Jesús A. Núñez

Melilla e inmigración, ejemplo de locura sangrienta

Por: | 01 de noviembre de 2013

 En 2006 aumentamos la valla hasta los seis metros de altura... y eso no arregló nada. Ahora se vuelven a instalar las brutales concertinas- retiradas en 2007 en un gesto hipócrita, que parecía indicar que nuestra sensibilidad occidental no podía soportar tanta sangre en los incesantes "asaltos" a la valla-, al tiempo que se amplia dicha valla y se añaden helicópteros y patrullas para impedir que los desesperados puedan traspasar la frontera que separa la miseria del bienestar. En paralelo, asistimos sin apenas reacción al auge (¿sin retorno?) de movimientos de extrema derecha por toda la Unión Europea, a expresiones como la británica de "crear un entorno hostil" a los inmigrantes que ya están en nuestros territorios o a realidades como la diaria tragedia de Lampedusa o la muerte de 92 subsaharianos en el desierto del Sahara. 

Si tan seguros estamos de que la resolución del problema que plantean quienes incesantemente se hacinan en Ceuta y Melilla (y en tantos otros lugares a lo largo del Mediterráneo o de la frontera con Turquía)- esperando el momento para pasar a lo que, equivocadamente, consideran el paraíso en el que van a ver resueltos todos sus problemas- depende de la altura de las vallas, bien podríamos construir unas de veinte metros. A no ser que, impulsados por un inexplicable afán deportivo, pretendamos estimularlos poco a poco a superar el record de traspaso de vallas, aumentando progresivamente su altura, al tiempo que vamos dedicando partidas presupuestarias a la construcción de unas infraestructuras que sabemos de antemano que pronto serán sustituidas por otras.

Por la misma razón, si nos creemos que el problema se resuelve definitivamente desplegando más fuerzas policiales, e incluso militares, podríamos desplegar todas nuestras tropas a lo largo de esas vallas. Así las tendríamos empleadas en algo muy tangible, aprovechando que España no identifica actualmente ninguna amenaza militar exterior, y no necesitaríamos gastar más tiempo en preguntarnos sobre las extrañas razones por las que, tanto magrebíes como subsaharianos, se empeñan en querer llegar a nuestro mundo.

¿Realmente somos tan ciegos para no verlo? ¿Cuántos muertos más necesitamos para convencernos de la necesidad de cambiar nuestros enfoques? Es evidentemente que hay que hacer algo para gestionar una situación coyuntural como la que plantea la presión de quienes ya han llegado a nuestras puertas. Y ese algo pasa por incrementar la vigilancia en las zonas próximas con más medios y por una mayor colaboración entre las fuerzas de seguridad españolas y marroquíes. Y eso incluye luchar contra las mafias que trafican con personas y apostar por la integración de quienes ya están entre nosotros.

Sin embargo, la experiencia nos enseña que ninguna de esas medidas servirá más que para parchear, también coyunturalmente, el problema. Donde se está jugando la verdadera solución de este tema no es en el ámbito securitario, sino en el socioeconómico y en el político. Ninguna barrera física detendrá a quienes buscan un futuro mejor, lejos de unos países en los que imperan unos sistemas basados en la apropiación de las riquezas nacionales por unos pocos y en los que sus necesidades básicas no llegan a ser satisfechas. Lo que se plantea, por tanto, es la necesidad, y la urgencia, de reformar en profundidad los sistemas desiguales y discriminatorios que caracterizan tanto al Magreb como a muchos países subsaharianos. Ésta es una tarea que reclama, en primer lugar, una voluntad política por parte de los regímenes que actualmente controlan esos países para abandonar unos modelos planteados básicamente en defensa de los privilegios de la clase dominante. Sin su concurso, cualquier cambio se hace no sólo extremadamente difícil, sino que apunta a escenarios de crisis y conflicto violento, en la medida en que tratarían de resistir por la fuerza el empuje de una población mayoritariamente marginada de los beneficios de los sistemas actuales.

Pero no menos importante para avanzar en esa línea de reformas es la implicación de los países desarrollados, entre los que la Unión Europea destaca con luz propia, para vencer sus propias inercias. Unas inercias que nos han llevado durante demasiado tiempo a preferir el mantenimiento del statu quo, por muy injusto que éste pudiera ser para la creciente población africana, antes que aventurarnos a utilizar nuestros poderosos instrumentos comerciales, políticos y diplomáticos para acelerar los procesos de cambio que tímidamente pudieran emerger desde el seno de esas sociedades y para mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. Hasta ahora- y la reacción de nuestros gobiernos ante la llamada "primavera árabe" lo vuelve a demostrar palmariamente- seguimos anclados en la defensa de nuestros intereses, convencidos de que disponemos de barreras de protección (incluyendo las militares) que nos permiten seguir a salvo del caos y el descontrol en el que parece haberse sumido una parte nada desdeñable del planeta. Seguimos, asimismo, convencidos de que basta con atender a los síntomas más visibles de los desajustes que este modelo global pueda provocar, para sentirnos a salvo, sin necesidad de modificar sus bases. Y así ni somos coherentes con nuestros propios principio, ni vamos a ninguna parte, salvo a alimentar nuestro instinto tribal frente a los distintos.

 

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SOLUCIONES PRACTICAS?

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Sobre el autor

Jesús A. Núñez es el Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH, Madrid). Es, asimismo, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid), y miembro del International Institute for Strategic Studies (IISS, Londres). Colabora habitualmente en El País y en otros medios.

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