El régimen sirio sale desgraciadamente fortalecido del incidente que supuso el reciente derribo de un avión de combate turco. Ya anteriormente, con la matanza de Hula, quedó claro que la comunidad internacional no está dispuesta a implicarse directamente en la resolución de la crisis que afecta a Siria desde marzo de 2011. En aquella ocasión se limitó a “tomar nota” del asunto, sin mover un solo músculo para demostrar a Bachar el Asad y sus secuaces que al haber cruzado una línea roja tendrían que enfrentarse a una respuesta rotunda. Al no ocurrir nada de eso, el mensaje que recibió Damasco es que contaba con sobrado margen de maniobra para seguir reprimiendo por la fuerza a quienes se opusieran en las calles sirias a sus designios.
Ahora, con la débil respuesta dada al ataque antiaéreo sirio, cabe imaginar que esa percepción se acentúa en la mente de los responsables de un régimen que sigue empeñado en conservar el poder a toda costa. El publicitado despliegue turco de sistemas antiaéreos en la frontera con su vecino sirio no logra ocultar en modo alguno la falta de voluntad- tanto de Ankara como de la OTAN- para ir más allá de lo visto hasta ahora. Las autoridades turcas han intentado, sin mucho éxito, convencer a sus socios de la Alianza Atlántica de que la crisis siria es mucho más que un asunto interno. Todo se ha quedado en declaraciones formales de repulsa (en el marco del artículo 4 del Tratado, que solo plantea consultas; evitando tener que referirse al 5, que constituye el núcleo de la defensa colectiva ante un ataque recibido por uno de los 28 aliados).
Es obvio, que ni Ankara ni la Alianza están hoy en condiciones de implicarse militarmente contra el régimen sirio. Turquía porque no puede asumir en solitario una tarea que sobrepasa sus capacidades. Y otros, como Estados Unidos y los principales miembros de la Unión Europea, porque no quieren empantanarse en un escenario que se adivina mucho más complejo que el de Libia (tanto por ser mayores las capacidades militares del enemigo como por el temor de provocar una reacción de otros actores, desde Irán a Rusia, que aumentaría aún más la dificultad de llegar a una pronta resolución).
En definitiva, tanto unos como otros prefieren seguir adelante con unas acciones que dejan poco menos que al albur el fin de la violencia o el colapso de la camarilla que encabeza el Asad. Todo apunta a que Catar y Arabia Saudí, con una innegable implicación estadounidense, seguirán armando a los llamados rebeldes. Por su parte, tanto Rusia (con helicópteros y la promesa de modernos misiles antiaéreos) como Irán (con miembros del Cuerpo de Guardianes de la Revolución y con medios de inteligencia) y actores libaneses como Hezbolá (con combatientes ya desplegados en territorio sirio) seguirán tomando partido por un régimen que no consideran a punto de quebrarse (las también publicitadas deserciones de algunos pilotos no cambian el desequilibrio netamente favorable a las fuerzas del régimen).
Quien queda identificado como perdedor principal de este orden de cosas es, irremisiblemente, el conjunto de la población siria que ha perdido el miedo al dictador y sigue empeñada en mostrarlo públicamente. A la espera de una ayuda militar que no llega en volumen suficiente para que el Ejército Libre de Siria o cualquier otro actor combatiente sea capaz de enfrentarse en fuerza al poder vigente, la ciudadanía siria está experimentando en sus propias carnes un ejemplo más de lo que significa la realpolitik. ¿Por cuánto tiempo más?