, aumentando el descontento de una población escasamente entusiasmada con sus dirigentes. Pero también lo es que los iraníes han acabado interiorizando el programa nuclear como una señal de orgullo frente al mundo.
Eso, en otras palabras, significa que las autoridades iraníes cuentan todavía con un significativo margen de maniobra para mantener el rumbo que han trazado con el objetivo de consolidarse como los líderes de Oriente Medio, sin que nuevas sanciones tengan la capacidad para provocar el colapso de la revolución islámica que mantienen desde 1979. Por si esto no fuera suficiente, son también sobradamente conscientes de que las sanciones presentan suficientes resquicios para seguir encontrando clientes para su gas y petróleo y para financiar sus políticas.
Si eso es así, habrá que buscar en otro lado las razones que ha tenido Teherán para retornar a la mesa de ¿reuniones/negociaciones? En esta búsqueda sobresalen dos argumentos. El primero hace referencia al plan iraní para abortar un ataque armado- sea por parte israelí, estadounidense, o de ambos al unísono. Cuenta con que mientras esté sentado a la mesa puede argumentar que está mostrando voluntad de negociar y que, por tanto, no estaría justificado ningún ataque. Cuenta también con que Washington no desea en modo alguno verse empantanado en un nuevo conflicto bélico en la región en plena campaña electoral y que, en consecuencia, la propia administración Obama estará interesada en frenar el apetito belicista que muestra el gobierno de Netanyahu. En todo caso, también debe calcular que esta actitud solo será útil durante un tiempo limitado por lo que o acepta algunas de las exigencias- paralizar el enriquecimiento de uranio y abrir todas las puertas a los inspectores de la AIEA- o habrá arruinado sus opciones tal vez para siempre. Visto así, y dada esa demostrada maestría torera, cabe imaginar que pronto asistiremos a ciertas concesiones iraníes, que parcialmente satisfagan a algunos miembros de la comunidad internacional.
En ese mismo punto se identifica el segundo argumento. Con su mera presencia en la mesa de reuniones- y más aún si cede en algún punto- contribuye a fragmentar aún más una exigencia internacional que no es, ni mucho menos, unánime. Además, le otorga a sus principales patronos internacionales (Rusia, sobre todo) más supuestas evidencias de que la presión diplomática y política es no solo útil sino suficiente para hacer entrar en razón a Irán. Con lo que volvemos al punto anterior: el ataque militar se convierte en una opción muy improbable.
En Rusia, a partir del 16 de junio, podremos asistir a un nuevo espectáculo taurino… aunque ninguno de sus protagonistas lo sepa.