Nadie que haya seguido la crisis desatada hace seis meses, tras la renuncia del entonces presidente Viktor Yanukovich a firmar el apartado económico del acuerdo de asociación con la Unión Europea, se creerá que hoy se han terminado los problemas para Ucrania. Una cosa es que el actual presidente, Petro Poroshenko, se haya atrevido ahora a hacerlo (sumándolo al apartado político ya rubricado en marzo de 2012) y otra muy distinta es que ese gesto proeuropeo vaya a enderezar el rumbo interno de un país gravemente fragmentado y, mucho menos, a disuadir a Moscú de su ofensiva.
En clave interna, el cese de hostilidades decretado unilateralmente por el gobierno el pasado día 20 solo ha servido para que los separatistas (que formalmente lo asumieron tres días después) hayan derribado un helicóptero y destruido varios puentes. En otras palabras, el intento de Poroshenko de pacificar por la fuerza las revueltas que afectan a las zonas fronterizas con Rusia (sobre todo en Donesk y Lugansk, con Slovyansk como centro de referencia) ha fracasado, tanto por falta de capacidad de sus escasamente operativas fuerzas armadas, como por su intención de usarlas de modo comedido para no excitar aún más a unos grupos prorrusos que ni siquiera son controlados totalmente por Moscú. En estas condiciones, y después de haber perdido definitivamente Crimea, Poroshenko sabe que no puede soñar con reunificar su país por vía militar y tampoco tiene otros medios suficientemente poderosos y atractivos para cohesionar repentinamente a quienes se sienten históricamente divergentes.
Con una economía en bancarrota, sostenida artificial y temporalmente por actores externos, el acuerdo de asociación con Bruselas es apenas un hito simbólico, que no ofrece remedio inmediato a sus graves problemas (dado que su implementación plena es una tarea de años). Si a eso se suma que los Veintiocho, más allá de sus declaraciones formales de respaldo, no van a echar un pulso directo a una Rusia con la que les interesa mantener buenas relaciones (sea Alemania por su dependencia energética, o Francia por sus negocios en la industria de defensa, o Gran Bretaña por su afán de evitar la huida de inversores rusos de la City), cabe concluir que Ucrania no puede confiar seriamente en la UE para salir del pozo en el que se encuentra.
En clave externa interesa entender que, a pesar de las apariencias, Ucrania no representa en sí misma un interés vital ni para la Unión ni para EEUU. Sin embargo, para Rusia sí es vital mantener a Kiev bajo su órbita- lo que no significa ocupación física de su territorio, sino su neutralización estratégica (o, lo que es lo mismo, bloquear su entrada en la UE y la OTAN). Para lograr ese objetivo dispone hoy, tras la firma del acuerdo con Bruselas, de los mismos medios con los que contaba ayer: un significativo porcentaje de población prorruso (especialmente en las provincias del este, donde se localiza la más activa base industrial del país); unas milicias armadas que puede manejar para mantener una inestabilidad prolongada que termine por agotar a Kiev; unas sólidas relaciones comerciales (el 25% de las exportaciones ucranias se dirigen a Rusia); un pleno control de su seguridad energética (y de buena parte de la de Europa central), con deudas pendientes que pueden suponer el corte de suministro en cualquier momento; un dominio total de su salida al mar Negro…
Quizás por todo eso Poroshenko ya ha admitido en su plan de paz que habrá reformas políticas que abren el paso a la descentralización que Moscú viene demandando desde el inicio de la crisis (lo que le aproxima a ese mencionado objetivo de neutralización, al poder contar con aliados prorrusos en todos los engranajes de poder ucranios). Y también por eso mismo procura desesperadamente mantener un improbable equilibrio entre quienes, metidos en una competencia geoestratégica de alcance global, están jugando con la vida de sus ciudadanos como si fuesen simples peones de un ajedrez que les queda demasiado grande.
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