Dando por descontado que en unas horas Palestina se convertirá en Estado observador no miembro de la ONU, no deja de resultar chocante el contraste entre el cúmulo de simbología con el que Mahmud Abbas ha querido rodear su gesto- hoy se cumplen 65 años de la aprobación del Plan de Partición que decidió dividir Palestina en dos Estados y es también el Día Internacional de Solidaridad con el Pueblo Palestino- con el crudo mensaje emitido por Benjamin Netanyahu- “la decisión de la ONU no cambiará nada sobre el terreno”. Aunque eso suponga amargar la fiesta a los cada vez más escasos fieles de Abu Mazen- que quiere hacer creer a su pueblo que esto equivale al inicio de una nueva etapa-, es más realista coincidir con Bibi- entendiendo que la estrategia de hechos consumados que Israel lleva desarrollando al menos desde 1967 conduce inexorablemente a la inviabilidad de un Estado palestino.
Abbas ha llegado a este punto tras haber fracasado en su intento de lograr que el Consejo de Seguridad de la ONU reconociera a Palestina como Estado miembro de pleno derecho (la propuesta, presentada hace ahora un año, ni siquiera se ha discutido) y tras recibir un nuevo bofetón político en torno a Gaza (con la visita del emir catarí a la Franja y el renovado discurso triunfalista de Hamas después de sufrir el ataque israelí). Mucho más que por un mínimo afán de confrontación, Abbas ha dado este paso por pura supervivencia política, intentando no caer en la irrelevancia total. Para ello ha tratado de “engordar” la significación de esta nueva propuesta, como si con su aprobación fuera posible milagrosamente modificar una tendencia que día a día demuestra que Israel sigue decidido a controlar la totalidad de Palestina, apoyado en una abrumadora superioridad de fuerzas (tanto en clave económica como militar y diplomática, con Washington cubriéndole las espaldas).
Aunque nada impide considerar positivo el paso de “entidad”·a “Estado”, resulta infundado suponer que los gobernantes israelíes estén dispuestos a detener sus acciones de castigo colectivo, de construcción del muro que ahoga aún más a Cisjordania, de ampliación de los asentamientos, de asedio a Gaza y, en definitiva, de negación de cualquier atisbo de derechos para la población ocupada palestina. También resulta artificioso el argumento de que con su nuevo estatuto, Palestina podrá ingresar automáticamente en múltiples agencias internacionales que le darán un mayor peso internacional y la aproximarán a su sueño estatal (competencia que recae exclusivamente en manos del Consejo de Seguridad de la ONU, en el que Estados Unidos no tiene reparos en utilizar el privilegio de su veto para evitar que algo de ese calibre afecte a los intereses de su socio israelí). Tampoco resulta sencillo imaginar que Palestina pueda realmente acudir a la Corte Penal Internacional (CPI), sabiendo que esa instancia tiene no solo limitadas competencias sino también limitado margen de maniobra (de tal modo que el Consejo de Seguridad puede bloquear- nuevamente con el veto estadounidense, si fuera necesario- sus investigaciones en cualquier punto de un hipotético proceso contra Israel).
Aún así, asumiendo que la simbología también juega su papel, no deja de resultar indecoroso el comportamiento algunas capitales. Washington no solo sostiene que esta propuesta imposibilita la solución del conflicto, sino que amenaza directamente a Abbas con suspender el envío de ayuda a la población ocupada si finalmente presentaba su propuesta. Tel Aviv tampoco se queda atrás, amenazando con eliminar políticamente a Abbas y con denunciar los Acuerdos de Oslo (que dieron vida a la demediada Autoridad Palestina). Y hasta Londres se apunta a la presión directa, pretendiendo forzar hasta el último momento a la Autoridad Palestina para que se comprometa a no acudir a la CPI o a solicitar el ingreso en agencias especializadas de la ONU, a cambio de su voto positivo.
Los palestinos no necesitan el voto británico- responsable originario del problema en el que hoy sigue sumida Palestina-; pero por muchos votos que logren sumar hoy no es realista imaginar que ni la solución al problema ni siquiera el reinicio del proceso de paz están a la vuelta de la esquina. Para lograrlo no es necesario un cambio formal de estatuto (¿o es que el proceso de paz que arrancó en Madrid en octubre de 1991 era solo una farsa diplomática?) sino la activación de una voluntad política que tome el derecho internacional como referencia… y eso todavía no ha ocurrido.