La reciente escalada retórica militarista impulsada por Pyongyang podría hacer pensar que la guerra está a la vuelta de la esquina. Sin embargo, y a pesar de las dudas que siempre plantea un régimen tan opaco, sigue siendo evidente que nadie quiere traspasar la línea roja que conduzca a una confrontación militar en la que todos los actores implicados saldrían perdiendo.
Aunque el estado de guerra se mantiene en teoría desde el armisticio de 1953- dado que nunca se llegó a firmar un acuerdo de paz entre las dos Coreas-, hace mucho que Seúl ha desechado cualquier ataque contra territorio norcoreano. Y esto es así, en términos puramente militares, porque no podría soportar la represalia norcoreana sobre Seúl, al alcance de los más de 10.000 cohetes, misiles y piezas de artillería que Pyongyang ha ido desplegando a lo largo de los años como principal instrumento de castigo si ve en peligro la supervivencia del núcleo duro del régimen. Ese comportamiento responde a una pauta- que nos retrotrae a marzo de 2010, cuando los norcoreanos hundieron una corbeta surcoreana- que le concede a Kim Jong-un una ventaja añadida en el juego de apariencias que se desarrolla actualmente en la península coreana.
Por lo que respecta a Estados Unidos, nada indica que Obama desee aventurarse militarmente en una apuesta de ese tipo. Es evidente que disfruta de una abrumadora superioridad militar frente al sátrapa norcoreano, y que la victoria final sería suya si se produjera un choque frontal. Pero el coste sería hoy por hoy inaceptable, no solo por los imponderables que todo conflicto violento supone, sino también porque la activación de la maquinaria militar estadounidense en la zona facilitaría a China defender la necesidad de incrementar su ya visible rearme en una región que aumenta día a día su importancia geoeconómica.
Eso no quita para que Washington siga el guión obligado con su aliado, incluso realizando más ejercicios militares conjuntos (al tiempo que ha renunciado a probar un nuevo misil intercontinental, como señal de que no quiere alimentar la tensión) y declarándose dispuesto a defenderlo ante cualquier contingencia. Ayuda a actuar de ese modo el convencimiento de que Pyongyang no dispone todavía de la capacidad para lanzar un ataque nuclear y las dudas sobre la verdadera operatividad de sus nuevos misiles (sea el KN-08- con un alcance estimado en 10.000 kilómetros- o el Musudan- de unos 4.000-, que nunca han sido lanzados desde una plataforma móvil). Tampoco asustan en demasía los más de un millón de soldados que Corea del Norte dice tener preparados para la guerra, conscientes de que tanto su grado de efectividad como el estado del armamento que puedan manejar son muy cuestionables.
En cuanto a China, la guerra en la península coreana también sería una muy mala noticia. Por una parte, porque si estalla la interpretación dominante sería que Pekín no ha logrado controlar a su teórico aliado, lo que afectaría a su pretensión de ser percibido como un actor de envergadura mundial. Y, además, porque teme ver materializada una de sus pesadillas locales: una oleada de ciudadanos norcoreanos tratando de entrar en territorio chino. Por último, no cabe olvidar que esa hipotética confrontación militar alimentaría un rearme regional que supondría un mayor desafío para la economía china en un momento en el que su modelo económico necesita ingentes recursos para frenar las dinámicas desestabilizadoras que ya son visibles en su propio seno.
Pero es que, finalmente, tampoco Pyongyang obtendría ventaja alguna de un estallido bélico. Dado que el régimen no se caracteriza precisamente por su afán suicida- sino, más bien, por su interés es sobrevivir en un entorno hostil- sabe que una guerra sería una segura apuesta por su destrucción. No tiene medios suficientes (ni militares, ni económicos) para sostener el empeño contra enemigos claramente superiores. No puede contar tampoco con el apoyo militar directo de Pekín y ningún otro gobierno cabe imaginar que se alinee con Pyongyang. En resumen, si se le ocurre desencadenar un ataque en toda regla habrá perdido el efecto disuasorio que le ha servido hasta ahora para preservar al régimen- jugando con una mezcla de gestos atrevidos que le hacen pasar por impredecible- y para obtener ciertos favores (sea ayuda alimentaria o productos energéticos). Con sabias dosis de agresión controlada y de manejo de sus propias debilidades- que hacen pensar a cualquier posible enemigo que basta con esperar a su colapso en lugar de aventurarse a un ataque militar- Pyongyang ha logrado tener una presencia internacional muy superior a su propio peso.
Visto así, y precisamente en clave de mantenimiento del régimen, Kim Jong-un necesita promover algunas reformas de un modelo insostenible en los parámetros actuales. Para ello, sin olvidarse de jugar la carta militarista, busca sobre todo neutralizar las amenazas de su entorno regional, con la pretensión de implicar directamente a Washington en la firma de la paz con Seúl, y que se levanten las sanciones de la ONU. Aunque para hacerlo elija un camino inquietante.